Typesetting
in Cuadernos de Historia
Javiera Ceballos, Javier González y Danny Monsálvez (eds.). Historiografía sobre la Historia Reciente en el cono sur
La historia [history] aparece cada vez que ocurre un acontecimiento lo suficientemente importante para iluminar su pasado. Entonces la masa caótica de sucesos pasados emerge como un relato [story] que puede ser contado, porque tiene un comienzo y un final […]
“... el propio pasado emerge conjuntamente con el acontecimiento” 1 .
Hannah Arendt, “Comprensión y política”.
El presente volumen constituye una compilación de algunos de los textos más referidos y otros tanto más sugerentes del campo de la Historia reciente. En primer lugar habrá que destacar la pertinencia de la decisión de sus editores, pues se trata de un libro que evidencia un cuidadoso criterio de selección –no exento de observaciones, como toda selección, en tanto acto irremediablemente arbitrario–. Pero, sobre todo, se trata también de un libro de extraordinaria utilidad, pues permite acceder, de una vez, a una serie de textos de referencia hasta ahora dispersos en bibliotecas o, más bien hoy, bases de datos, revistas electrónicas y páginas web (o inconfesables PDF). El libro está dividido en tres partes: una que reúne textos a modo de encuadre teórico del campo (con autores como Marina Franco, Daniel Lvovich, Roberto Pittaluga, Elisabeth Jelin y Enzo Traverso). Luego, otra que reúne textos abocados a lo que ha sido el centro de las investigaciones de la Historia reciente: las violaciones a los Derechos Humanos, la memoria, la oralidad y el trauma (con textos de Greg Grandin, Omar Sagredo y Ludmila da Silva Catela). Y, finalmente, una parte dedicada a educación, mujeres y feminismos, en la que se recogen trabajos que podríamos nombrar como “de extrema cercanía” (en que se acopian los planteamientos de Sonia Montecino, María Angélica Illanes, Manuel Canales y Valentina Pacheco, entre otros).
El libro está precedido de una extensa introducción, donde sus editores reconstruyen la discusión en torno a la delimitación de la Historia reciente respecto de otros campos adyacentes, como la Historia contemporánea, la Historia del tiempo presente o la Historia
inmediata, en una estructura expositiva que va desde los debates europeos, en donde surgen estas denominaciones, a las apropiaciones latinoamericanas, para llegar luego al contexto chileno. Pero no se trata de una introducción meramente expositiva (en rigor ningún texto lo es, aunque se lo proponga), pues se compromete explícitamente con una tesis y asume ciertos supuestos sobre los que “se hace” Historia reciente, que son, a estas alturas, perfectamente revisables. La tesis a que me refiero es la siguiente: la Historia reciente en Chile ha pasado de ser un campo en construcción a una perspectiva historiográfica “en franca consolidación”
2 .
En esta reseña abordaré, primero, una idea capital en la discusión sobre la condición de posibilidad de la Historia reciente: la de su dudoso estatuto epistemológico debido a la cercanía de quien investiga con los acontecimientos. He elegido desarrollar aquí esta sola idea en base a dos motivos: 1. Porque creo que está presente, de distintos modos, tanto en la introducción como en la mayoría de los textos compilados y 2. Porque creo que es una idea que se haya todavía arraigada en el juicio de la gente común, pero también en el gremio. Finalmente me referiré a la tesis arriba señalada. Pero antes que todo realizaré una exposición de los principales temas y problemas que se tratan en los textos compilados que estimo de más interés.
