in Revista Chilena de Literatura
El agua que escapa del puño. Sobre la moral y la autoridad: un análisis de Cara de pan, de Sara Mesa
Resumen:
Este artículo parte de la noción de moral de Joan-Carles Mèlich para leer la novela Cara de pan como texto que trata de romper con la lógica funcional de la moral. La obra de Mesa expone una serie de cuestiones que apuntan a la problematización de ciertos códigos morales y sociales, desafiando la rigidez de los discursos oficiales según los cuales el mundo es el que es y es el mejor de todos los posibles. Mèlich defiende la idea de que nacemos en un mundo ya codificado, ordenado y (pre)establecido por la moral y sus marcos. Sin embargo, la moral no es ahistórica; es una construcción elaborada para estructurar y dar significado al mundo y, como tal, varía en función del sistema hegemónico. Las aportaciones de Mèlich, que pongo en relación con conceptos de Foucault, Butler o Esposito, me permiten establecer unas coordenadas teóricas desde las que desmenuzar la configuración de la moral y algunas de sus categorías y mecanismos.
Un puño, por muy cerrado que esté, siempre deja escapar el agua. Sara Mesa (“Entrevista”)
Dividida en dos partes, Cara de pan (2018) se erige sobre un escenario narrativo en extremo minimalista: dos personajes y, la mayor parte de la novela, un único espacio, que es un reducido rincón escondido entre arbustos en un parque. La historia, minimalista también, narra el inicio, el desarrollo y el final de la relación entre una niña de casi catorce años (Casi) y un hombre en la cincuentena (el Viejo). A Mesa le bastan estos escasos elementos y 136 páginas para exponer toda una serie de cuestiones que apuntan, por encima de cualquier otra dirección, a la problematización de ciertos códigos morales y sociales, estableciendo una suerte de juego con las expectativas de un lector en constante suelo resbaladizo y desafiando la pretendida rigidez de los discursos oficiales según los cuales el mundo –ordenado, homogéneo y aproblemático– es el que es y, en todo caso, es el mejor de todos los posibles 1 .
En el presente artículo, parto de la noción de moral desarrollada por Joan-Carles Mèlich en su Lógica de la crueldad (2014) para proponer una lectura de la novela de Mesa como texto que rompe con –o cuando menos cuestiona– la lógica funcional de la moral. Las aportaciones de Mèlich, que pongo en breve relación con determinados conceptos de Michel Foucault o Roberto Esposito, sobre todo, me permiten establecer unas coordenadas teóricas desde las que desmenuzar la configuración de la moral y, con ella, algunas de sus categorías y mecanismos. Pero la articulación de este marco teórico me deja también en disposición de una serie de herramientas con las que exponer los modos en los que la novela cuestiona esos elementos, así como las distintas autoridades que los resguardan.
Los planteamientos de Mèlich parten de la idea de que “nacer significa heredar un ‘mundo interpretado’” (Lógica 16), es decir, un mundo ya codificado, ordenado y prestablecido por la moral y sus marcos. Sin embargo, la moral no es ahistórica; muy al contrario, la moral es una construcción elaborada para estructurar y dar significado al mundo y, como tal, varía en función del sistema hegemónico propio de cada coyuntura histórica. En ese sentido, el “mundo interpretado” heredado al nacer es aquel de la moral específica del momento y del lugar concreto en el que se nace, regida en última instancia por el sistema dominante de cada época. Así, esa articulación hegemónica en particular es la que organiza y orquesta los marcos morales, esto es, en otras palabras, la que determina los modos de visibilidad, de representación y de relación propios del período histórico. En el análisis que sigue, nos sumergiremos en las contradicciones y puntos ciegos de la moral correspondiente a nuestro tiempo.
