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in Revista Chilena de Literatura
Desierto y predicción material en La ocasión de Juan José Saer
Resumen:
La ocasión (1987), novela cuya intriga se ubica en las últimas décadas del siglo XIX, indaga el progresivo desencantamiento de la llanura santafesina en vías de modernización a partir de las sucesivas fallas de lo espiritual en sus distintas versiones −magia, misterio y adivinación− y del desvío de ciertas coordenadas románticas y sublimes del paisaje. Para ello, la escritura sobrevuela y yuxtapone, entre muchas otras, la ficción geológica de Darwin, las preocupaciones teosóficas y nacionalistas de Las fuerzas extrañas de Lugones, los relatos expedicionarios de Prado y la famosa pintura de Blanes sobre la fiebre amarilla. Ante el avance de la fuerza ciega del progreso capitalista, se intentará observar cómo mutan y se yuxtaponen anacrónicamente algunas de estas heterogéneas ficciones del desierto, y en particular, cómo la “magia” todavía resiste en la precariedad de los cuerpos.
Introducción
Ni telepatía, ni sortilegio ni mistificación: La ocasión expone al mundo como ruina desencantada. Contemporánea de la presidencia de Sarmiento (18681874), la acción de la novela culmina con la propagación de la peste amarilla en 1871. Algunas décadas antes, entre la magia blanca de la historia y la magia negra de la brujería, la escritura sarmientina, como embrujo y ritual, evocaba el cadáver salvaje de Facundo para conjurar y dominar sus fuerzas de curación y de terror en la letra 1 , e inscribía y fundaba en esa voz, el desierto. La ocasión indaga precisamente ese espacio a partir de su progresiva desacralización y desencantamiento, allí donde las distintas ocasiones del espíritu −profecías, telepatía, adivinación y religión− fracasan ante la fuerza ciega del avance capitalista 2 . La novela retoma el viaje de la inmigración a través de la mirada descentrada del más extranjero de los viajeros, el misterioso Bianco, y se expide sobre un momento particularmente delicado de la historia argentina: aquel en el cual comienzan a definirse las líneas de la paideia nacional y el paisaje sufre las mutaciones que le impone la razón pragmática del progreso, que transforma la tierra sin límites en campos alambrados y determina nuevas formas de producción agrícola e importadora 3 .
Se cuenta en La ocasión la historia de Bianco, un famoso mentalista extranjero que ha recorrido los principales salones europeos llevando adelante espectáculos de magia y ocultismo, convencido de la superioridad del espíritu por sobre la materia. En Francia es convocado por la Academia de Ciencias para probar sus dotes clarividentes y sufre el “escándalo” de su vida, humillado por aquellos que pretendían demostrar las supercherías de sus poderes telepáticos. Ultrajado, Bianco viajará a tierras americanas y llevará a muchísimos campesinos pobres a trabajar, a cambio de unas propiedades que ya le han sido asignadas por el gobierno argentino, convencido de que en la llanura, por su monotonía silenciosa, podrá recuperarse y escribir su refutación a los positivistas. Al llegar a Buenos Aires conocerá al doctor Garay López, hijo de una familia de la oligarquía de provincias cuyas tierras lindan con las de Bianco, al sur del Río Salado. Aunque indiferente a la materia, aprenderá rápidamente a dominarla y se convertirá en un exitoso colono propietario que proyectará cambios significativos en el campo. Se casará después con Gina, la hija de italianos humildes ya instalados allí. La vida de Bianco se dividirá entre sus retiradas al rancho construido en mitad del campo para reflexionar y escribir, y la casa que comparte con su esposa. Una tarde, al volver antes de lo planeado, descubrirá a su mujer y a su amigo en un clima de ambigua intimidad y placer. La perturbación y los celos lo dominarán desde ese momento y la escena vista lo obsesionará durante toda la obra, permaneciendo como un nudo irresuelto. La novela indaga y parodiza las tensiones entre la oligarquía criolla de la familia de los Garay López, el grupo de inmigrantes que es violentamente rechazado de sus tierras productivas y los sujetos desplazados locales, entre quienes será significativa la presencia del tape Waldo, un extraño niño, hijo de un gaucho desertor del Ejército Grande, que lanzará oscuras profecías en dísticos octosilábicos y medirá sus poderes espirituales con los de Bianco.
Terminada en apenas veinte días, La ocasión condensa sin embargo una escritura de larga duración. Efectivamente, en 1960, el año de publicación de En la zona (considerado el libro que da inicio a su literatura), Saer comienza a escribir el relato “La ocasión”, que será retomado posteriormente en los setenta, hasta su versión definitiva −y relativamente distinta− en la novela homónima. Esta escritura, abierta y potencial, dibuja “otro comienzo” para la obra de Saer y permite comprender su interés por la fascinante biblioteca de viajeros y escritores nacionales del siglo XIX que había comenzado a leer durante aquellos años, reunidos en las colecciones El pasado argentino de Gregorio Weimberg y en la “Serie del medio siglo” de la Editorial Universitaria, que Saer conoce en Santa Fe y relee, instalado en Francia, desde la biblioteca de la Universidad de Rennes.
