in Cuadernos de Historia
Marco Antonio León León. Las moradas del castigo. Origen y trayectoria de las prisiones en el Chile republicano (1778-1965)
El trabajo de Marco Antonio León bajo el título anunciado nos presenta el producto de una voluminosa y documentada investigación que se traduce en una introducción, once capítulos, conclusiones, dos anexos monográficos de su autoría y una amplia bibliografía que concentra fuentes primarias manuscritas e impresas, registro de periódicos, revistas y bibliografía. En suma, 699 páginas de un texto que se convertirá en obra de consulta obligada para quienes se subsuman en el estudio de la evolución de las cárceles en Chile, un tema que a veces se presenta como incómodo y, por ende, ha sido invisibilizado por la historiografía. ¿Por qué ha tenido ese efecto esta temática? León señala que ello se debe a que deja en evidencia un sistema carcelario que no ha cumplido con su función rehabilitadora, es decir, ha fracasado en ese aspecto, mas no en el punitivo (privar de libertad). ¿Cómo surgió este trabajo? El mismo autor se encarga de señalar que “el libro que el lector tiene en sus manos es una síntesis, corregida, complementada y actualizada, del libro publicado originalmente en el año 2003 y que llevó por título: Encierro y corrección. La configuración de un sistema de prisiones en Chile (1800-1911). Dicho trabajo, en principio presentado como una tesis doctoral en Historia, formaba parte de una ambición mayor: la de realizar una historia general de los establecimientos penales en Chile” 1 . Es, entonces, en esta línea que en los últimos años el autor ha publicado (en formato libro) Tras las rejas: una historia documental de las prisiones (Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2017) y Construyendo un sujeto criminal criminología, criminalidad y sociedad en Chile (Universitaria, 2015).
Las moradas del castigo comienza con un acabado análisis del sistema carcelario durante el período colonial. En esa época, y antes de la consolidación del régimen republicano en la década de 1830, las cárceles eran entendidas como lugares de espera de sentencias; es decir, de carácter transitorio y no como un espacio de castigo. Para aplicar medidas punitivas, el sistema colonial contaba con otros métodos: azotes, palos, envío a galeras, trabajos forzados en los minerales o caminos de las colonias y, en última instancia, la aplicación de la pena de muerte. Todos ellos cumplían dos fines. Por una parte (según los preceptos de la época) “enseñaban con el ejemplo” dada la ‘espectacularidad’ de esos castigos (eran públicos) lo cual (se esperaba) amedrentaría a potenciales delincuentes al ver los sanguinarios castigos aplicados. Y, en segundo lugar, hubo una finalidad productiva, pues al ser enviados a la explotación de minerales o ser ocupados en obras de carácter público, se lograba beneficiar a las cajas reales.
¿Qué pasaba con las cárceles en este período? La Recopilación de Leyes de Indias (1680) comenzó a tratar este tema, entendiéndolos aun como “centros de espera de sentencias”, pero también como una forma de castigo, aunque no del modo tan explícito en que lo instauró el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Hubo que esperar a Montesquieu y su obra El Espíritu de las Leyes (1748) para filosofar en torno al verdadero valor que tenía la libertad.
Su puesta en escena como un ‘valor supremo’, propio de un buen ciudadano, tenía una antítesis: su privación. Ergo, aplicando esta limitante al desplazamiento y expresión, opinión y sociabilidad, el ciudadano dejaba de serlo. Siguiendo esta idea, el ser privado de libertad fue entendido como un castigo, el que debería cumplirse en recintos adecuados: las cárceles.
Finalizada la era colonial e iniciada la administración republicana, el autor señala las enormes dificultades económicas que existieron en la configuración de un sistema carcelario en el nuevo Estado. Las consecuencias de una larga guerra de Independencia, más la Guerra a Muerte y el bandolerismo marcaron un déficit constante en contra de la implementación de recintos penales adecuados a la realidad nacional. También deja en evidencia que el prejuicio era parte de quienes impartían justicia. Los ociosos, vagabundos y malentretenidos coloniales no distinguieron su paso hacia la época republicana, pero la élite sí. Por ende, había que mantener las distinciones sociales, incluso en la aplicación de la justicia. No es extraño entonces que se vincule a estos sujetos a la delincuencia. “¿Por qué el bajo pueblo fue asociado con los principales desórdenes de la época republicana? Principalmente debido a que sus conductas fueron vistas como una causa permanente, y no esporádica, de acciones que atentaban contra la seguridad ciudadana, el derecho de propiedad y la estabilidad política” 2
. No obstante, la criminalidad también era entendida como consecuencia de la falta de educación de los sectores más pobres.
