in Cuadernos de Historia
Los indios leñadores, madereros y carboneros en la sociedad novohispana
Resumen:
Este artículo aborda el estudio de los indios que proveían de leña, carbón y madera a las ciudades y reales de minas de la Nueva España. Procura demostrar que a pesar de su aparente modestia eran productos muy relevantes, y su ausencia o escasez podía tener serias consecuencias en la vida cotidiana y la buena marcha de varias actividades productivas. El texto describe las características y condiciones en que se realizaba esta labor y argumenta que este tránsito de hombres y mercancías incidía tanto en las urbes como en sus pueblos de origen. Sostiene, asimismo, que esta actividad no puede comprenderse en términos puramente económicos, dado que reflejaba las dualidades paralelas de campo/ciudad e indio/español.
Introducción
La sociedad y la economía de las villas, reales de minas y ciudades novo hispanas dependía de leñadores y carboneros para proveerse del indispensable combustible. También requería de los llamados madereros que llevaban las vigas, tablas y morillos empleados para la construcción de casas y varios usos industriales. Son actividades que han sido poco atendidas por la historiografía, probablemente porque no había grandes empresas involucradas ni tampoco formaban parte de circuitos comerciales vinculados con el prestigioso comercio transatlántico, como los de la grana cochinilla o la plata. Sin embargo, resultaban imprescindibles y la dificultad o escasez de su abasto podía generar graves problemas, que iban desde la carestía hasta la paralización de algunas actividades productivas.
Lo peculiar de estos ramos es que era realizado en buena parte por indios que se trasladaban a las ciudades para vender su mercancía 1 . Por consiguiente, la apreciación pública de leñadores, carboneros y madereros reflejaba las valoraciones asociadas a su condición socioeconómica. También ocurría que en el centro de México muchos de quienes se ocupaban en estas actividades eran otomíes (u otomites, como aparecen en los documentos de época) 2 . Era un grupo que ya desde el posclásico mesoamericano había sido marginado, y que ocupaba por lo común los lugares más infértiles y apartados. A veces se les llamaba indios mazorrales o rústicos para distinguirlos de otros que eran más políticos, como los mexicanos o nahuas 3 .
Su trabajo, además, se hacía en los montes, donde muchas veces pasaban semanas en completo aislamiento. En este sentido, eran considerados como si vivieran “fuera” de la sociedad, casi como parte de la naturaleza, un tanto a la manera del homo sylvestris medieval que aparece representado en iglesias y palacios de la época 4 . En tiempos posteriores fueron vistos con curiosidad, sobre todo cuando comenzó a existir un interés por “lo mexicano”. Esta es la razón por la cual tanto leñadores como carboneros fueron de los motivos preferidos en los grabados y estampas postales folclorizantes, que en ocasiones tienen cierto interés etnológico. Así ocurre, por ejemplo, con la estampa de “Los indios carboneros y labradores de la vecindad de México”, de Carl Nebel, incluido en su Voyage pittoresque et archéologique dans la partie la plus intéressante du Mexique (París, 1836), que fue ampliamente copiado e imitado 5 .
Este artículo pretende demostrar la importancia de estas actividades y, hasta donde sea posible, reconstruir la manera en que se realizaba esta labor en elmedio rural, así como analizar el papel productivo de carboneros, leñadores y madereros. Además, propone considerar la manera en que este tráfico de hombres, mercancías y experiencias incidía tanto en las urbes como en sus pueblos de origen. En este sentido, se ubica en el interés por los oficios rurales cuya relevancia ha bien mostrado Brígida von Mentz 6 , y en la vinculación entre los pueblos de indios y los mercados urbanos, sobre la que ha habido aportaciones valiosas, aunque intermitentes 7 .
No es labor fácil, porque a diferencia de lo que ocurre con otros ámbitos (como la minería o la propiedad de la tierra) no es una actividad que en sus aspectos prácticos e inmediatos atrajera mucha atención de los oficiales del rey o los cronistas. La información es inevitablemente dispersa y fragmentaria. Así, es inevitable tener que reconstruirla con testimonios indirectos, entresacando detalles que alcanzan a verse en el trasfondo de los documentos. Como será evidente, el contenido trata del centro de la Nueva España, un espacio social complejo, densamente poblado, donde convivían villas y ciudades, reales de minas, haciendas y pueblos de indios.
El medio ambiente y la legislación
El corte de leña y madera existía, obviamente, antes de la llegada de los españoles. De hecho, el paisaje de serranías peladas cerca de muchos pueblos y ciudades no fue necesariamente resultado de la colonización hispana. En Michoacán los grandes señores eran representados en las crónicas como leñadores que alimentaban las hogueras que en los cúes o templos honraban a los dioses, sin apagarse jamás 8 . Las necesidades habitacionales de grandes urbes, como Teotihuacan, también debieron contribuir a la deforestación y degradación de los suelos 9 . Lo que aporta la colonización española es un nuevo instrumental, las hachas de hierro (que, desde luego, hicieron una gran diferencia); la conversión de la leña en mercancía; los animales como medio de transporte; un incremento y diversificación notable en la demanda; y un régimen legal especifico. Además del consumo doméstico de las grandes poblaciones, también requerían ingentes cantidades de madera y combustible las fundiciones de los reales de minas y haciendas de beneficio de metales, las herrerías, panaderías, hornos de cal, salitreras y curtiembres.