En este sentido, La ocasión no sería el despunte de un interés tardío sino la primera condensación novelada de indagaciones tempranas. La escritura sobrevuela y yuxtapone, entre muchas otras, la ficción geológica de Darwin, las preocupaciones teosóficas y nacionalistas de la época, los relatos expedicionarios de Ebelot y Prado, y el cuadro de Blanes sobre la fiebre amarilla. Saer escribe en el vértice de estas múltiples lecturas e imágenes sobre la formación del estado nacional a partir de una apropiación anacrónica, pesimista y experimental, deudora de Martínez Estrada, en relación con el carácter ilusorio del desierto 4 . En primer lugar, entre la potencia del statum romántico y el telos progresista (Andermann 39), la otredad fascinante de la barbarie que Sarmiento conjuraba, deviene aquí mera precariedad, signada en la vida animal de la familia del soldado desertor del Ejército Grande, en la insignificancia de los caseríos y en el amortiguamiento a veces paródico de los géneros pictóricos, topográficos y literarios que formaron el imaginario de la época. En segundo lugar, frente a ese oxímoron de época de lo espiritualmaterial que la escritura indaga irónicamente en el fracaso estrepitoso del adivinador Bianco 5 , la narración desplaza el “don” de la magia como resto soberano en la carne anónima y precaria de los cuerpos y en la irrealización efímera del mundo como imagen.
ROMPER EL HECHIZO
“Deberíamos aceptar que primero está la magia y la magia está siempre en el comienzo y que no hay comienzo sin magia” (s/p), advierte César Aira en “El realismo”, para señalar enseguida que los dones de la magia se gozan en la realidad más chata y que es necesario el corte radical del realismo para apreciar sus beneficios. Y el hechizo abre las aventuras de Bianco en el paisaje rioplatense, para romperse precisamente allí, en el umbral del viaje. Como se recordará, después de haber vivido en diferentes países y de haber convencido a cientos de campesinos pobres de Italia de instalarse en la llanura santafesina, Bianco arriba al puerto de Buenos Aires y lo primero que observa es el relieve costero: “La tierra sin relieves a ras del agua, sin una sola roca, penetrando en el gran río marrón que prolongaba el mar, la costa desierta, el caserío insignificante” (Saer, La ocasión 27) 6 . Sin embargo, a pesar de la pobreza del paisaje, los inmigrantes se vuelcan arracimados y contemplan “como hechizados el borde de lo desconocido” (27) hasta que, en un determinado momento, Bianco “desvió la mirada del desierto estimulante que lo esperaba […] y la fijó en el anular hinchado y rojo, deformado por un gran reborde de pus alrededor de la uña […] el punto en el que su cuerpo concentraba los últimos vestigios de las humillaciones pasadas, la expulsión final de esos sedimentos de materia corrupta y engañosa” (Saer, La ocasión 28). Ese desvío de la mirada, desde la visión panorámica de la ciudad al absceso de pus, rompe el hechizo que subyuga a los inmigrantes a partir del detalle sintomático de la corrupción corporal. La ocasión empieza con ese corte radical y será, parafraseando a Aira, el relato de la extensión de un tiempo sin el don, o mejor, el de su relevo por el dinero, deseo moderno que empieza a ocupar el lugar de la magia 7 .
DESAPARICIONES EN UNA MANCHA DE TINTA
Entre el cálculo racional y la aparición fantasmagórica, una tropilla salvaje interrumpe las cavilaciones de Bianco en plena llanura. El desierto saeriano −como descalabro temporal y anacrónico− captura el devenir irreal del mundo 8 , allí donde los sujetos, los animales y los fenómenos atmosféricos abandonan su condición de real para centellear como imágenes y visiones 9 . La ocasión separa aquello que la iconografía y la literatura habían producido como un todo: el cuerpo del animal por antonomasia, el caballo, quedará ahora, por una operación de la imaginación saeriana, despojado de algunos de sus atributos, y sustraído de la lógica material que contabiliza cuerpos según la emergente racionalidad capitalista. Presencia continua y turbadora en varias de sus ficciones, los caballos reaparecen en La ocasión como tropilla salvaje que irrumpe en la llanura, y adquiere aquí, junto al paisaje, una consistencia plástica para ser, antes que materia efectiva del mundo, un borrón en la línea del horizonte:
El borroneo leve, móvil, que alteraba la línea en la que cielo y tierra gris se juntan, se ha transformado en una mancha nerviosa, alargada, que empieza a cobrar relieve sobre la línea horizontal, y poco a poco, […] se desagrega y se transforma en una infinidad de puntos, y después de manchas oscuras que se sacuden y que van agrandándose, progresivas, y levantando un rumor […]. La enorme tropa de caballos oscuros que se acerca a toda velocidad alborotando el desierto un poco adormecido […] masa sombría y palpitante, de una multitud unificada por todos sus miembros y al mismo tiempo dispersa en cada uno de ellos. [...] Vigorosos, disciplinados y salvajes, parecen la pasta arcaica del ser desplazándose como un viento cósmico, dividida en un número indefinido de individuos idénticos [que cuando se alejan por el lado opuesto del horizonte] revela[n] la naturaleza insidiosa de su aparición fugaz y problemática, de materia rugosa o de visión. (Saer, La ocasión 28-32).