Otro problema fue el de la desorganización de la información. De este modo, leyes, decretos, senados consultos, etc., estaban en un verdadero caos. Era necesario, entonces, unificar dichos datos. En dicho contexto nació La Gaceta de los tribunales (1841) que se transformó en una valiosa fuente de información para jueces, abogados y juristas en general, quienes comenzaron a realizar interesantes análisis y discusiones a través de sus páginas. No es raro encontrar entre ellos fuertes críticas al sistema carcelario y judicial, pues se consideraba que los recintos penales no estaban cumpliendo con su deber moralizador y de regeneración social. Por el contrario, se señalaba que las cárceles eran verdaderas escuelas donde se enseñaba como delinquir mejor.
La problemática de la cárcel como escuela de la delincuencia, se veía desmejorada si atendemos, además, a las malas condiciones de infraestructura que ellas poseían, entre otras: celdas comunes (no individuales), nula separación de sexos ni por tipo de delincuente (novato o avezado), convivencia de niños y jóvenes junto a adultos (hay constancia de abusos sexuales y de homosexualidad en los recintos); por ende, existía un grave problema de hacinamiento, a lo que se sumaba la falta absoluta de higiene, caldo de cultivo para la expansión de epidemias comunes en la época (cólera, viruela, tuberculosis, etc.). Alarmado por este estado de cosas, se pensó en otras medidas, aunque más drásticas. Una de ellas fue la creación de las llamadas “cárceles ambulantes” un oprobioso, humillante e inseguro sistema de celdas de hierro montadas en carretas que iban tiradas por bueyes, donde los reos
permanecían hacinados. Las fugas eran frecuentes. El sistema sucumbió en 1841. Cinco años después, en 1846, el ministro Antonio Varas propuso crear cárceles con celdas individuales (sistema celular), que contaran con talleres y asistencia religiosa, todo en aras de regenerar a los reos y transformarlos nuevamente en sujetos útiles para la sociedad.
Surgida también como una idea que ayudara a descongestionar las cárceles capitalinas, nació el concepto de “colonias penales”; esto es, lugares apartados de las principales ciudades de Chile, donde se enviaba a los presos y donde se dedicarían a trabajar en labores agrícolas, dado que la mayor parte de la población penal era de origen campesino. Para ello se optó por dos lugares: el archipiélago de Juan Fernández (isla Más Afuera) y Magallanes, aledaño a Fuerte Bulnes (creado en 1843). Tanto en el presidio ambulante como en estas colonias penales, las positivas proyecciones solo terminaron recogiendo como producto un par de ideas fracasadas.
¿Qué hacer entonces con el hacinamiento de las cárceles de la capital? El Estado optó por crear un nuevo recinto, pero bajo una filosofía de regeneración, un verdadero experimento social que llamó Penitenciaría. Se le concibió como el espacio desde donde el reo saldría con un oficio que le ayudaría a reinsertarse en la sociedad. Este es uno de los temas más tratados a lo largo del libro, pues se contó como un modelo a imitar en las cárceles de provincia. La Penitenciaría de Santiago abrió sus puertas en 1847. Contaba con 60 celdas individuales que acogieron a los reos de otros recintos. El proyecto estaba inspirado en modelos estadounidenses (Filadelfia y Auburn). En Chile se optó por el segundo, pues promovía celdas individuales, talleres para enseñar un oficio a los reos y asistencia religiosa. Pero hacia 1858, contando con 528 celdas (468 más que en 1847) el recinto ya estaba sobrepoblado, con lo cual la aplicación del modelo celular (individual) se esfumaba. Ello llevó a pensar construir otra penitenciaría en provincia, cosa que se hizo (en Talca), pero sin el mismo ‘éxito’ de la capitalina por problemas de presupuesto.