Esta demanda y el desarrollo de las correspondientes actividades productivas evidentemente incidieron en la deforestación. Las autoridades eran conscientes del riesgo de que los bosques se acabaran y los recursos forestales quedaran cada vez más lejos de las ciudades. No era propiamente una política conservacionista impulsada por razones ambientales, estéticas o filosóficas, sino una actitud pragmática. Así, algunos virreyes, como Antonio de Mendoza (1535-1550) y, notablemente, Martín Enríquez (1568-1580), tomaron algunas medidas preventivas: el uso de los montes debía ser común, pero se prohibía emplear el fuego para desmontar terrenos y se ordenó que los leñadores no cortaran árboles por el pie, sino que dejaran horca y pendón, es decir, dos ramas, una perpendicular y otra en ángulo obtuso respecto del tronco 10 . La técnica se denominaba trasmocho o desmocho en España y el objetivo era que el árbol siguiera vivo y en producción 11 . Que estas y otras normativas realmente se aplicaran es materia dudosa, sobre todo cuando había alcaldes mayores ocorregidores que gobernaban muy extensos territorios, auxiliados por tenientes de alcalde locales que no recibían estipendio 12 . Las prioridades solían ser el mantenimiento del orden, la impartición de justicia y la recaudación de tributos; lo relativo al “buen gobierno” se vigilaba tan buenamente como se pudiera.
La legislación al respecto se mantuvo, incluso cobró mayor importancia con la recuperación de la economía en el siglo XVIII, porque los ahora muy prósperos reales de minas requerían de grandes cantidades de combustible. Así constaba en las Ordenanzas de Minería de 1783:
A los leñadores y carboneros les prohíbo con el mayor rigor la corta de los renuevos de árboles para hacer leña y carbón; y ordeno que, donde no los hubiere, se tratare de plantar y replantar arboledas, principalmente en los sitios y parajes donde en otro tiempo las hubo, atento a que, por su consumo y el descuido de su reproducción, se han escaseado y encarecido 13 .
Situaciones similares se daban cerca de las ciudades, como la capital virreinal, donde el ayuntamiento tuvo que prohibir que los indios cortaran árboles para leña y madera en los ejidos, aunque en principio estaba permitido por las leyes 14 .
En julio de 1793, el virrey segundo conde de Revillagigedo envió una circular a todos los intendentes para que informaran sobre el estado de los montes de sus respectivos partidos, el método que se practicaba para el corte de árboles, así como las demás noticias conducentes para saber lo que hubiera de perjudicial y el remedio que convendría aplicarse. Esto dio lugar a un intercambio de comunicaciones y pareceres que se extendió durante varios años, a la intervención del director del Tribunal de Minería, las diputaciones de mineros y, para el caso de la capital, a la formación de una junta para que examinara el asunto, compuesta por el superintendente de la Real Casa de Moneda, el director de la Real Fábrica de Pólvora, un regidor, el procurador síndico del ayuntamiento de México y el apoderado del gremio de curtidores 15 . Los resultados de toda esta agitación gubernativa fueron muy limitados, pero los informes son de bastante interés y los datos y comentarios de estos oficiales del rey han sido aprovechados en este trabajo 16 .
La leña y los leñadores
La demanda de leña era grande y continua, fuese para uso doméstico o como combustible para actividades industriales. Fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España, le dedicó un amplio párrafo:
El que trata en leña tiene montes, y para cortalla usa de hacha con que la corta, raja, cercena y parte, y la pone en rimero. Vende todo género de leña: ciprés, cedro, pino. Vende también morrillos, postes, pilares de madera, tablas, tlaxamaniles y tablacones, ora sean nuevas, ora sean viejas y pulidas. El que va por leña al monte vende la leña de roble y de pino y de fresno y de madroños, y la leña que respenda y humea mucho. Vende también leña troçada o trançada, y leña cortada a manos, las corteças de cedro y de otros árboles secos y verdes. Vende también xara seca, y las pencas de maguey secas, y las cañas secas y los tagarnos 17 .
Las variedades preferidas eran el pino (en dos variedades: oyamel o Abies religiosa y el ocote, Pinus montezumae), el cedro y el encino. Estos últimos generaban una llama menos viva pero más duradera y regulable, además, eran de mucha demanda en las fundiciones de talleres artesanales e industriales. Por otro lado, como es obvio, las personas cortaban y vendían leña aprovechando los árboles que crecían en su entorno ambiental inmediato, que podía ser bastante variable. El espino (un arbusto del género Achellia) y el mezquite (diversas variedades del género Prosopis) eran de frecuente uso, sobre todo en el norte del reino 18 . Para algunos requerimientos particulares, como los de la Real Fábrica de Pólvora, se requería leña de sauce, que daba una llama uniforme sin dejar hollín 19 .