PROBLEMATIZANDO LA MORAL Y SU CONFIGURACIÓN
Sostiene Maryanne L. Leone que “the area behind the hedges, in which Casi and el Viejo meet daily, removed from the public’s gaze, allows for the development of a deviant friendship” (178). En efecto, solo en la medida en que está oculto de la mirada del resto de transeúntes, el lugar en el que se ven los personajes permite que su relación se desarrolle. Casi, que intuye lo anormal de sus encuentros con el Viejo, atisba los comentarios y las reacciones que estos suscitarían, por lo que teme continuamente que alguien los vea: “No debería haber nada raro en que esté allí sentada charlando con quien le apetezca […], pero aun así comprende que es mejor ocultarlo” (Mesa, Cara 31). La cuestión de la vigilancia, ya trabajada en otros textos de la autora como Cuatro por cuatro (2012), aparece en Cara de pan “para materializarse en forma de principios morales, en ningún caso exentos de ambigüedad, que funcionan, finalmente, como mecanismo […] de sanción y de dominación” (Ayete, “La propuesta” 92). De acuerdo con Mèlich, la moral puede definirse como
una trama categorial, un ámbito de inmunidad, una gramática, un marco sígnico y normativo que establece y clasifica a priori quién tiene derechos y quién deberes, quién debe ser tratado como “persona” y quién no, de quién podemos o debemos compadecernos y frente a quién tenemos que permanecer indiferentes. Más allá de sus “efectos negativos” (castigo, represión…) toda moral también es, ante todo y sobre todo, una gramática que (me) protege de la vergüenza y que, como tal, incluye y excluye, esto es, (me) ordena y (me) clasifica, distingue lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, lo que debe hacerse de lo que tiene que olvidarse. (Lógica 14)
Esta trama categorial o gramática que es la moral está constituida por categorías morales dispuestas en esquemas ontológicos, epistemológicos y normativos que determinan en primera y última instancia nuestro régimen de visibilidad y de representación, así como el lugar que ocupamos en el mundo. Cada categoría moral está conformada por pares dicotómicos que sesgan, codifican y formalizan nuestra percepción del entorno 2 . Esta configuración dualista recuerda sobremanera a los llamados “marcos epistemológicos” o “marcos de representación” de Judith Butler (13; 19), que no son sino marcos culturales de normalización que definen y regulan lo que es perceptible y el modo en que se percibe, es decir que encuadran, como si efectivamente de un marco se tratara, lo visible y la comprensión de ese visible mediante una frontera entre el interior y el exterior. Sin embargo, no debe olvidarse que todo encuadre lo es en la medida en que existe un remanente, por lo que hay un exterior constitutivo sin el cual la articulación de estos marcos no sería posible. La lógica resultante de esta configuración es una lógica de la exclusión, ya que deja tras de sí un cúmulo de excedentes. Son estos excedentes los que amenazan con desbaratar la estabilidad de los marcos, pues, tal y como lo expone la propia Butler, “algo excede al marco que perturba nuestro sentido de la realidad, o, dicho con otras palabras, algo ocurre que no se conforma con nuestra establecida comprensión de las cosas” (24) 3 . Ese algo que excede nos perturba, puesto que no entra en los límites del marco, de lo que se deriva que, definido por exclusión, seamos incapaces de concebirlo y de reconocerlo. Así, cuando los marcos prescriben lo que es humano, aluden a su vez a lo no humano; cuando aluden a la realidad, definen la ficción; al explicar la verdad, exponen lo que es la mentira; al precisar lo normal, fijan lo anormal. De la imposibilidad de aprehensión de los elementos remanentes resulta su catalogación como elementos “extraños”, “diferentes” o “defectuosos”: anormales 4 .
El rincón entre los setos convertido en refugio de los personajes divide el marco espacial de la novela en dos partes diferenciadas entre las que se establece un juego de tensión permanente: por un lado, el interior, que es el pequeño escondrijo de la niña y del Viejo, donde reinan la calma y algo así como la felicidad; por el otro, el exterior, que es todo lo que queda más allá de los setos, es decir, la sociedad y sus autoridades, sean estas reales o simbólicas. La polaridad entre ambos espacios es tal que podría hablarse incluso de un tercer personaje, conformado por todo aquello que está fuera del refugio del parque, es decir, la sociedad y sus autoridades, que imponen su mirada, que vigilan, que tratan de dominar y de condicionar lo que ocurre entre los setos. Al ponerse en relación estos dos espacios ocurre la transformación o, mejor dicho, el resquebrajamiento de esa configuración dualista de la moral. En otras palabras: la vigencia de las categorías morales se debilita, pues lo que en el exterior es catalogado como normal, es cuestionado en el parque, mientras que la normalidad entre los arbustos es radicalmente extraña a ojos del exterior. Lo que en el fondo se está planteando aquí es el enfrentamiento del individuo contra el grupo, que pasa por la lucha por rehuir los principios morales heredados y por no dejarse contaminar por un exterior que no acepta otra visión del mundo. Esto es, en resumidas cuentas, una apología de la diferencia.