Como en “El intérprete” (La mayor) lo que viene desde el horizonte irrumpe primero como presencia plástica y luego se corporiza, se vuelve materia rugosa, piel, músculos y nervios, para recobrar después su presencia de mancha; no se trata en este caso de un malón indio ni de una avanzada del ejército, sino de una tropilla salvaje que irrumpe el aislamiento de Bianco, dejándole una doble preocupación, una contemporánea de sus cavilaciones, ¿cómo contabilizar y domesticar esos cuerpos dispersos?; una anacrónica, de la que participa el narrador, ¿cuán real es esa aparición?
Esta escena recupera, según puede constatarse en el dossier genético de La ocasión 10 , algunos fragmentos de La guerra al malón (1907) de Manuel Prado 11 , en particular, el episodio sobre el robo de una tropilla reunida y cuidada especialmente por el coronel Villegas:
Formó un grupo de seiscientos caballos blancos, tordillos o bayos claros, destinados a servir de reserva o para el combate. Y aquella masa que de lejos parecía una bandada misteriosa de fantasmas, llegó a obtener renombre en la frontera. Los blancos de Villegas infundían terror en el aduar del salvaje; y no hubo malón que se atreviese a desafiar la rapidez y el aguante de aquellos fletes insuperables. Cuando el “3º de fierro” se enhorquetaba en su reserva parecía una tropa de titanes volando en alas del huracán (Prado 84-5).
Los “blancos” son el motín más preciado del desierto y los indios realizan un golpe maestro al llevárselos, poniendo en ridículo el honor de Villegas y la seguridad del campamento. Narrado en dos capítulos, el episodio concentra un gran interés dramático: Prado se detiene en la psicología de los soldados, pinta el perfil terrible del coronel y narra con dinamismo las escenas de guerra contra los indios en las tolderías. La escritura de Saer produce un trabajo de condensación y depuración: lo que resta del “robo de los blancos” es una pura imagen, una tropilla ciega que atraviesa el horizonte sin jinetes –ni indios ni soldados− que se disputen su dominio, sustraída incluso del afán utilitario y comercial de Bianco, que, fascinado ante la aparición, no puede calcular exactamente el número de caballos y corre detrás de ellos infructuosamente. Lo que resta del relato de Prado, como si Saer hubiera tamizado esa historia de frontera y trabajara con el sedimento concentrado de su narración, es la cualidad sublime de la tropilla, debida en gran parte a su carácter fantasmal y a su aparición en masa: “Y aquella masa que de lejos parecía una bandada misteriosa de fantasmas” (Prado 84) que Prado asocia a las ideas de huracán, tromba, tropa de titanes y soplo.
Esa variación plástica que detiene al paisaje entre lo nítido y lo fantasmal, se reitera un poco más tarde, en la escena en la que Bianco, después de haber mirado extasiado la tropilla, decide regresar antes de lo planeado a la ciudad:
El hombre y los caballos, encastrados en la llovizna, bien nítidos a causa de los destellos húmedos y grises, tienen sin embargo algo de fantasmáticos en el campo liso y vacío y tan idéntico a sí mismo en todas sus partes, que a pesar del trote rápido, ellos parecen estar realizando una parodia de cabalgata en el centro exacto del mismo espacio circular […] hasta dar la impresión de que los cascos chapalean, en su pantomima monótona de cabalgata, en un charco de tinta (Saer, La ocasión 32- 33).
El escritor mantiene y exacerba las cualidades abstractas de la llanura −monotonía, vacío y uniformidad− pero tuerce su correlato épico: si en Ebelot, en Sarmiento y en Darwin, la extensión desmesurada era sinónimo de libertad y expansión, aquí es el movimiento el que se vuelve imposible, pantomima y simulacro, hasta que el mismo paisaje, sensible a sus elementos, termina empastándose en un charco de tinta.
BAJO LA PIEL DEL MUNDO
La lengua de La ocasión socava la candorosa convicción de Bianco sobre la superioridad del espíritu a partir de la potenciación material de su prosa y de la continua remisión a las superficies en, sobre y debajo de las cuales se asienta, discreto, para ausentarse, lo real. Se trata, para seguir una ocurrencia de Didi-Huberman sobre el arte escultórico de Giussepe Penone, de la posibilidad de “tocar el pensamiento” 12 :
[…] es verdad que, desde hace unos meses, sus pensamientos son semejantes a las hojas de los árboles, manchados de una especie de herrumbre, de un orín negruzco que destiñe sobre ellos o del que parecen venir impregnados, igual que un pedazo de metal enterrado durante mucho tiempo en el fondo del pantano, donde sustancias ignoradas y orgánicas han comenzado su disolución (La ocasión 180).