La necesidad de leña era tan grande en la ciudad de México que hacia 1550 se obligó a los indios de los pueblos situados a diez leguas a la redonda a que llevaran cargas a los mercados urbanos –a la manera en que se organizó la “mita de la leña” en la Nueva Granada 20 –. Había quejas de que sufrían agravios, porque tardaban dos días en cortarla y llevarla a la ciudad, y les daban por la carga solamente medio real, cuando tenían que pagar uno por la comida. También había inquietud de los religiosos porque los indios debían traer el producto en sus espaldas, lo cual parecía ir en contra de la política que vedaba el uso de tamemes o cargadores. Por un tiempo se pensó fomentar el uso de carretas y que se dejara libre el precio, para que lo trajeran voluntariamente; pero para 1553 se había quitado este servicio, dejando el aprovisionamiento a la oferta y la demanda 21 .
El corte de leña y la fabricación y acarreo de carbón subsistieron algún tiempo como una forma de servicio personal obligatorio para ciertos pueblos: en 1553 iban a la capital desde Coyoacán 200 hombres cada día para esos fines, sobre todo para servicio de los conventos, pero también de algunos vecinos. Aunque era forzoso, se les pagaba por su trabajo 22 .
En principio, las ordenanzas disponían que la leña se obtuviera de árboles viejos o cortando ramas, para que el árbol sobreviviera y pudiera seguir produciendo. Sin embargo, los gobernadores provinciales se quejaban del gran desorden existente que causaba la desertificación de los montes. La razón alegada era que los propietarios, en general, preservaban sus bosques porque obtenían provechos del corte y venta, pero también era frecuente que dieran permisos para cortar leña a los llamados hacheros. Si eran haciendas, los dueños les cobraban diversas cantidades según arreglos y costumbres locales, que podían ser de un real semanario por cada hachero o cada mula, o bien una iguala o cantidad convencional por cada carga de leña. Si eran tierras de pueblos, el gobernador o alcalde recibía algún regalillo a cambio de la licencia de corte 23 . Según los oficiales del rey, como estos hombres no tenían incentivos para mantener el monte ni dejar renuevos, a la larga esto derivaba en una tala irremediable. Un intendente de Michoacán llamó a los carboneros y leñadores “la polilla de los montes porque cortan sin moderación ni método, atendiendo sólo a su particular interés…” 24 .
Hay que hacer notar, por otro lado, que estas casi unánimes opiniones no consideran la posible incidencia de grandes propietarios españoles dedicados al trato o de las notoriamente contaminantes actividades mineras en este proceso de degradación ambiental. Un subdelegado de Taxco agregó una interesante reflexión: que la disminución de los bosques causada por la tala era la causa de la falta de lluvias que ya se observaba, así como de la disminución o sequía de algunos veneros, de modo que faltaba agua para el real de minas, abrevadero del ganado y consumo del vecindario 25 .
De nada servían las ordenanzas ni los frecuentes proyectos de poner guardas en los montes porque siempre tropezaban con el problema de quién pagaría su sustento. Un intendente propuso que el cargo fuese nombrado junto con el de los oficiales de república de cada pueblo de indios; la idea era interesante, pero no prosperó 26 .
El largo tiempo que los hacheros pasaban en el monte dio lugar a formas originales de organización: las cuadrillas. Cada una tenía un capitán que negociaba los términos con el propietario, pero además “contenía” las alteraciones que podían surgir entre los hacheros; si había algún incidente grave, entregaba los culpables a la justicia española más cercana. En ocasiones acababan por formarse rancherías o asentamientos irregulares, con caseríos y corrales para las mulas 27 . Eran formas alternas de organización social que, como señaló Arcila Farías, no estaban previstas por las minuciosas leyes relativas al gobierno de las repúblicas de indios 28 .
En conjunto, se trataba de un comercio de cierta importancia. En Tlaxcala, el gobernador informaba que era continuo el tráfico de leña y carbón desde los bosques hacia esa ciudad y la de Puebla 29 . En muchas urbes llegó a haber lugares específicos para la venta y que, generalmente, adoptaban el nombre de la mercancía expedida, como la Plaza de la Leña, en San Luis Potosí.
Los leñadores del sur montañoso del Valle de México transportaban su producción a la capital en grandes canoas que cruzaban el lago por la noche. Las autoridades municipales, inicialmente, ordenaron que la mercancía se vendiera en la Plaza del Volador, inmediata a la Real Universidad, pero en 1608 se dispuso que pudiera ofrecerse en cualquier lugar 30 . Lo habitual era que se comercializara en el Puente de la Leña, donde terminaba la acequia real, al costado sur de la plaza mayor 31 . La unidad de medida eran las rajas para el ocote, la carga para la leña de pino (cada una con cincuenta leños o palos, de tres cuartas de largo) y la carga de encino (con 80 rajas de a vara cada una) 32 .