Al contrario de lo que le ocurre al Viejo –quien, podríamos decir, es inmune o asintomático–, en la niña asoman los síntomas de ese marco sígnico y normativo que es la moral, una moral vuelta virus inoculado al nacer contra cuyas manifestaciones Casi combate de manera incesante a lo largo del texto. No parece arriesgado apuntar que, en este sentido, el gran conflicto que presenta Cara de pan es el de la disputa, tanto del personaje femenino como de los lectores que la acompañan, por refrenar el impulso del prejuicio y aproximarse a una suerte de grado cero de enjuiciamiento desde el que comenzar a mirar de otra manera. “Viejo, yo no puedo contarle la verdad a mi padre, y tampoco a mi madre. Ellos nunca lo entenderían”, expone Casi (40). La niña sabe cuáles son los límites, sin embargo, no deja de desestabilizar los marcos morales sobre los que se sostiene la imposibilidad de la confesión de esa verdad. Veamos, de la mano de algunos ejemplos, el modo en que el personaje femenino desestabiliza esos marcos morales. El primer paso para lograrlo consiste, obviamente, en identificar alguno de los múltiples imperativos sociales que prescriben cómo vemos, representamos, concebimos y nos relacionamos con el entorno. En el ejemplo que nos ocupa, se trata de un principio moral propagado por la autoridad familiar: “Como a todos los demás, la habían educado en la desconfianza hacia los desconocidos: no hablar con ellos, no aceptarles regalos, no fiarse en absoluto, etc.” (64). En segundo lugar, es necesario buscarle los descosidos al discurso moralizador. Casi lo hace de forma excelente: “Un conocido ha sido previamente un desconocido, esto es así por fuerza: si fuéramos por la vida negándoles la palabra a quienes no conocemos, jamás conoceríamos a nadie” (64-65). Finalmente, se tumba el precepto para poner en jaque a la moral: “¿Cuándo un desconocido alcanza la categoría de potencial amigo y cuándo se queda, solamente, en potencial peligro?” (65). La pregunta carece de respuesta, por lo que Casi concluye lo siguiente: “Está claro que el Viejo no entra en la categoría de amigos que su entorno desea para ella, más bien corre el riesgo de aproximarse a la categoría de maníaco o de depravado”, sin embargo, matiza ella misma, esto solo ocurre “en razón de su edad y de que no está con ella en el mismo instituto” (65). El mecanismo mediante el que se problematiza el discurso de la moral aprendido da como fruto la evidencia de la arbitrariedad de sus bases: el Viejo no puede ser su amigo porque no comparten edad y porque no asisten al mismo centro educativo, lo que implica la imposibilidad de una amistad con alguien mayor o menor (nadie sabe dónde están los límites) que, además, ocupa su tiempo en algo distinto que uno mismo.
Un caso similar ocurre con el ofrecimiento del Viejo de llevarle algo de beber a la niña. De nuevo, e inmediatamente, la mente de Casi trae a colación el código deontológico aprendido, y “recuerda a sus padres diciéndole que nunca, jamás, bajo ningún concepto, debe aceptar regalos de desconocidos” (25). A pesar del mandato moral producido y reproducido por la autoridad familiar, la niña acepta la bebida: al fin y al cabo, el adulto es amable con ella, solo se trata de un poco de agua y, además, no es que el adulto sea, en estricto, todavía un desconocido. Es fundamental, no obstante, subrayar algo más. Y es que, si en el primero de los ejemplos ha quedado reflejada la arbitrariedad de la moral, en este caso se demuestra que, muy al contrario de la imagen que de ella misma proyecta, la moral no es monolítica, es decir que está atravesada por tensiones y contradicciones. El desajuste que se produce en el funcionamiento de la moral ante el ofrecimiento del Viejo tiene fácil explicación: igual que los padres de la niña “le han enseñado a ser discreta y no hacer preguntas personales” (27), también le han enseñado a no ser maleducada, de ahí que, si el Viejo, antes de ofrecerle agua, “aceptó con amabilidad sus patatas […] ella no puede mostrarse ahora desconfiada ni desagradecida” (26). La moral no es situacional –es, advierte Mèlich, normativa, tiene una serie de principios y aspira a ser universal (“Disonancias” 105)–, por lo que evitar el choque entre varios de sus principios es, en determinados contextos y situaciones particulares, ineludible. Ante una circunstancia como la anterior, la moral parece bloquearse y el sujeto quedarse desarmado, teniendo que decidir entre dos opciones contradictorias, pues la distinción entre lo correcto y lo incorrecto ya no es clara, y el escudo que nos protege se resquebraja. La decisión –rota la inmunidad de la moral– dependerá de la espontánea, desordenada y singular respuesta de la ética.