La voz narrativa toca el pensamiento de Bianco y el paisaje putrefacto lo conduce, inevitablemente, al exterior: “de modo que el aire enrarecido y pringoso que sale de sus pulmones, la bruma del horizonte […] pueden ser un fluido único, una corriente homogénea de la que lo interno y lo externo no son más que las dos puntas inciertas y fluctuantes” (180). Por eso, y a pesar del desagrado que le produce, Bianco se dedicará a explorar la expansión material que lo rodea, y sufrirá las mutaciones necesarias del explorador y del colono propietario. Efectivamente, antes de ir a presentarse ante sus vecinos, los Garay López, pasa seis meses viviendo en la intemperie durante los cuales aprende el idioma y despliega una mirada infinitesimal sobre el paisaje. Sin embargo, “metido bajo la piel de la llanura [y habiendo] cavado en ella sus propias galerías como un topo” (87), no busca asimilarse sino diferenciarse mejor de aquellos que lo rodean
13 .
Bianco rubrica con su cuerpo −sus caballos, el arma, la tinta y el papel− el límite de sus propiedades, adelantándose a la transformación que efectuará más tarde el alambrado de los campos, dispositivo, según sostiene Jens Anderman, que regula el pasaje entre topografía y tropografía, allí cuando el antiguo paisaje rural y sus habitantes desaparecen como sujetos históricos para convertirse en patrimonio literario y mítico de la nación 14 . La artificialidad pictoricista y explícitamente anacrónica de la novela y la desarticulación de los principales tópicos de la llanura indagan precisamente esa transformación; sin embargo, la contigüidad contagiosa entre cuerpo y territorio resiste y conserva, todavía, un resto enigmático, alojado no ya en las fuerzas del espíritu, como desearía Bianco, sino en la materia perecedera y engañosa: aquella que se dispersa en el flujo de los cuerpos innumerables de los caballos, pero también en la ilusoria proximidad de la carne de su esposa.
Gina es, en más de un sentido, el más allá de un cuerpo: flujo discreto y enigmático de una fuerza que se sustrae del dominio y de la propiedad; ensanchamiento vertiginoso de la piel, reproducción cuyo origen se desconoce. Su cuerpo es contiguo a la densidad opaca de la llanura, hecho de la misma pasta, y su rostro un territorio inextricable que a Bianco le gustaría reconocer a pesar de que nada se deslice en la superficie: “una simplicidad, tan diáfana y natural, podría ser la prueba, no de la inocencia que sugiere, sino de una desviación más grande” (Saer, La ocasión 101) 15 . Y una vez más, esa desviación estará concentrada en un detalle: Bianco recuerda que una vez, antes de casarse con Gina, la sorprendió mirando impasible una escena en la que un caballo intentaba penetrar a un yegua, y solo pudo distinguir cómo sus uñas intentaban arañar y arrancar un pedazo de corteza “como si toda la emoción que Bianco esperaba encontrar en la cara, ya hubiese descendido a lo largo de su cuerpo y estuviese evacuándose por las uñas ovales y filosas” (113).
En Ante la imagen, Didi-Huberman reflexiona sobre la cuestión del detalle en la pintura y advierte que el conocimiento acercado de la tela esconde una aporía, puesto que aquello que respondería a la fineza de la observación y a la voluntad de deslindar la totalidad en sus mínimas unidades significantes e iconográficas, termina encontrándose con “la tiranía de la materia”. Convendría pasar entonces de la superficie pulida del cuadro al espesor de la pintura, para encontrar en él no sólo detalles, sino trozos, un término que toma prestado de Proust, más cercano a la “duración temblorosa en lo visible” y al destello 16 . A diferencia del detalle como circunscripción perfectamente divisible del espacio figurativo y clave del espacio mimético, el trozo es una zona de intensidad coloreada, una intrusión que no puede nombrarse y que una vez descubierta permanece como algo problemático, provocando el derrumbamiento de la ilusión representativa e imponiéndose como soberanía de presentación de la materia pictórica. La ocasión se “acerca” a fragmentos reducidos de los cuerpos, no como detalles sino como trozos matéricos, y es allí cuando la delicada mano de Gina o el absceso de pus en el dedo de Bianco se vuelven síntomas y alojan, transitoriamente, fulguraciones de lo enigmático.
Del trozo a la expansión de lo gigante, el cuerpo de Gina se sustrae a las deliberaciones de Bianco y el paroxismo de esa materia se desencadena en una de las imágenes más pregnantes del texto. Cuando Bianco se arrodilla para ayudarla a bañarse:
Gina le parece enorme, casi infinita, prolongándose en círculos de carne que forman una vasta pirámide cuya cúspide, afinándose, parece ir a perderse en la penumbra del techo […] durante unos segundos le parece percibir, del otro lado de la piel, de la protuberancia dura del ombligo […] el magma de materia en acción, agitándose en combinaciones y en transformaciones sin límite, los charcos abigarrados de sustancia entrechocándose y entremezclándose, sin otra finalidad que esa fabricación constante de humores, de tejidos, de concreciones repetitivas, pasajeras, monótonas, inhumanas (Saer, La ocasión 189).