Los madereros
El oficio de leñador estaba frecuentemente asociado al de maderero. En épocas tempranas fue frecuente que las autoridades españolas recurrieran al servicio personal forzoso de los indios hacheros, como los de Chalco y Amecameca, con el fin de obtener madera para edificaciones religiosas y obras públicas de la capital 33 . A la larga, debido a la resistencia de los pueblos, el descenso demográfico y la aparición de formas alternativas de producción y comercialización, estas formas de abasto coercitivo fueron decayendo, sin desaparecer del todo.
Se distinguía la madera común que era de ocote, pino ayacahuite y encino, de la que era para obras finas de carpintería, de las cuales la más apreciada era el cedro, junto a otras producciones regionales, como la parota (Enterolobium cyclocarpum) y el mezquite. El saber convencional era que debía ser cortada en luna menguante y de preferencia en enero o febrero, para que la savia estuviese más concentrada y la madera fuese más apretada, porque cuando comenzaba a reverdecer se ponía bofa. De esa manera, sería más duradera y resistiría mejor el apolillado 34 .
El tronco cortado requería de un hábil desbaste para obtener tejamaniles, vigas, morillos, tablones, cuarterones, pilotes y herramientas de trabajo. La madera de mayor tamaño se transportaba en mulas, dejando arrastrar uno de los extremos en el suelo para disminuir la carga, como todavía alcanza a observarse en las zonas rurales de México; o bien en lo que se describe como carretoncillos. Eran prácticas que removían la tierra y maltrataban el suelo, algo que resentían los propietarios cuando el camino pasaba por sus tierras 35 . En el Valle de México no ocurría así porque el grueso de la producción maderera se transportaba a la ciudad por las acequias, no por las calzadas 36 .
La demanda era muy grande, al punto de que las ordenanzas del gremio de carpinteros establecían que cualquier oficial que comprara madera debía declararla a los veedores, para que cualquier otro maestro pudiera adquirir hasta la mitad de la carga por el mismo precio 37 . Hay que tener en cuenta, asimismo, que ante la escasez y alto costo del hierro (que se traía desde Vizcaya, en España), muchos objetos de uso cotidiano se fabricaban de madera.
Había una continua solicitud para la construcción y mantenimiento de edificios, para techos, puertas y ventanas. En la ciudad de México, que estaba construida sobre un suelo cenagoso e inestable, se ponían las llamadas estacadas de morillos en los cimientos, para dar mayor estabilidad a los edificios. Estos morillos eran de cedro, de un ancho de tres pulgadas. El afamado arquitecto Manuel Tolsá estimaba que al año se consumía la enorme cantidad de tres millones de esas piezas 38 .
En diversas actividades industriales muchas partes de maquinarias se fabricaban de madera. Si bien se desgastaban pronto, eran fácilmente reemplazables; así pasaba con los molinos de caña de los ingenios azucareros 39 . Es un caso de tecnología adecuada, que no era la mejor, pero sí la más práctica y conveniente.
En la Casa de Moneda y la Fábrica de Pólvora se construían y reparaban prensas y ruedas de molinos, para lo cual requerían una madera especialmente dura. Esta se obtenía del corazón del tehuixtle (Acacia bilimekii), que crecía en Chiautla y Chetla (Puebla) y que también se empleaba para elaborar yugos y arados 40 .
Existían otros usos especializados. En Acayucan (un pueblo inmediato al puerto de Veracruz) 41 y las cercanías de Acapulco se obtenía madera de cedro y otros árboles con destino de piezas y reparación de las embarcaciones 42 . En San Francisco Tetlanohcan (Tlaxcala), los indios picaban el corazón de los árboles para sacar brea 43 .
Estas lucrativas actividades llegaban a ser la principal en algunos pueblos. Eran lugares que podían ser considerados como ricos, como decía el gobernador de Pátzcuaro respecto del sujeto de Cuanajo “por las muchas maderas que continuamente están sacando y labrando de sus montes en que viven, así para esta ciudad como para la de Valladolid, Guanajuato y otras” 44 .
Por otro lado, si bien se trataba de una actividad rentable para los indios, los principales beneficios se quedaban frecuentemente en los intermediarios. El subdelegado de Coatepec Chalco informaba que la carretada de doce vigas de ocote valía nueve reales puesta en el monte; pero en la ciudad de México tenía un precio de cinco pesos dos reales. La carga de cien palos de leña de pino valía dos reales donde era cortada y de seis a siete reales en la ciudad 45 . En esto, como en otros aspectos, la relación de desigualdad en los términos del intercambio era muy notoria y desfavorable para el productor rural.