El libro también trata de los delitos protagonizados por las mujeres. Si bien el castigo fue ser encerradas en cárceles comunes, las autoridades judiciales y políticas tuvieron en consideración la creación de centros exclusivos para ellas. Así nació la Casa de Corrección de Mujeres (heredera de la Casa de Recogidas colonial), en un inicio administrada por el Estado, pero desde 1864 pasó a ser controlada por las hermanas de la orden del Buen Pastor. Al igual que en la Penitenciaría, se esperaba que las internas lograsen ser regeneradas social y moralmente, aprendiendo un oficio que les permitiera vivir y otras técnicas ‘propias de su sexo’, como se decía en la época, esto es, labores de textilería. Pero acá también hubo problemas de presupuesto, hacinamiento, carencia de herramientas de trabajo (por falta de dinero), a lo que se sumaba que los talleres eran esporádicos y no permanentes. Por cierto, las fugas también existieron. El libro deja claro que la correccional femenina de la capital no fue la única, pues se crearon dos más: una en Valparaíso y otra en Talca, aunque de corta duración.
Otro aspecto considerado en el libro es el de la vida al interior de las cárceles. ¿Cómo
era el régimen carcelario en boca de sus protagonistas? León señala que, en cuanto a fuentes, estas existen, pero son pocas debido, principalmente, al analfabetismo de los reos. Por ende, lo que conocemos es gracias a los reos políticos, generalmente procedentes de sectores educados, y a la publicación de demandas por abusos de poder publicadas en La Gaceta de los Tribunales. Era un mundo igualmente violento con motines y fugas frecuentes, ya que los recintos penales estaban completamente superados por los problemas de los cuales ya se ha dado cuenta. Para los juristas, una de las causales de todos estos inconvenientes era la falta de una normativa carcelaria unificada, lo que implica que la que existía estaba dispersa e incomunicada entre sí. Esta desorganización normativa comenzó a ser superada con la promulgación del Código Penal (1874) donde, si bien el tema de la administración de las cárceles era mínimo, estableció la necesaria separación entre tipo de delito y centro de reclusión equivalente: “[…] los condenados a presidio o reclusión mayor debían cumplir su condena en las cárceles penitenciarias, los condenados a reclusión menor en presidios y los detenidos en cárceles” 3 . De todas formas, fue una diferenciación difícil de hacer cumplir en la vida real.
Otro paso importante en el proceso de unificación de las normativas carcelarias se dio en 1887 al quitar a las municipalidades la administración de las prisiones, la que fue entregada al Ministerio de Justicia. Posteriormente, en 1889, se creó la Dirección General de Prisiones (DGP), acompañado de un Consejo de Prisiones y Juntas de Vigilancia de Prisiones. Esta nueva administración mejoró la elaboración de estadísticas, y postuló el reemplazo del sistema estadounidense de Auburn por el irlandés, modelo progresivo de Crofton. Sin embargo, solo comenzó a aplicarse en las cárceles chilenas en 1928. Todos estos pasos y discusiones teóricas sobre la materia carcelaria ayudaron a la consolidación en Chile de una ciencia criminológica que solo buscaba dar garantía de un trabajo bien hecho de acuerdo con los últimos avances en esta rama del conocimiento.
El trabajo de Marco Antonio León también explora la administración carcelaria en las tres fronteras que existían en el siglo XIX: la norte (Tacna, Arica, Iquique y Antofagasta), la Araucanía y Magallanes. En el caso de la primera, el proceso fue complejo debido a la reciente chilenización posguerra del Pacífico. Ello implicó un proceso de adaptación legal que no siempre estuvieron dispuestos a aceptar quienes caían en las cárceles locales. Por lo demás, el estado de estos recintos era simplemente deplorable, según consignan documentosde la época. En tanto, en la Araucanía, zona igualmente de ocupación reciente por parte del Estado de Chile, el bandolerismo era el más grave problema a nivel local. A ello se sumabanlas malas condiciones de los recintos carcelarios, siempre por la falta de presupuesto. Sin embargo, se asume que desde 1886 hubo un proceso de modernización de las cárceles de la zona, traducido ello en una mayor inversión, recursos destinados fundamentalmente a aumentar el número de celdas de los recintos, todos ellos hacinados. Punta Arenas, en tanto,nos remite a su origen como fuerte y, paralelamente, como colonia penal, cuyos ensayos (dos, en 1843 y en 1863) fueron un fracaso, en ambos casos terminados por rebeliones (1851 y 1877). Solo en 1901 se otorgaron los recursos para construir una nueva cárcel dentro de la ciudad.