La mirada de Bianco intenta pasar de la superficie −la piel tensa del vientre, la mirada impasible− hacia lo que se desata en su interior, porque sabe que, si pudiera dominarla, sería toda la materia la dominada. Sin embargo, como señala Susan Stewart, al revés de la miniatura, que representa lo íntimo y lo doméstico, lo gigante se abre hacia lo infinito, y guarda una relación fundamental con el paisaje y la naturaleza; y como fundamento del origen de la historia natural y de la historia política, representa siempre un exceso inaprensible.
OTRO EPISODIO DE FIEBRE AMARILLA EN LA CIUDAD
La lengua de La ocasión conjura y morigera el misterio que, reiteradamente, obsesiona a Bianco. El núcleo sentimental de la novela, la presencia creciente de los celos y la imagen perturbadora sobre la que la narración insiste agudizando su propio voyeurismo encuentra un desenlace inesperado que una vez más se aplica con obstinación sobre la piel, pura superficie material que el personaje desdeña. Como se recordará, el amigo y joven doctor Antonio Garay López, sobrio y elegante, con inclinaciones literarias y filosóficas, heredero de la élite criolla de provincias y descendiente melancólico del fundador Juan de Garay, cobra para Bianco dimensiones inesperadas cuando constata con perturbación el parecido físico que guarda con Gina:
parecían hechos de la misma sustancia, la misma pasta elástica, juvenil y nerviosa que había sido amasada de una sola vez y después repartida en dos mitades iguales para darles forma y soltarlos al mundo, llevando siempre la marca del origen común, e incluso la diferencia de sexo parecía borrarse (Saer, La ocasión 134-5).
La versión paranoica del origen de Bianco y Gina, como si fueran de la misma pasta –o formaran parte del mismo soplo que anima a los caballos y a la llanura– exacerba su propia extranjería y ha sido analizada como una semejanza siniestra que trasciende incluso voluntad y deseo y se constituye como la exteriorización de la materia que Bianco no puede someter 17 . Sin embargo, ese retrato ligeramente feminizado de Antonio Garay López (rostro excesivamente pálido y miembros delicados) sufre una fuerte transformación cuando éste regresa a la ciudad. Lo que alcanza a ver Bianco cuando vuelve a su casa después de haber recibido el extraño dístico profético de Waldo, es la versión grotesca y degradada de su caro dottore, desaliñado, con la cara hinchada y la piel de un rosa vivo encendido. Como se señaló antes, entre el material prerredaccional de La ocasión se encontraron abundantes anotaciones sobre las causas y sintomatología de la fiebre amarilla. La voz narradora abandona aquí la hipótesis filosófica del apeiron para moderar una descripción naturalista que, con ojo clínico, sigue metódicamente los síntomas de la enfermedad y describe el aliento fétido, la coloración roja sobre el rostro, y más tarde el violáceo amarillento y los puntos rojos que van cubriendo la piel. Sin embargo, más allá de esa documentación clínica que Saer efectivamente acopió entre sus cuadernos, la brusca aparición de Garay López en la ciudad evoca otros sentidos condensados en el imaginario de la época, no solo en relación al discurso higienista sino también al carácter dramático y épico de aquellos comprometidos en la cruzada contra la fiebre 18 .
En 1871 Juan Manuel Blanes pintó Un episodio de fiebre amarilla en Buenos Aires, uno de los cuadros más famosos de la historia del arte argentino 19 . El masivo impacto que produjo puede comprenderse cuando se observa que el cuadro condensa una serie de sentidos sociales que estaban en conflicto durante su ejecución. En primer lugar, la imagen fue tomada por Blanes de un episodio efectivamente ocurrido y difundido en numerosos periódicos de la época: se había encontrado el cadáver de una joven mujer italiana, Ana Bristiani, de cuyo pecho un niño intentaba amamantarse en un cuarto de conventillo de la calle Balcarce. Los miembros de la Comisión Popular fueron representados en el cuadro por los retratos de Roque Pérez y Manuel Argerich, quienes iban en general acompañados de fuerzas policiales. Como se recordará, el lienzo muestra en primer plano las imágenes idealizadas de la mujer y del niño recostados en el piso del cuarto, mientras que en el margen izquierdo del cuadro se alcanza a ver el cadáver del padre tieso y acostado en su lecho. En el umbral de la puerta que divide lumínicamente la imagen entre el exterior iluminado por la luz diurna y el interior en sombra, se hallan tres personajes: el muchacho, seguramente otro inmigrante que ha dado aviso del lamentable hallazgo, y los ya mencionados Roque Pérez y Manuel Argerich, abogado masón el primero y médico el segundo, que miran respetuosamente la escena en un gesto de detención y recogimiento. Laura Malosetti Costa analiza las importantes variaciones entre el primer boceto de la obra y el lienzo terminado y encuentra allí, en las diferentes poses y gestos de los personajes, la conversión de “la crudeza y el morbo de la noticia en un objeto codiciable, apetecible, en un recuerdo ‘civilizado’ de la peste […] un tránsito del pathos al ethos, de la barbarie a la civilización” (Malosetti Costa, Los primeros modernos 78).