Había también una amplia demanda en los reales de minas, para herramientas, para el indispensable ademe o revestimiento de las galerías (que impedía que se vinieran abajo), así como para molinos y malacates. De aquí que las ordenanzas se ocuparan del abasto con algún detalle. Las de 1786 establecían que los montes vecinos a las minas debían destinarse para abasto de leña y carbón del mismo real, y de ninguna manera para otras poblaciones (artículo 12); que los cortadores y acarreadores de maderas deberían entregarlas en los tiempos que establecería un reglamento, formado por el Tribunal de Minería, con el dictamen del virrey y aprobación del rey (artículo 13); se prohibía a leñadores y carboneros cortar renuevos; y donde no hubiera arboledas, habrían de plantar y replantarse donde en otro tiempo las hubo, porque del descuido se habían encarecido las especies más útiles y necesarias; y sobre esto haría una instrucción y ordenanza particular el Tribunal de Minería. Las maderas, leña y carbón (entre otros insumos) tendrían precios fijados por el juez real con dictamen de la diputación de minería, de manera que los costos no fuesen exorbitantes, pero, por otro lado, el productor obtuviese una “regular ventaja” (artículo 16). La madera de encino y los cuarterones estarían incluidos entre las once especies libres que no pagaban alcabala cuando iban a venderse en los reales de minas 46 . Desde luego, de la norma a la realidad cotidiana podía haber cierta distancia; y los reglamentos previstos por la ordenanza no llegaron a realizarse.
Manuel Tolsá fue muy crítico respecto del corte de maderas. Explicó que solamente se aprovechaba un tercio o, a lo sumo, la mitad de los troncos; que el método de desbaste era tan tosco que donde podrían sacarse veinte tablas solo se obtenían cinco. Cuando los hacheros encontraban algún nudo en la madera o que el hilo fuese torcido preferían dejar el tronco abandonado y comenzar a trabajar otro; y así había en los montes infinidad de árboles derribados. Todo se debía, en su opinión, a la natural pereza de los indios, y recomendaba que se impusieran los usos establecidos en España, con el empleo de sierras en lugar de hachas 47 .
En sus respuestas a los informes solicitados por Revillagigedo, los magistrados locales y diputaciones de minería fueron igualmente reprobatorios. Aunque en algunos pocos lugares se dejaba a los árboles horca y pendón, en la mayoría se les cortaba por el pie, sin orden ni método, sin atender a otra cosa que la conveniencia y el interés inmediato. Un subdelegado michoacano fue muy enfático; en los bosques de Purépero se había sacado tanta madera para vender en Guanajuato que las faldas y laderas de los cerros estaban muy taladas, y había que internarse en lo más alto y fragoso del monte para encontrar buenos árboles 48 .
El carbón y los carboneros
La fabricación del carbón de leña es una tecnología que fue recibida y adaptada en México desde fechas muy tempranas 49 . No consta el mecanismo de transmisión, aunque los sospechosos usuales siempre son los misioneros y sus conventos.Era relevante para uso doméstico e industrial, y los reales de minas requerían cantidades considerables para la afinación de los metales. Por esta razón las residencias más importantes y los establecimientos fabriles tenían siempre carboneras, generalmente en el hueco de una escalera o en un traspatio.
La fabricación de carbón arraigó en los pueblos de indios, se convirtió en parte de sus actividades productivas y, en ocasiones, también de su identidad colectiva. San Pedro Atlapulco, por ejemplo, tuvo desde el siglo XVI un contrato exclusivo para abastecer de carbón a la Real Casa de Moneda y sus habitantes se definían a sí mismos como “los primitivos carboneros” 50 . En otros lugares, algunas poblaciones como Mexquitic y San Miguel (San Luis Potosí) aparecen en los registros como de “indios carboneros” 51 .
Para hacer carbón, la madera se apilaba en forma aproximadamente piramidal, con el extremo superior abierto. Por este orificio se iniciaba el fuego, tras lo cual se cerraba todo con tierra y hojas de pino, dejando ventilas a nivel del suelo. La madera debía quemarse lentamente, sin generar llamas. El proceso tardaba entre ocho y diez días, más lo que requiriera el enfriamieto y desmonte; cada horno producía unas veinte cargas 52 . Hay que tener en cuenta que es muy probable que la fabricación de carbón fuese una actividad estacional, realizada primordial (aunque no exclusivamente) en la época de secas del altiplano mexicano, esto es, entre noviembre y mayo 53 . Aun así, era una labor ruda y penosa, expuesta siempre a la inhalación de monóxido de carbono y partículas de carbón 54 .
La experiencia y habilidad del carbonero eran esenciales. El buen carbón era el que quedaba en grandes trozos, con poco polvo y tierra. No todos los productores podían lograr la mejor calidad, cosa que bien notaban los consumidores y las empresas que contrataban el abasto de combustible.