LA SATURACIÓN DEL MARCO
La moral dota de legitimidad y de significado (que no de sentido) a la ordenación del mundo, y si es cruel lo es en tanto rehúye todo aquello que pueda suponer un problema, una contradicción o un cuestionamiento de esa determinada visión. Por ello, nos dice Mèlich, en la lógica cruel de la moral no caben “ni alteridad, ni extrañeza, ni disonancias, ni disidencias, ni transgresiones, ni perplejidades” (Lógica 22). No hay contratiempos, no hay sorpresas, no hay altercados posibles: todo ha de ser como se supone que debe ser y todo ha de desarrollarse del modo en que está previsto que se desarrolle. Cuando esto no ocurre, cuando, en lugar de lo mismo aparece lo otro –lo extraño, lo disonante, lo disidente, lo transgresor–, se ponen en funcionamiento operaciones de la moral encaminadas a la normalización del elemento perturbador. Así, subraya Mèlich, “la cuestión no es que el contenido de la moral sea cruel. Lo que es cruel es su lógica, que es muy distinto. Lo cruel de la moral no es lo que sus leyes dictan, o el contenido de estas, sino sus procedimientos” (Lógica 152) 5 , unos procedimientos cuya crueldad se manifiesta ya en el mecanismo mediante el que se desarrolla la facultad primera e intrínseca de toda moral: su capacidad ontológica, basada en el dualismo categorial al que más arriba me he referido.
Casi es una niña preadolescente “solitaria, acomplejada y torpe” (Mesa, Cara 30) que, en lugar de asistir al instituto, se esconde de lunes a viernes entre los setos de un parque hasta la hora de volver a casa. La niña padece lo que, según Jorge Avilés Diz, son “las características de lo que los psicólogos han dado en llamar la primera etapa de la adolescencia” (184), es decir, problemas de comunicación con los adultos, inseguridades derivadas de los cambios físicos y emocionales que empiezan a experimentarse, y ciertas dificultades de adaptación social, motivadas las más de las veces por una visión estereotipada de la apariencia física, pero también por los patrones de género/sexualidad dominantes. Para Maryanne L. Leone, quien se propone en su artículo la resituación de las nociones de discapacidad y de normalidad mediante un análisis que no olvida la perspectiva ecocrítica, existe la posibilidad de que Casi padezca un trastorno de la personalidad “characterized by deviations from cultural expectations regarding how one relates to oneself and others that cause difficulty functioning in a variety of situations” (165). El desconocimiento en la materia me impide apoyar o rechazar su afirmación, sin embargo, lo que sí cabe referir es que, para el objetivo de este texto, resulta indiferente la patologización del personaje. Es más, estos intentos de encasillamiento pueden interpretarse como reafirmación de la necesidad social de catalogar, describir y nombrar lo diferente; es decir, de asimilarlo dentro de los marcos morales prestablecidos. Unas líneas más abajo, no obstante, Leone subraya la nada casual abstención por parte de la novela de diagnosticar al personaje, aduciendo un silencio que pretende hacer consciente al lector de su tendencia a etiquetar a los individuos con habilidades sociales distintas (165). En cualquier caso, los problemas de adaptación al rebaño son obvios: Casi se siente distinta, incomprendida y oprimida por un entorno en el que la demanda de espacio parece, cuando menos, inexplicable; de ahí su decisión de huir y de buscar refugio en el parque.