El episodio saeriano de la peste parece invertir gran parte de la codificación visual y política del cuadro de Blanes. En primer lugar, Blanes buscaba exaltar los valores heroicos de la ciencia y el progreso y señalar, además, a los inmigrantes como los responsables por la difusión de la enfermedad 20 . Dos veces Bianco visita a Garay López durante su enfermedad para obligarlo a confesar sobre su relación con Gina, pero se encuentra con una declaración inesperada: fue él quien llevó la epidemia a la ciudad cuando, asustado, huyó del Hospital de Buenos Aires al darse cuenta de que al menos dos pacientes morían de fiebre amarilla. El esquema de la culpa se revierte: resultará entonces que un habitante legítimo de la civilización, hombre de ciencias y descendiente de conquistadores es quien dispersa la enfermedad, no por causas heroicas sino porque teme el contagio. Pero además, es Bianco, al fin de cuentas, un inmigrante “italiano”, el que lo visita en su lecho de muerte. Saer radicaliza la desacralización del episodio y se comporta como un verdadero pintor naturalista al describir detalladamente los estragos corporales de la enfermedad. A diferencia de la idealización que practica Blanes, embelleciendo
a la mujer y borrando los síntomas de la fiebre –sorprende la blancura y el aspecto “saludable” del cadáver– y soslayando en la sombra el cuerpo del padre, la pintura de Saer focaliza en el cuerpo enfermo:
Enteramente desnudo, Garay López está tirado en la cama, sin almohada, inmóvil, los ojos bien abiertos clavados en el techo, y aparte del cabello y de la barba renegridos y de los pelos del pubis renegridos, toda la piel de su cuerpo es amarilla, azafranada, y, a causa del sudor, relumbra un poco contra las sábanas empapadas. No solo tiene el olor, sino también el color de la paja descompuesta (Saer, La ocasión 206).
En contraste también con la deferencia respetuosa de los representantes de la Comisión popular, que en el cuadro final de Blanes se han sacado el sombrero en señal de respeto y se detienen ante la imagen desgarradora, Bianco se adelanta y golpea suavemente con su bastón la mejilla tiesa de Garay López y lo instiga para que confiese. Por último, en el cuadro hay una oposición clara entre la oscuridad del interior del conventillo y la luz que viene del exterior, “una luz sanitaria”, la llamará Daniel Santoro, porque viene precedida del dúo de doctores que le oponen, a la cruz que apenas se distingue sobre la cabeza del hombre muerto, la luz de la ciencia y el progreso, la luminaria del estado que llega para salvar, pero también para señalar, a los infectados. Los hombres, a contraluz, se recortan sobre el umbral y la atención lumínica se concentra en el pecho de la madre, convertida en un cuerpo deseable a pesar de la muerte. Saer borra las diferencias lumínicas entre el adentro y el afuera y, una vez más, fuerza una correspondencia entre el paisaje y aquellos sujetos hechos “de la misma pasta” que le da forma a la llanura:
Es igual que si los mismos cambios de color que contaminan la luz del sol, el horizonte y el follaje, estuviesen produciéndose en la piel humana, como si el mundo estuviese cambiando y las sustancias caprichosas que, combinándose entre ellas, […] hubiesen decidido darle una apariencia extravagante, para variar el verde sempiterno de los árboles y el azul monótono del cielo (Saer, La ocasión 196).
MAGIA Y PRECARIEDAD
En el mundo desencantado de La ocasión, la antigua fascinación de la barbarie ha cedido su lugar a la precariedad de los cuerpos y su deriva. Así se presenta la historia del gaucho desertor del Ejército Grande, cuya existencia vagabunda, “lo absurdo de su propia vida de desertor, de animal incomprensible y desnudo” (147), lo aleja y lo acerca de su familia: “un montón de larvas oscuras y exangües reptando en la llanura vacía, bajo un cielo vacío” (147), que vive amontonada en el rancho, “esa ruina inenarrable […] con sus palos torcidos, […] esa especie de baldío cubierto de bosta y excremento de perros, de objetos rotos, inverosímiles e inútiles que había ido juntando igual que las vizcachas alrededor de su cueva” (148) 21 . El animal no es aquí “el revés sistemático de lo humano, el confín de donde provenía el salvaje, el bárbaro y el indisciplinado” (Giorgi 11) sino una fuerza que desfigura lo humano como empastamiento ciego y anónimo, en contigüidad con la vida comunitaria y subterránea de las vizcachas y la indefinición desfigurante de las larvas. Una contigüidad que clausura las dicotomías clásicas de civilización y barbarie porque es precisamente de esa precariedad de vida de la que emerge el acto fundante de la cultura: la muerte del padre violento y la emergencia inédita del don profético del tape Waldo 22 .