El carbón se transportaba en bolsas o costales, cuya medida se hacía en cuartas. Idealmente, un costal debía tener cinco cuartas de alto por dos de ancho. Cada costal de estas dimensiones era un tercio, y dos tercios hacían una carga. La única variación era que una carga de carbón de ocote tenía un tercio más de volumen respecto de la de oyamel, que era más costoso 55
La forma más conveniente de llevar los costales al mercado era a lomos de una mula, pero el costo de estos animales podía ser prohibitivo para un comunero indígena. Por esa razón, a veces transportaban el carbón cargándolo en hombros, aunque fuese un ejercicio muy duro. La expresión miserable indio carbonero era casi una frase hecha.
A mediados del siglo XVI se estableció en la ciudad de México un estanco del carbón, y se puso el precio de una arroba por un real. Era parte de un propósito general de las autoridades municipales por controlar el abasto y, seguramente, también una buena granjería o negocio personal. El beneficiario obtuvo 120 indios de repartimiento, y sacó tanto carbón que provocó la deforestación de los montes cercanos. En 1554 se abolió esta concesión y, desde entonces, el trato fue libre para todos los productores 56 .
El producto se ofrecía voceándolo por las calles o en sitios designados para ese fin. En la ciudad de México los carboneros de Tenango del Valle vendían sus cargas en la plazuela de la iglesia de la Santísima Trinidad, pero fueron enviados a la de Mixcalco, un lugar casi deshabitado en la periferia urbana, porque los vecinos se quejaron de que el polvo del carbón contaminaba la fuente donde se surtían de agua, cubría el pavimento y hasta se metía en las casas para ensuciar muebles, ropa y alimentos 57 .
El precio de la carga siempre era objeto de cierto regateo. Los carboneros tenían fama de ser maliciosos, lo cual, desde luego, puede querer decir distintas cosas. El refrán más falso que carbón de entrego aludía a su costumbre de decir que su producto ya estaba vendido y que solamente iban a entregarlo, para así conseguir un mejor precio 58 . En la capital virreinal, el valor estuvo entre los seis y ocho reales por carga a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX 59 .
De la soledad de los montes a la gran ciudad
El negocio de los leñadores, madereros y carboneros, pese a su aparente modestia, conoció desde fechas tempranas diversos conflictos que pueden seguirse desde la producción en sí hasta la venta en ciudades y reales de minas.
En 1653 los indios del barrio de Santo Ángel de la Guardia (Analco), de la ciudad de Puebla, se quejaron porque, aunque había sido costumbre inmemorial que cortaran leña, vigas e hicieran carbón en los montes realengos de Cuautinchan y Tlaxcala para sustentarse y pagar los tributos, recibían ahora muchos agravios de los justicias que les quitaban sus cabalgaduras y herramientas, los prendían y no los liberaban hasta pagar costas. Todo esto venía de que los dichos tenían sus propios intereses y granjerías, porque había mucha demanda en Puebla 60 .
Algo parecido debió haber ocurrido con los indios de lo que se llamaba El Desierto (un malpaís) de San Juan Bautista, en las afueras de San Luis Potosí,que se dedicaban a cortar leña y fabricar carbón para el abasto del pueblo y de las minas, en tierras que eran comunes, concejiles y baldías. En este caso fueron las autoridades indígenas del barrio de Tlaxcalilla (que tenían muchos privilegios, por ser fundación tlaxcalteca) y “otras personas” las que se lo estorbaban. El virrey mandó que los peticionantes fuesen amparados para cortar leña y hacer carbón, ya fuese en dichos espacios comunes o en las dehesas de la ciudad, aunque en este caso deberían pagar una corta cantidad 61 .
Nótese que en los dos ejemplos hay algo compartido: los indios podían usar las tierras del común (algo a lo que no tenían tan fácil acceso los productores españoles), tanto por ser menores y “privilegiados” como porque su trato era “en beneficio del público”
62 .
El traslado de mercancía a las ciudades no era una simple cuestión de logística para los indios. La salida fuera del entorno protector comunitario los ponía en estrecho contacto con algunos españoles que buscaban obtener su tajada de manera oportunista, como abusos en pequeña escala. Un problema constantemente denunciado por las autoridades era el de la regatonería, esto es, las personas que indebidamente les compraban su producción, a veces por la fuerza, para revenderla más cara en la ciudad. Las mencionadas ordenanzas de carpinteros especificaban que bajo severas penas ninguna persona podría comprar madera en cuatro leguas a la redonda de la ciudad de México, sino que debería dejarse que entrara a la ciudad, donde todos los vecinos podrían adquirirla 63 .
Parte de estas denuncias y disposiciones puede tener que ver con la antigua desconfianza hacia la moralidad de las actividades comerciales, dado que el ideal era que el productor vendiera directamente al consumidor. No obstante, por otro lado, hay descripciones que parecen demostrar que efectivamente había excesos. En 1808 un documento describía a los atajadores y regatones que salían a los caminos a inquietar, seducir y extraviar a los indios carboneros para apoderarse de su mercancía, pagándosela a precios arbitrarios 64 . Los reiterados bandos que lo prohibían no servían de mucho y, a veces, acababan por perjudicar a quienes no debían: a rancheros (pequeños propietarios) españoles, que tenían montes, astilleros y carbonerías, que llevaban a la ciudad su propia producción y nada tenían que ver con los regatones 65 .