La mayor parte de los trabajos sobre Historia reciente en el cono sur se los debemos a historiadores/as argentinos/as, por lo que el tratamiento de fenómenos de dicha sociedad ocupa un lugar prominente en la producción de este campo. De este modo, Franco y Lvovich exponen antecedentes del surgimiento de la Historia reciente en Argentina, registrando una notoria expansión a partir de 2000, aportando datos puntuales sobre su reconocimiento institucional (en la universidades, por ejemplo), aunque también es interesante como estos autores ligan también la expansión de estos estudios a fenómenos políticos de la década señalada, tales como la crisis de 2001, la evolución de los juicios sobre violaciones a los Derechos Humanos y la agenda política del kirchnerismo. El capítulo de Pittaluga aborda cuestiones de alta densidad teórica, constituyendo un texto fundamental para pensar no solo los problemas de la Historia reciente, sino el de las redefiniciones de la propia historiografía, incorporando, por ejemplo, el problema de las temporalidades y el anacronismo, ya no como mal, sino como recurso de la representación histórica. El capítulo de Sansón Corbo es un acercamiento al campo de la Historia reciente desde la experiencia uruguaya, lo que nos permite acceder a un contexto, en general, menos conocido, donde el autor se ha propuesto el análisis de 105 libros, publicados entre 1960 y 2005, que tratan acerca de fenómenos registrados los últimos cuarenta años, de cuyo análisis va detallando cuales son los principales rasgos y tendencias que han seguido dichos estudios en Uruguay. Por su parte, tanto los textos de Jelin y Traverso –quizá los más grandes referentes de la Historia reciente– abordan cuestiones teóricas y conceptuales de las relaciones entre historia y memoria.
Inaugurando la segunda parte del libro, nos encontramos el capítulo de Greg Gradin, dedicado a estudiar el rol de las comisiones de verdad en Chile, Argentina y Guatemala, sociedades atravesadas por la violencia política y en donde el trabajo de esas comisiones constituyó en modos de tratar el pasado reciente marcado por el deber que el poder político les asignó: por ejemplo, la reconciliación. El capítulo siguiente (Guglielmucci y López) también posee interés por incorporar al análisis de los “lugares de memoria”, además de Argentina y Chile, el caso colombiano, relevando las disyuntivas políticas que subyacen a dichos procesos. A continuación, el texto de Omar Sagredo introduce la pregunta por la perspectiva en la que se puede mirar hacia atrás en materia de Derechos Humanos, a partir de las violaciones a estos en el estallido social de octubre del 2019, replanteando la potencia del testimonio. Luego, el capítulo de Ludmila da Silva Catela analiza el escrache de julio de 2000 de la organización HIJOS al Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, acontecimiento desde donde ilumina la historia del “apagón de Ledesma” (Jujuy) y la desaparición de obreros en julio de 1976.
En la tercera y última parte de este libro destacan de manera particular los trabajos de María Angélica Illanes y el de Canales, Opazo y Camps. La primera trata sobre la organización de las mujeres durante el gobierno de la Unidad Popular, particularmente frente a las medidas de promoción popular que este buscó implementar, como el recordado medio litro de leche. Mientras que en capítulo de los tres autores citados se nos presenta un trabajo de extraordinario interés respecto a la relación entre juventudes y educación, indagando en la experiencia de las opciones y las expectativas que se tiene de la juventud chilena en el Chile actual.
Las tres partes de este libro, valga la pena insistir, reúnen textos de gran valor y utilidad, lo que habla, en primer lugar, acerca de la profundidad con que sus editores (también pertenecientes al Taller de Historia reciente de la ciudad de Concepción) han indagado en este campo. Sin embargo, en lo que sigue, permítaseme la reflexión en torno al tópico que estimo recorre la mayoría de los textos reunidos, de modo explícito o como supuesto subyacente (e incómodo).