Como se recordará, esta historia encuentra su inicio en las batallas del Ejército Grande, pero su desarrollo es contemporáneo de la historia principal. La narración desanuda los flujos que trazan los personajes sobre la llanura: las apariciones esporádicas que el gaucho desertor hace en su rancho para embarazar a su mujer o violar a sus hijas mayores y las peregrinaciones milagrosas del tape Waldo y La Violadita, después de haber sido liberados de su padre por la acción justiciera de sus hermanos mayores. Waldo, que al presenciar el homicidio de su padre había gemido durante meses hasta callar por completo, recupera la posibilidad de hablar pero solo lo hace para lanzar oscuras profecías en dísticos octosilábicos. Cuando su fama empieza a crecer y ya han recorrido los caminos, pasan a la ciudad. Allí los visita Bianco para probar la autenticidad del fenómeno y advertir que finalmente Waldo no podía ser un mistificador, aunque fuera, igual que todos, extranjero de sus propias palabras: “ese don no le viene de las palabras […] el rumor condescerá durante unos instantes a transvasarse imperfectamente en palabras que serán, respecto de él, sin excepción, inevitablemente extranjeras” (Saer, La ocasión 175-6). Los versos confusos del tape Waldo reviven las esperanzas de sentido de “los que miran perplejos transcurrir sin razón aparente los días y las noches […] los que se mueren de hambre, de frío, de tristeza, en los baldíos borrosos de los arrabales” (219). La magia reaparece finalmente en la realidad más chata y precaria, regida por aquellos marginados de las guerras patrias: la hermana mayor de La Violadita, hija de un gaucho desertor y ex prostituta, y un sargento retirado de la Guerra del Paraguay. El mecanismo que activa el “don” y que perfecciona el dispositivo no es otro que el de una emergente empresa capitalista familiar que intercambia versos apenas audibles y difícilmente codificables por caramelos, billetes y regalos.
La historia de Waldo y su familia retoma, por último, una de las imágenes clave de la llanura, la ficción geológica del imaginario darwiniano:
Los llamaban de todas partes y ellos cruzaban el campo en todas direcciones […] hasta las cercanías de Córdoba, en los caseríos precarios que iban formándose en la superficie chata de la tierra más antigua del mundo, cubierta por el sedimento de continentes y de especies desaparecidas y molidas por el tiempo y por la intemperie, ese espacio irreal y vacío que los conquistadores ponían especial cuidado en esquivar (Saer, La ocasión 163).
En diálogo con la hipótesis evolutiva de Darwin 23 , Saer imagina la llanura como el futuro que le espera al resto del mundo:
Eran como una persistencia irrisoria que, desafiando sin saberlo la molienda cósmica que había puesto la llanura pelada como ejemplo de lo que les esperaba a los otros continentes, a las cimas supuestamente majestuosas y a las nieves ilusoriamente eternas, a las especies ávidas y en pretendida evolución, cruzaban al paso los campos desolados […] [y] aun los indios […] los dejaban seguir su camino (Saer, La ocasión 163).
Como ha sugerido Adolfo Prieto, Darwin sucumbe algunas veces a las “ensoñaciones cosmogónicas”, esos momentos en los cuales, capturado por una evidencia misteriosa del presente, se retrotrae imaginariamente al comienzo de los tiempos. Así, la comparación entre los hallazgos fósiles de la costa entrerriana y los de Carmen de Patagones desemboca en “un juego especulativo que no tarda en convertirse en verdadera imaginación poética, y los huesos, y las conchillas y las arenas se abren a la fascinante y novedosa descripción de un Génesis con plataformas continentales que se desplazan, con tierras que surgen del fondo del mar, con especies animales que transmigran y cambian” ( Prieto, Los viajeros ingleses 79). Seducido por el juego de las imágenes, estas ensoñaciones no caben en el lenguaje del naturalista y desbordan hacia lo poético 24 . También en Saer la ficción histórica se fuga hacia la espiral –poética y visual– de la imaginación geológica para amortiguar, sin embargo, su carácter sublime, porque ese paisaje chato y pelado, contingente 25 , es lo que les espera a las cumbres majestuosas y a las selvas espesas repletas de especies en pretendida evolución 26 .