El Viejo, por su lado, es un señor de vestimenta extraña cuya forma de hablar es asimismo llamativa: le cuesta pronunciar algunas palabras y no termina de controlar el volumen de su voz. Estas anomalías son percibidas con rapidez por la niña, quien, sin embargo –otra vez el trabajo de desarticulación, en algunos casos inconsciente, de los marcos morales y de sus normas de decencia– no tarda en comprender “que esa es, simplemente, su forma de expresarse” (Mesa, Cara 33). El Viejo, que está obsesionado con Nina Simone y es un experto en ornitología, ni trabaja, ni tiene amigos. Su afición por los pájaros no es accidental, como tampoco lo es su pasión por la cantante estadounidense. La cuestión de los pájaros es, como sostiene con acierto Avilés Diz, fundamental en la medida en que estos se convierten “en una suerte de trasunto de los personajes, produciéndose una identificación emocional con ellos” (183), razón que me permito complementar con otra, si se quiere, mucho más sencilla: la necesidad de explicar los motivos por los que un adulto merodea por un parque durante las mañanas de los días de labor con unos prismáticos en su mochila. Por otro lado, para Leone, la diversidad de pájaros que aparecen en la novela responde a otra motivación, pues, en su opinión, “by highlighting this diversity the narration puts forth that varied appearances and behaviors are both desirable and the norm” (176). En lo que respecta a Nina Simone, su figura cumple, de acuerdo con Avilés Diz, dos funciones: la primera, que tiene que ver con las letras de sus canciones, es semejante a la ejercida por lo pájaros, pues con su música trata de buscarse “una armonía, una consonancia con el estado psicológico de los personajes” (183). La segunda tiene que ver con la vida de la cantante, puesto que “como ellos, Nina Simone vivió a contracorriente […] y en contra de los comportamientos sociales considerados aceptables por la sociedad en la que vivió” (Mesa, Cara 183). Además de todo esto, como el lector descubrirá más adelante, el Viejo es fruto del incesto y en algún momento del pasado ha sido recluido en un centro psiquiátrico. Expone Leone, no sin el apoyo de fuentes especializadas, que la personalidad del Viejo podría corresponderse con la personalidad de una persona con autismo: “El Viejo’s atypical intonation, misinterpretation of social situations, focus on limited interests, tendency towards one-way communication, lack of same-age friendships, and difficulty functioning in work and day-to-day environments point to autism spectrum disorder (ASD)” (164-65). Sin embargo, la autora resalta después las ocasiones en que el comportamiento del personaje se sale de los supuestos moldes del autismo, subrayando, de este modo, las dificultades de encerrarlo en la etiqueta de su posible trastorno (167; 170). En opinión de Avilés Diz, con el Viejo “descubrimos una serie de síntomas de lo que parece ser el síndrome de Tourette” (187). Es sin duda llamativo que ambos análisis de la novela se hayan detenido en tratar de poner nombre a la singularidad del Viejo cuando, en mi opinión, lo que hace la novela es, precisamente, rechazar la catalogación de sus personajes. Esto es, posicionarse en contra de las visiones monolíticas que tratan de apresar, describir y juzgar lo diferente presentando individuos de ficción inclasificables.