No terminaban aquí los inconvenientes. En todas las entradas a las ciudades había garitas fiscales donde se revisaban las licencias de tránsito y se recaudaban impuestos, notoriamente la alcabala llamada el viento (los comerciantes locales pagaban tarifas fijas, por repartimiento). En principio, los insumos destinados a la minería y las mercancías que traían los indios estaban exentas, pero en la medida en que la recaudación de este recurso fiscal era concesionada a particulares por arrendamiento, había inevitablemente conflictos y abusos. Los aduaneros podían poner en duda que la mercancía fuese realmente de los indios que la conducían; argumentaban que el carbón o la leña no iban destinados a las minas, sino a particulares; o simplemente exigían contribuciones informales para dejarlos pasar. Podía ocurrir que los indios acabaran en la cárcel y con su mercancía confiscada, y para hacer valer sus derechos tenían que pasar por un enredado y costoso proceso judicial 66 .
El traslado de los indios a las ciudades implicaba varias horas de camino, más las que dilatasen en vender su producto. Lo más probable es que permanecieran en la urbe al menos una noche, tal vez que más, porque también era el lugar donde podían adquirir artículos necesarios, además de que era un espacio de entretenimientos varios y asiento de vírgenes y santos muy venerados. Es posible que algunos pernoctaran en casas de sus parientes, porque la migración de las pequeñas poblaciones circunvecinas a las ciudades era cosa frecuente 67 .
Algunos indios también alternaban su labor de transporte de carbón con trabajos ocasionales en la urbe, en particular como cargadores (un oficio para el que había mucha demanda, aunque estaba en el fondo de la pirámide urbana de beneficios). Era común verlos, por ejemplo, fuera de la Casa de Moneda, donde siempre había bultos o maquinaria pesada para mover de lugar.
Su presencia no era siempre bienvenida. Varios vecinos de la ciudad de México (que decían ser decentes y honrados) se quejaron a la Junta de Policía de que los carboneros eran gente que causaba escándalos por su “desorden genial”, “que lo más del tiempo estaba ociosa con dinero a mano y a la vista de una pulquería y varias tabernas” 68 .
Los cambios en el siglo XVIII
Las fricciones entre indios y españoles sobre el corte de leña, madera y fabricación de carbón, así como su traslado y venta en la ciudad y reales de minas, fueron relativamente esporádicas en los primeros siglos coloniales y se resolvieron de manera simple y expedita con mandamientos virreinales. Sin embargo, para el siglo XVIII, los intereses en juego se hicieron mayores y más complicados, porque la creciente demanda movía sumas que ya no eran menores.
Las ambiciones (y correspondientes conflictos) no fueron solamente en el exterior, sino también al interior de los pueblos. Es algo que se relaciona con la creciente tendencia hacia la privatización de hecho de las parcelas familiares comunitarias. Así pudo verse en Texcalucan (hoy en el Estado de México), cuando en 1763, Pedro Cristóbal se presentó ante el gobernador indígena para que le diera posesión de un pedazo de monte de encino que había sido de su hermano Domingo, quien había fallecido. Así se aceptó y Pedro construyó en el lugar seis hornos de carbón, además de una huerta. Años después, sin embargo, se presentó la viuda, Francisca María con un mandamiento del Juzgado General de Indios en que se ordenaba restituirla en los bienes que habían sido de su esposo. El asunto tiene varios ángulos de interés, pero lo que aquí me interesa es que los espacios propios para la producción de carbón (y las gananciasconsiguientes) ya provocaban pleitos y divisiones en la comunidad indígena 69 .
En algunos casos, el trato pasó de ser una producción familiar, en reducida escala, a convertirse en una pequeña empresa. Por ejemplo, tres generaciones de la familia Reyes, indios “principales” y caciques de Chalco fueron los proveedores de leña para la Casa de Moneda. En 1737 el último contratista de la familia, Lucas de los Reyes, no pudo cumplir, aparentemente, porque se le habían muerto muchos operarios en la reciente epidemia de matlazahuatl. El embargo judicial consiguiente muestra una persona que debía pasar en su pueblo por acomodada: además de contar con peones contratados, tenía una casa nueva, techada de viguería, con tres piezas y un oratorio, además de dos jacales (o cuartos) de adobe, más un corral con dos potros. Poseía también varias esculturas de santos de buen tamaño, amén de numerosas pinturas religiosas, lo cual, en el contexto pueblerino, puede interpretarse tanto como un rasgo de pietismo o como una manera de presumir riquezas 70 .