ESPIRITUALISMO Y CAPITAL EN TIERRAS DE PROMISIÓN
Ni el magnetismo de la barbarie, ni los dotes del vidente, La ocasión permite observar el ocaso de las fuerzas extrañas que a fines del siglo XIX todavía se entreveraban y convivían con el proyecto de modernización del campo, una intersección que puede verse en algunos relatos de Lugones en los que conviven el progreso rural y la experiencia espiritista y científica 27 , porque si bien es cierto, como señala Fermín Rodríguez, que Bianco cumple, como colono, el programa civilizatorio modernizador, lo hace tomado por una fuerza ciega de la que incluso él parece ser, por momentos, un agente involuntario. Como señala Quereilhac, en Lugones cabría encontrar “la proyección fantástica de un sueño espiritualista: el despliegue fabuloso de la intensidad del espíritu por sobre la debilidad de la materia” (209). En La ocasión, por el contrario, el imaginario espiritista de Bianco se paraliza ante la otra “fuerza ciega” que lo anima: la racionalidad pragmática del progreso “licúa”, para tomar una metáfora de “El Psychon”, las posibilidades adivinatorias de Bianco y vuelve a mostrar su estrepitoso fracaso. Pero además, La ocasión se desentiende de las formas de la paideia nacional que había comenzado a movilizar el libro de Lugones porque, como subraya Dalmaroni 28 , el escenario pedagógico que aquí se ponía en juego se debatía entre dos niveles de enseñanza, la destinada a aquellos poco capacitados para aprender lo incógnito (“La fuerza Omega”, “El psychon”) y la educación de “los muchos que deben ser educados en una koiné normalizada por el amo” (Dalmaroni, Una república de las letras 112)
que no debe excederse en la “paciente integración pedagógica” si es que no se quiere poner en peligro el estado y la ciudad (“Yzur”, “Los caballos de Abdera”, “La lluvia de fuego”). La ocasión toca tangencial e irónicamente estos conflictos: Bianco fracasa en su comercio con las fuerzas extrañas y falla en su intento de transmitirle a Gina sus inquietudes telepáticas (con ironía la novela reitera las estampas casi infantiles y simplonas de las cartas que Bianco pretende, en vano, adivinar), sin embargo es quien puede, aún indiferente y ajeno a las preocupaciones del estado nacional, domesticar y conducir tanto las expectativas de la masa inmigratoria que lleva a los confines sudamericanos como las formas anticuadas de la oligarquía nativa representada en Juan, el hermano barbarizado de López Garay.
El último de los desplazamientos que ofrece la novela es el éxodo masivo de aquellos que huyen de la peste, entre ellos, Bianco y Gina a punto de dar a luz. La pareja se aleja hacia el campo y una vez más el paisaje se vuelve imagen cuando se desplazan lentamente en un carro tirado por bueyes: “se diría que […] alguien va tirando el paisaje entero hacia atrás, haciendo estremecerse a los bueyes y al carro a cada sacudida, igual que si estuviesen pegados a la alfombra beige que hace las veces de suelo” (Saer, La ocasión 210). La ironía final que le espera a Bianco es que será precisamente allí, en ese rancho filosófico minimalista, pensado para escribir su refutación a los positivistas, el lugar del pacto económico con Juan, el verdadero patrón del campo, que caerá rendido, nueva ironía, bajo el influjo material y venenoso del vientre en expansión, aquel cuya paternidad permanecerá desconocida.
CONSIDERACIONES FINALES
La ocasión captura las últimas luces del desierto en el umbral de su transformación definitiva y produce efectos de condensación y aceleración del tiempo, al abrir el paisaje nacional a su propio anacronismo y a la deriva crítica del origen. Saer desarticula la fundación histórico-política del Estado en términos de programa voluntario y épico de conquista para mostrar lo irrisorio de su implementación, fundada, entre otras cosas, en la deriva azarosa de un frustrado mentalista extranjero que, con indiferencia y algo de desprecio, cumple las expectativas del proyecto modernizador, aun cuando privilegiara en su fuero íntimo el espíritu por sobre la materia. Pero además, la novela atestigua el desencantamiento de las letras que fundaron la nación, desde la escritura embrujada de Sarmiento, fascinada ante la barbarie, a las prosas menores que intercambian Garay López y Bianco: cartas y contratos comerciales, y sobre todo, en relación a aquello que Bianco no logra escribir: la refutación a los positivistas que quizás le hubiera permitido recuperar sus dones adivinatorios y mágicos, cuando el rancho minimalista que le servía para pensar es ocupado por el lugar del pacto comercial. Ya sea mediante el arte predictivo del tape Waldo, las dotes visionarias de Bianco, o el presagio geológico darwiniano, La ocasión apunta a un futuro que se revela siempre como ininteligible y despojado de sus atributos románticos. Sin embargo lo que sí se sostiene y crece es la imagen de una pampa futura configurada por la mirada pragmática que proyecta alambrar los campos, fabricar ladrillos, fomentar la agricultura por sobre el modelo ganadero y exportar trigo para venderlo en los mercados europeos.
Ante los continuos fracasos de Bianco, incapaz de determinar si el hijo que espera Gina es suyo e incluso de adivinar el revés de los naipes, la narración reinscribe la pulsión material del ojo y de la mano, produciendo en la novela esa travesía que anunciaba el narrador de “Carta a la vidente”, del ojo a la mano: la musa manual de La ocasión recorre con aterrado fervor las pieles, texturas y superficies del mundo, para encontrar que la fuerza enigmática del espíritu y las formas menores de la magia campean todavía en la precariedad anónima de algunos cuerpos en la llanura, y también en lo que el desierto hace con ellos al dejarlos en esa región intermedia y exiliar de las imágenes.
Resumen:
Introducción
ROMPER EL HECHIZO
DESAPARICIONES EN UNA MANCHA DE TINTA
BAJO LA PIEL DEL MUNDO
OTRO EPISODIO DE FIEBRE AMARILLA EN LA CIUDAD
MAGIA Y PRECARIEDAD
ESPIRITUALISMO Y CAPITAL EN TIERRAS DE PROMISIÓN
CONSIDERACIONES FINALES