Se trata, como creo puede atisbarse, de dos individuos que comparten, por encima de cualquier otra cosa, soledad, marginación y una fuerte discordancia con el mundo al otro lado de los setos. Casi y el Viejo encarnan esa parte de la sociedad que no encaja, que no se adapta a la normalidad prestablecida y que, por lo tanto, se mantiene invisibilizada. En el caso de Casi, esa invisibilización es buscada, por cuanto es ella la que ansía no formar parte de un sistema cuya lógica no termina de entender. En cuanto al Viejo, la situación es distinta: la sociedad le ha dado la espalda hace tiempo y su estilo de vida, sus patrones de comportamiento y su forma de entender el mundo –radicalmente distinta a la dominante– se han consolidado con el paso de los años. Son precisamente ese estilo de vida y ese modo de entender el mundo y de comportarse los aspectos que llaman la atención de la niña: el Viejo ni se relaciona con ella como el resto de los adultos, ni parece comprender su entorno como correspondería a alguien de su edad. Se supone, pues de este modo se lo han enseñado, que si alguien mayor se relaciona con ella es porque quiere algo a cambio. Que el Viejo no quiera aparentemente nada de ella la confunde, y esa confusión –que nace de la ruptura con lo fijado desde el discurso moral hegemónico– no está exenta de la desconfianza propia de quien ha sido aleccionado por la lógica binaria de la moral:
¿Qué busca él en ella? ¿Está tratando de acercarse a la cuestión candente? ¿A su edad? ¿Al hecho de que una niña de su edad esté ahí, en el parque, recostada en un árbol a esas horas? Si se trata de eso, el viejo está dando rodeos para atraparla, como los depredadores que avistan sus presas y se toman su tiempo antes de saltar. Puede que esté aspirando a ganarse su confianza para después cazarla por sorpresa. (Mesa, Cara 16)
Esta actitud suspicaz de Casi muestra el modo en que, a pesar de sus particularidades, la niña está atravesada por los regímenes genéricos y sexuales dominantes (al fin y al cabo, el hecho de que los personajes se oculten en el parque ha de relacionarse también con su género, es decir, con la heterosexualidad hegemónica, pero también con los recelos sociales ante los viejos, por un lado, y con la sexualidad de las personas con problemas mentales, por el otro). En cualquier caso, ante un escenario como este, en el que la realidad se convierte en otra y comienza a cortocircuitarse el desarrollo de los acontecimientos previsto por la moral, esta actúa normalizando el elemento perturbador, para asimilarlo a su lógica, una lógica según la cual el Viejo tiene que ser malo por obligación, y si no lo aparenta es únicamente porque lo esconde. La rareza del adulto quiebra hasta la saturación el marco de referencia de Casi, suspendiéndose su código deontológico. Por ello, la niña “ya no sabe qué es lo correcto: ni lo correcto en general ni lo correcto para ella” (18). Con el tiempo, no obstante, las vacilaciones de la niña disminuyen, y aprende, entre otras cosas, “a no buscar interpretaciones en aquello que [el Viejo] dice ni en el tono que usa para decirlo”, tratando “de centrarse solamente en lo que dice, en las palabras desnudas y en sus efectos inmediatos” (34). El esfuerzo por dar, en este sentido, con la palabra desprendida de su connotación no solo cobra un papel preponderante en la novela –en la medida en que el trabajo de Casi por desmantelar el lenguaje insta a su vez al lector a volver su atención hacia él–, sino que, además, corrobora lo que ya es una constante en la literatura de la autora: la preocupación por el lenguaje. En el primer encuentro entre los personajes, el adulto sorprende a la niña leyendo una revista: “Yo también leo revistas, dice [el Viejo], ¡pero las mías tratan sobre pájaros! La niña, extrañada, murmura: ¿pájaros?, pensando que quizá, al decir pájaros, el viejo se refiere a otra cosa, y que le está lanzando una indirecta” (10). La desconfianza inicial de Casi en las posibles dobleces de las palabras del Viejo empuja al lector asimismo a la sospecha. Si en textos como Un amor (2020) la preocupación por la adulteración del lenguaje se evidencia mediante el aprovechamiento expreso de la multiplicidad de implicaciones contenidas en determinados vocablos y expresiones, Cara de pan muestra la misma preocupación, pero mediante la técnica opuesta, es decir, mediante la búsqueda de una resignificación que es la del retorno al significado primero.