Pese a toda la producción en los campos de la Historia del tiempo presente y la Historia reciente de los últimos veinte años –y aunque quisiéramos darlo por superado–, subsiste todavía en el gremio y en el sentido común de la gente, la opinión de que no es aconsejable –por supuestos motivos epistemológicos o derechamente políticos– que la historiografía se involucre en el estudio de fenómenos recientes. Como sostuvo el historiador español Julio Aróstegui, los historiadores que se han planteado la tarea de una historia del tiempo presente, han debido también afrontar una serie de prejuicios –disfrazados de principios de método– heredados de la historiografía de tradición positivista o metódico documental: básicamente la afirmación sobre “la imposibilidad de construirla por la falta de documentos, inexistencia de ‘perspectiva temporal’ adecuada e implicación temporal del historiador” 3 . El primero de ellos dice relación con una concepción del documento reducido a escritura o monumento, que pudo ser remediada con la extensión de este concepto por parte de la escuela de los Annales; los dos últimos tienen que ver con un supuesto básico de la ciencia moderna, aunque en este caso no logra disfrazar su implicancia política, esto es, que todo acto de conocimiento se basa en la división Sujeto/Objeto, lo cual, llevado al campo de la historiografía, equivale a afirmar que la distancia temporal garantiza la objetividad del
saber producido, además que exige como condición la ruptura del presente (en el que se halla implicado el historiador) con el pasado que estudia. La doble condición de historiador y testigo era hasta no hace mucho (unos cincuenta años) algo inconcebible, aunque no menos descartable que el recurso a la memoria de los testigos para reconstruir el pasado: “Solo puede reunirse en un cuadro único la totalidad de los acontecimientos pasados con la condición de separarlos de la memoria de los grupos que conservan su recuerdo”, afirmaba Halbwachs en La Mémoire Collective. Extraño convencimiento para quienes –al mismo tiempo– reivindicaban el origen de la disciplina en la obra de Heródoto, primer historiador que basó sus Historias nada más que en lo que él vio y escuchó de otros que pudieron ver (lo que hoy pasaría como Historia reciente). Por motivos que no cabe aquí explicar –pues exigiría profundizar en el pensamiento griego clásico–, en sus orígenes, la historia nunca podía ser conocimiento del pasado, su límite era la vista, el oído y lo que la memoria lograba de ellos. Era un saber de la aparición (no de la intelección) y memoria de la Polis. Heródoto es, y no es, nuestro antepasado.
Como bien ha expuesto Mudrovcic, la filiación memoria-historia de la Grecia clásica comenzó a ser cuestionada formalmente solo a mediados del siglo XVIII por Voltaire, para quien la historia ya no era una cuestión de memoria sino de razón. Es esta operación filosófica ilustrada la que está a la base de la fundación de la historia como disciplina 4 , lo que se tradujo, en términos inmediatos, en el descarte de la tradición como fuente de pura superstición y fábulas. (Vale recordar aquí a Foucault: cuando decimos disciplina decimos también exclusión de otros saberes).
Como lo ha mostrado François Hartog 5 , fue Fustel de Coulanges (a mediados del s. XIX) quien llevó más lejos la exigencia de que la historia debía ser exclusivamente del pasado, aconsejando –al inicio de La ciudad antigua– “no pensar en nosotros” si queríamos conocer la verdad sobre los pueblos antiguos. La exigencia de que la historia debe ser sobre el pasado “más pasado” es constituyente en la definición de la disciplina, en la Europa de fines del s. XVIII e inicios del XIX. El filósofo español Antonio Gómez Ramos, profundizando en los trabajos de Koselleck, ha señalado que: “No es casualidad que sea justo a finales del siglo XVIII cuando empieza a considerarse que el estudio histórico más fiable es el que investiga acontecimientos lejanos en el pasado y cuando los historiadores renuncien a escribir sobre la actualidad o lo reciente… hasta ese entonces habían hecho lo contrario” 6 . Pero, ¿qué ha pasado?, ¿por qué no es casualidad? La experiencia moderna de la que surge la historiografía es la del desarraigo entre pasado y presente a causa del impacto de la revolución (política e industrial) y la aceleración del tiempo asociada: el pasado transmisible por las generaciones anteriores, la tradición, poco sirve ya para entender el presente, entonces se rompe la alianza memoria-historia, que había dominado la definición de la historia como magistra vitae, y solo queda el “conocimiento” científico del pasado.
Desveladas las ficciones cientifizantes de la historia, a los historiadores no les ha quedado más que asumir un juicio que les rondaba como el tábano socrático: “toda historia es historia contemporánea” (Croce). El presente es el sitio irrenunciable del historiador, es desde allí que interpreta y, pese a cualquier normativa disciplinaria (siempre contingente), no hay remedio alguno. Consciente de todo ello, hoy al historiador e historiadora les cabe la responsabilidad de “hacer una historia objetiva de la subjetividad”; es decir, lo que se impone es definir ese rol activo que ejerce el historiador –como punto en el que confluyen múltiples líneas de fuerza– en la construcción de conocimiento: empezar, por ejemplo, por asumir esa “instancia ético-política desde la cual un historiador reconstruye un fenómeno” 7 .