Otra realidad analizada es la de los jóvenes delincuentes, para quienes se pensaba realizar un proceso de reeducación en las escuelas correccionales. La idea era ayudar a regenerar al joven y volverlo un ciudadano útil para la sociedad. Se postulaba, por ejemplo, que en vez de las prisiones fueran enviados a colonias agrícolas u otros espacios donde se les enseñase un trabajo, un oficio del cual vivir y de este modo convertirse en un sujeto autovalente. Lo negativo era que allí iban a dar también delincuentes comunes, por lo que la mezcla entre ambos se hacía inevitable. Este tipo de consideraciones son las que se tomaron en cuenta para que, en 1912, por medio de la Ley de Menores, se optara por dejar esta decisión en manos de un juez, y no de los padres del menor, lo cual iba en concordancia con una serie de normas que buscaban proteger a los niños, labor que ya venían desarrollando desde fines del siglo XIX otras instituciones privadas, como la Sociedad Protectora de la Infancia (1896) o el Patronato Nacional de la Infancia (1901). En el caso de las instituciones bajo administración estatal, estas fueron de poca duración y más bien se centraron en controlar, mas no en rehabilitar. Lamentablemente, al igual que las cárceles, penitenciarias y centros de reclusión, las escuelas de corrección no contaron con la infraestructura, presupuesto, ni personal adecuado.
La última etapa que analiza León es la que abarca desde 1896 a 1965. En el primer año (1896), el Ministerio de Justicia decretó la supresión de la DGP, siendo sucedida por un Consejo Superior de Prisiones en 1898. Este organismo duró hasta 1911, cuando se dictó la Ley de Prisiones, considerado como un importante paso en la organización de un sistema nacional de prisiones en Chile. A ello se sumó en 1928, la adopción para todos los recintos penales del país del modelo progresivo de Crofton (irlandés) que brindaba la posibilidad de rehabilitar a los reos según sus etapas de desarrollo. Intentando dar respuesta a diversos problemas, en 1930 se creó un Servicio Nacional de Prisiones y en 1932 un Servicio de Vigilancia de Prisiones (destinado a los gendarmes). Asimismo, comenzó a brindarse más asistencia social a los reos, y el Congreso Nacional inició la discusión legislativa de temáticas complejas tales como los indultos, libertades condicionales (vía decreto en 1944), la reintegración social de los presos y el rol que debería cumplir el Patronato Nacional de Reos (creado en 1943). En la misma línea, en 1960 se creó un Estatuto Orgánico del Servicio de Prisiones y, finalmente en 1965, un “Reglamento sobre normas básicas para la aplicación de una política Nacional”, texto donde se recogieron las recomendaciones (dictadas en 1955) de las Naciones Unidas sobre la base de las conclusiones del Primer Congreso de Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, desarrollado en Ginebra que apuntaba a la necesaria preparación de los guardias que vigilaban a los reos.
No obstante, era evidente el anacronismo de ciertos cuerpos legales que, difícilmente, podrían adaptarse al siglo XX. Por ejemplo, el Código Penal (1874) todavía centraba su atención en la gravedad jurídica y en el castigo de dichas trasgresiones, pero no en el estudio de la personalidad del delincuente, cosa que se venía recomendado desde fines del siglo XIX; por ende, junto con el afán de regeneración social de los reos, convivieron castigos físicos como los azotes y penas máximas que involucraban la muerte del preso. Conociendo estos antecedentes, no es extraño percatarse que hacia 1950 la criminalidad mantenía su aumento. Acompañado de otros procesos (como la migración campo-ciudad), el incremento del delito solo ayudaba a generar una sensación de inseguridad. Conforme pasaban los años, una cosa era clara para las autoridades: la extirpación del mal era imposible.
En definitiva, cabe preguntarse, ¿fue efectiva la ampliación de todas estas leyes y decretos contra la comisión de delitos de diversa gravedad?, ¿fue la cárcel una salida práctica al problema de la criminalidad en nuestro país? La respuesta es una sola: no. Factores claves en este sentido fueron el hecho de que el Estado continuó siempre con la mentalidad de reprimir más que rehabilitar. Tampoco ayudaba la permanencia de problemas de larga data (falta de presupuesto, mala administración de los recintos penales, deficiencias en infraestructura). Esto derivaba en la masificación de un sentimiento de inseguridad entre la población. Si bien hubo avances en algunas materias (como la derogación de la pena de azotes, pero con la pervivencia hasta el 2001 de la de muerte, aunque persiste en la justicia militar), los problemas de fondo continuaron, tanto como para mantenerse hasta nuestro propio siglo XXI.
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Author
Carlos Eduardo Ibarra Rebolledo
Universidad San Sebastián. Chile, Chile