El incremento de la actividad derivó en conflictos con propietarios españoles, que veían con una mezcla de interés e inquietud la multiplicación de ocupantes en sus tierras. Un caso notable es el de Guanajuato, donde había un grupo de otomíes que se identificaban como el “común de carboneros del real y minas”. Tenían como oficio precisamente el de ser carboneros, leñadores y madereros en un conjunto de cañadas y montes que, a veces, se designaba por sus diversos nombres particulares o, simplemente, como la sierra de Guanajuato. Parecen haber estado en ese trato y ejercicio al menos desde mediados del siglo XVII; como no pertenecían propiamente a ningún pueblo, nombraban entre ellos varios capitanes para gobernarse 71 .
En diversas versiones no necesariamente contradictorias, estas tierras se describían como realengas o bien pertenecientes al ayuntamiento y diputación de minería. No merecieron en fecha temprana mayor atención porque no eran aptas para cultivo ni para ganado, pero con la prosperidad minera del siglo XVIII cobraron un valor inédito. Distintos propietarios, sobre todo el convento y hospital de betlemitas de Guanajuato y el conde de San Mateo Valparaíso, tenían o alegaban tener mercedes y títulos sobre ellas. En consecuencia, trataron de expulsar a los indios, o que pagaran un arrendamiento.
El litigio comenzó cuando, en 1742, el procurador del común de carboneros representó que los dueños les habían despojado del acceso a las sierras y los habían puesto presos por cortar unos pocos palos. Habían acudido ante la justicia local, pero esta había sentenciado muy en su contra. Con esto, todos se habían atemorizado, carecían ahora de medios para cubrir sus necesidades, pagar tributos y obvenciones parroquiales, por lo que acudieron ante la Real Audiencia. Decía el procurador que las demandas de los hacendados tendrían fatales consecuencias porque la minería vendrá a ser incosteable, el real inhabitable por lo caro de todos los víveres y, finalmente, sería en perjuicio de su majestad. El cabildo de Guanajuato apoyaba a los carboneros demandantes, por su propio interés en el abasto de la ciudad y de las minas.
Los querellantes lograron en 1747 que, sin perjuicio del derecho de propiedad de los hacendados, pudieran ellos cortar leña, madera y hacer fábrica de carbón, así como sembrar para su propio consumo y tener corrales para los animales de carga que necesitaban en su oficio. Era un arreglo conforme a las leyes que establecían que los montes debían de ser comunes, pero del que no hay muchos precedentes en la Nueva España. Los propietarios movieron sus influencias, presentaron distintos alegatos y trataron de alargar el juicio, que seguía pendiente en 1796 72 .
Conclusiones
Como espero haber demostrado, el abasto de leña, madera y carbón era muy relevante para la sociedad y la economía, y a pesar de su modesto carácter, movía intereses, ambiciones y conflictos, así como la ocasional preocupación de las autoridades.
Esta producción y comercio manifiestan una aparentemente contradictoria situación. Muchos pueblos estaban situados en regiones ásperas y boscosas muy apropiadas para su trato, pero donde el medio ambiente no era propicio para los cultivos básicos de la alimentación mesoamericana, esto es el maíz, el frijol y el chile. Tenían, en parte, que comprarlos, lo cual implicaba dinero que solamente obtenían vendiendo sus productos en las ciudades y reales de minas. Es decir, estos pueblos, generalmente considerados como pobres, eran, en términos comparativos, más dependientes de una economía de mercado que otros ubicados en espacios más fértiles y templados, que tenían el sustento alimenticio y respaldo de una producción de autoconsumo.
Por otro lado, esta no es una historia de simples cuestiones mercantiles que pueda reducirse a variables de producción, traslado, oferta y demanda. En este trato había condiciones que reflejaban las divisiones sociales y étnicas de la sociedad, así como las implícitas en la relación campo-ciudad. En muchos aspectos existía una complementariedad entre las posibilidades productivas de los pueblos y las demandas de la ciudad, pero la vinculación era desigual. Las autoridades municipales podían establecer las reglas del tránsito, fiscalidad y comercialización en beneficio de la urbe y los productores campesinos tenían que adaptarse a ellas. Es algo que se manifestaba bien en el modo en que la variable demanda urbana de insumos incidía en la producción de los pueblos, en la diferencia de precios entre la mercancía en su lugar de origen y su venta en la urbe, y los ocasionales conflictos y abusos por parte de oficiales del rey, propietarios e intermediarios españoles.
Aun bajo estas condiciones, el tráfico con la ciudad podía generar ingresos que en el contexto aldeano eran atractivos y de cierta consideración, lo cual podía dar lugar a formas de acumulación, desigualdades y disputas por el control de los recursos comunales. También llevaba a los indígenas a realizar tareas que implicaban algunos riesgos ocupacionales y a enfrentar los prejuicios de los habitantes de la ciudad. Son situaciones que, como se ha visto, se hicieron más notables en el contexto del crecimiento económico del siglo XVIII.
Resumen:
Introducción
El medio ambiente y la legislación
La leña y los leñadores
Los madereros
El carbón y los carboneros
De la soledad de los montes a la gran ciudad
Los cambios en el siglo XVIII
Conclusiones