La explicitación de este carácter subjetivo del conocimiento histórico (intrínseco, pero negado) es mucho más corriente en los casos en que la historia trata de reconstruir fenómenos de los cuales actores y testigos todavía guardan memoria, por tanto, hacer historia del tiempo presente casi siempre trae aparejado un “efecto de deslegitimación”, que los defensores de una “ciencia objetiva” difícilmente pueden tolerar.
Podemos plantear estos problemas en los siguientes términos: la historiografía, para ser una disciplina, no solo tuvo que monopolizar sus métodos, descartando o deslegitimando, de paso, toda otra vía de acceso al pasado, sino que también ha debido procurarse la exclusividad de ese acceso, es decir, asegurarse de que nadie más que el historiador profesional pueda acceder a una determinada región del pasado. Es precisamente de aquí que arranca esa disposición que ordena una “necesaria distancia de esos hechos aún ardientes” del pasado reciente, o el aún más artificioso argumento que sostiene que es necesario “esperar que concluyan los procesos para poder analizarlos” –pues ya sabemos, con Ricoeur, que “ninguna acción, considerada en sí misma, es un fin, sino en la medida en que, en la historia narrada, concluye el curso de una acción o desase un nudo” 8 .
Lo que realmente origina estas disposiciones es el hecho de que hay demasiados testigos vivos que guardan memoria de lo que aconteció como para dar fe ciega a historiador alguno y, por lo mismo, los historiadores saben que se adentran en un terreno demasiado movedizo como para arriesgarse a ver cuestionada su autoridad científica. No por mero azar las llamadas ‘verdades históricas’ se sitúan siempre en un pasado más remoto del cual no quedan más que desgajados documentos que nada dicen al hombre y mujer comunes.
De esta forma, por disposición disciplinaria o por la existencia de otras “subjetividades en competencia”, la labor de historiar el tiempo presente es siempre una tarea compleja. No obstante, el carácter siempre subjetivo de este saber no resta en absoluto la especificidad de la operación histórica, como tampoco anula los atributos del procedimiento regulado por el cual se reconstruye lo real-pasado que la posibilita.
La principal labor de la historiografía consiste en hacer inteligible un pasado fragmentado, y esa labor solo se lleva a cabo de manera eficaz poniendo lo que falta entre vestigio y vestigio; esto hace de la historiografía también una gran “construcción”, la cual “puede lograrse sobre la base de construcciones tan imaginativas o poéticas como racionales y científicas”, en palabras de Hayden White 9 . La del historiador es una tarea rigurosa, pero que hace de la imaginación una herramienta no despreciable. Bajo el rostro de una hipótesis, es esta la que actúa para establecer un lazo entre esas huellas, dando origen así a la trama del pasado.
¿Quiere decir lo anterior que podemos inventar cualquier cosa del pasado? No, claramente ese descontrol no es posible dado que los relatos del pasado siempre han de circular públicamente. Ese público que atiende –y que adhiere a sus propios relatos– está llamado también a invalidar un relato falseado. Puede tolerar distintos encadenamientos, y hasta un nuevo hecho “bien probado”, pero no una mentira. Un relato tal quedaría fuera de competencia. No hay peligro de caer en una “ficción privada”, pues sobre el relato se ejerce un control intersubjetivo 10 . Esta “fiscalización” corre tanto para el historiador como para el memorista. Como sostiene Ágnes Heller en su Filosofía de la historia en fragmentos: “Los historiadores deben narrar los acontecimientos pasados como realmente han sucedido. Cada historiador narra estos acontecimientos de manera diferente. Cada época histórica tiene su propio pasado. Hay muchas explicaciones verdaderas del mismo relato y ninguna de ellas nos obliga al asentimiento total. Una explicación histórica, sea un relato cotidiano o un libro de historia, es aceptada como más o menos verdadero sólo si ofrece una interpretación y explicación plausibles de los acontecimientos sin trastornar el conocimiento central aceptado de manera consensual acerca del acontecimiento, a menos que se den razones o información adicional relativa a por qué el conocimiento central necesita ser cambiado” 11 .
Aunque subjetiva, y hasta imaginativa, la historia es una operación intelectual, racional y crítica, que por su naturaleza cubre un ámbito que no cubre la memoria por sí sola (es este un buen motivo por el cual debe existir un tratamiento histórico en paralelo o en colaboración, o mutua interpelación, con la memoria).
De todas estas cuestiones expuestas –desde luego discutibles– emana mi aproximación crítica a la tesis propuesta en este libro, citada al comienzo: que la Historia reciente en Chile ha pasado de ser un campo en construcción a una perspectiva historiográfica “en franca consolidación”. En lo inmediato, esta se sostiene en las siguientes constataciones y afirmaciones: “el transcurso de los años y el incremento de las investigaciones” y “más aún con los diversos hechos que se han desencadenado en las últimas décadas en nuestro país” (la vía chilena al socialismo, el golpe de Estado, la dictadura de Pinochet y la transición o postdictadura) 12 .
Quisiera dejar en claro desde un principio que mi distanciamiento de esta tesis no tiene que ver con la observación de algún error o el desacuerdo con los/as autores/as de ella, pues creo que, efectivamente, es constatable una abundante producción en el campo de la Historia reciente y la Historia del tiempo presente, como también estoy de acuerdo, en principio, en que este tipo de nueva historiografía se debe a todo lo que se ha derivado de los fenómenos históricos aludidos, es decir, que está íntimamente ligada a la lucha por el sentido, la hegemonía de una u otra clave de la memoria, el trauma y la reclamación de justicia.
Lo que creo, y que estimo también difícil de asumir, tanto por los historiadores como por los “emprendedores de la memoria” (el término es de Elizabeth Jelin), es que la producción, incluso la sobreproducción de papers o libros, o bien la adjudicación de fondos de investigación concursables –también seminarios, conversatorios o experiencias de reconocimiento estatal, musealización y patrimonialización– sean por sí solos signos suficientes para constatar una “consolidación”. Si lo que determina dicha consolidación es el grado de reconocimiento o asimilación institucional o la cantidad de actividades de conmemoración en donde nos topamos los mismos de siempre, creo que quedaremos presos en nuestros propios espejismos o proyecciones. Debiéramos mirar más allá de nuestros gremios o grupos de referencia.
En segundo lugar, debemos comenzar a asumir (¡ya!) que vivimos una época de retroceso de la memoria, no solo por efecto de alguna censura –o no solo por ello–, sino por efecto de algo más transversal y difícil de situar y combatir: la lógica implícita de los nuevos medios, más allá de lo que puedan ser sus contenidos (“el medio es el mensaje”, en la clásica fórmula de McLuhan). La primera alerta formal de este fenómeno lo dio ya Walter Benjamin en los años treinta cuando constataba la crisis de la experiencia, la tradición y el efecto demoledor en nuestro aparato perceptivo de un mundo de pura aceleración en donde nos vemos expuestos a continuos estados se shock. Traigo acá este dato únicamente para que nos hagamos una idea acerca del grado de avance de estos fenómenos, que debemos enfrentar hoy (si es que es posible), más de ochenta años después.
Hace ya unos años, el filósofo español de la historia Manuel Cruz observaba, en su libro Adiós historia, adiós, que cada nueva generación maneja un “radio” de pasado cada vez más reducido; es decir, que el pasado que maneja para explicarse vitalmente, y por en el que se siente incumbido, es de menor rango cada vez 13 . Y es que ya, incluso, hemos ido dejando atrás a la generación de la posmemoria, esa que, según Marianne Hirsch, quiso recordar lo que la generación de sus padres reprimió, la memoria de sus abuelos. Este fenómeno –el de la extinción de la memoria– me parece especialmente dramático. Así se plasma en el siguiente diagnóstico de Jaime Semprún (en 1997): “de aquí a veinte años, los que conocían la vida de antes ya habrán muerto y los que para entonces sean jóvenes o adultos no habrán conocido nada que les sirva de referencia para juzgar los sucedáneos [hoy] impuestos a todos los niveles” 14 .
En definitiva: ni el reconocimiento institucional, ni la buena salud de la memoria. Pero si estas (mis) observaciones son correctas, no quitan en nada el mérito del trabajo de la Historia reciente, sino que le imprimen una necesidad desesperada. Creo que lo mejor que le puede pasar a este campo es asumir que le queda mucho, demasiado, por hacer, y con un resultado sin garantías.
Copyright & License
Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons
Author
Pablo Aravena Núñez
Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso, Chile, Chile