LA NORMALIZACIÓN DE LOS EXCEDENTES
Retomo ahora la referencia que he lanzado hace un momento a propósito del internamiento del Viejo en un centro psiquiátrico para reflexionar sobre uno de los ejes temáticos fundamentales en el imaginario de la autora: el choque contra la autoridad, que no es sino otra representación del conflicto entre el individuo y el grupo 6 . Me atrevería a decir que en Cara de pan son visibles hasta cinco tipos de autoridad: la autoridad médica, la autoridad escolar, la autoridad familiar, la autoridad policial y la autoridad de la palabra escrita, todas ellas encargadas de establecer, de un modo u otro, esa “cruel línea de diferenciación entre lo que la moral debe preservar y lo que puede ser exterminado o simplemente ser abandonado” (Mèlich, Lógica 174-75) 7 . La moral desarrolla mecanismos de asimilación de la diferencia que tratan de normalizar (homogeneizar) lo considerado anormal. En la conferencia radiofónica de Foucault que lleva por título “Las heterotopías”, el francés se refiere a ciertos “lugares reales fuera de todos los lugares” con el nombre de “contraespacios” o “heterotopías” (El cuerpo 20-21). De entre las heterotopías, Foucault distingue las llamadas heterotopías de desviación, definidas como aquellos lugares “reservados a los individuos cuyo comportamiento es marginal respecto de la media o de la norma exigida” (23). Ejemplos de estas heterotopías de desviación son las prisiones, los centros de reinserción, los centros para personas con discapacidad o los centros psiquiátricos, pero también las escuelas, en la medida en que cumplen con varias de las características generales de las heterotopías: son lugares de transformación, aislados, cerrados sobre sí mismos e inherentes a la comunidad social (21-28). En estos espacios actúa el llamado poder disciplinario, un poder cuya función primera es la transformación de las conductas mediante el moldeamiento de los cuerpos de los internos, unos cuerpos de los que se espera docilidad para extraer utilidad (Vigilar 199). El objetivo de estos centros de institucionalización o heterotopías de desviación es amoldar el comportamiento de los individuos hasta hacerlo encajar con el modelo dominante, o, en otras palabras, el de obligarles al cumplimiento de las normas y de los códigos sociales y morales 8 .
De entre los recuerdos que el Viejo guarda de su período de internamiento en un centro de salud mental destaca el siguiente:
Lo peor fue al principio. Lo encerraban en su habitación cuando se ponía nervioso, lo cual lo ponía más nervioso aún. Lo forzaban a tomar medicinas aunque él no había dado su consentimiento. ¡No doy mi consentimiento!, protestaba, pero en cuanto abría la boca para quejarse le metían una pastilla, y a veces lo sujetaban entre varios y le inyectaban calmantes. Este tipo de cosas las hacían con todo el mundo, para tenerlos bien calmados, ¡y todavía tenían que agradecer que ya no se aplican electroshocks! ¡Ahora lo llaman terapias electroconvulsivas! ¡Pero te fríen la cabeza lo mismo! (Mesa, Cara 83)
La autoridad médica toma a aquellos individuos que, por un motivo u otro, no encajan en el patrón de comportamiento normalizado y proceden a encerrarlos en lugares específicos donde se intenta –en el caso del Viejo mediante la medicación y la violencia médica– controlar sus cuerpos, unos cuerpos que, en la medida en que no respetan los límites de lo aceptable, deben ser dominados y transformados en cuerpos dóciles, es decir, en cuerpos integrados e institucionalizados.
De acuerdo con Mèlich, los elementos excedentes que con mayor virulencia se constituyen en amenaza para la lógica de la moral son aquellos que adoptan la forma de lo monstruoso. Se trata de figuras que no entran en la categorización moral, por lo que “no hay lógica capaz de dar cuenta de su radical heterogeneidad” (Lógica 204) 9 . Mèlich, arguye que estas figuras monstruosas son imprescindibles para la moral “para dar ejemplo de lo que no se debe hacer, decir, o pensar, lo que no se debe ser. Son sus referentes inmorales”, que vienen a funcionar como la “cara oculta” de la moral (205). Por supuesto que estos referentes funcionan como modelo de lo indeseado y por supuesto que ayudan “a la moral a mantener el orden” (210), sin embargo, su función va mucho más allá, pues son estos excedentes, estas figuras de lo monstruoso, los que permiten que la moral se constituya, es decir, que exista, se articule y se ponga en funcionamiento, de ahí que siempre, ineludiblemente, están presentes, aunque lo hagan espectralmente (210). En todo caso, en el proceso de asimilación de la diferencia, advierte Mèlich que lo extraño pierde su heterogeneidad y, con ella, su naturaleza amenazante (210). Pero ¿por qué es amenazante lo diferente? En primer lugar, porque, pese a estar siempre ahí, cuando aparece produce una desestabilización de la narrativa dominante, quiero decir, de la visión del mundo heredada y sostenida por la moral –recuérdese que, de acuerdo con esa narrativa, el mundo es ordenado, homogéneo y aproblemático–. En segundo lugar, porque con ella nace el riesgo de su propia propagación, esto es, del contagio. En la filosofía de Esposito, el riesgo al contagio tiene un papel fundamental en el llamado paradigma inmunitario de las sociedades occidentales actuales. De acuerdo con el italiano, la alteridad se traduce bajo la lógica inmunitaria en la amenaza de la que la comunidad debe protegerse y defenderse en la medida en que en el contacto con el otro se halla la posibilidad del contagio. Sin embargo, afirma Esposito que:
lo que permanece invariado es el lugar en el cual se sitúa la amenaza, que es siempre el de la frontera entre el interior y el exterior, lo propio y lo extraño, lo individual y lo común. Alguien o algo penetra un cuerpo –individual o colectivo– y lo altera, lo transforma, lo corrompe. El término que mejor se presta a representar esta mecánica disolutiva […] es “contagio”. Lo que antes era sano, seguro, idéntico a sí mismo, ahora está expuesto a una contaminación que lo pone en riesgo de ser devastado. (10)
La diferencia corrompe, altera, transforma lo idéntico. Para evitar esta alteración, aquello que amenaza con hacerlo debe ser rechazado y excluido de la comunidad. El mecanismo de exclusión propio del paradigma inmunitario es el de la inclusión excluyente. La amenaza es, según este mecanismo, excluida de lo común mediante su inclusión, del mismo modo que “el veneno es vencido por el organismo no cuando es expulsado fuera de él, sino cuando de algún modo llega a formar parte de este” (18). Este ‘llegar a formar parte’ de aquello a lo que se amenaza con destruir no es sino la asimilación de la diferencia anteriormente apuntada, y perpetrada en mayor medida por las heterotopías de desviación foucaultianas, unas instituciones de normalización que a pequeña escala funcionan moldeando conductas, pero que, macroestructuralmente, operan tratando de homogeneizar la heterogeneidad inasimilable por la lógica de la moral. Si la diferencia persiste tras haberse sometido a los procesos de normalización, tan solo queda invisibilizarla para ignorarla. Así, puede decirse que la moral opera ocultando y marginando lo diferente, lo problemático y lo contradictorio con el fin de perpetrar una visión del mundo determinada.
Al ser encerrado en un espacio aislado de la sociedad y sometido a procesos distintos de normalización, la radical alteridad del Viejo es neutralizada. Buena parte de la pérdida de ese poder amenazante de lo extraño se obtiene del aislamiento, por cuanto ser encerrado responde a la consumación de uno de los mayores anhelos de la sociedad actual: la seguridad. En nombre de la seguridad, los individuos consienten la vigilancia, el control, la gestión y la administración de sus vidas. El Viejo es el elemento amenazante que hace peligrar la narrativa dominante por cuanto muestra que, en efecto, no todos somos iguales ni el mundo es transparente, ordenado y hermético. Hemos dicho que, según Esposito, en el contacto con el otro está el riesgo al contagio. En este sentido, para la lógica de la moral, el Viejo puede “contagiar” a Casi de su visión radical del mundo. De hecho, puede pensarse que la desestabilización del marco moral heredado se da desde el momento en el que el Viejo comparte con la niña su mundo (o su forma de ver/relacionarse con el mundo). Así, pienso en los momentos en que el Viejo insta a la niña a la contemplación y al estudio de los pájaros y sus distintas especies, por ejemplo, como momentos de luz en los que Casi logra atisbar la heterogeneidad del mundo. En todo caso, el Viejo es la alteridad de la que la sociedad inmunitaria ha de defenderse y protegerse, de ahí su período de institucionalización.
Pero el sometimiento de los individuos “anormales” se logra mediante procesos de disciplinamiento de índole diversa. Cuenta el Viejo que en la clínica únicamente era posible pasear “en los senderos autorizados y a las horas autorizadas”, por lo que “todos los internos estaban allí, forzados a verse y a saludarse” (Mesa, Cara 45), es decir, forzados a familiarizarse con los patrones impuestos de socialización en espacios públicos. Asimismo, el ocio individual estaba prohibido, por lo que era obligatorio realizarlo en compañía: “En la clínica […] formaban grupos continuamente. Grupos de lectura, de jardinería, grupos deportivos ¡y de juegos de mesa!”, sostiene el Viejo (45). La soledad es vista con suspicacia por la moral: para ella, el solitario no solo es raro, sino que es un peligro por cuanto escapa al control del rebaño.
La administración de lo extraño no se da, sin embargo, solo en el campo médico. Otro ejemplo en la novela del uso de dispositivos de homogenización se encuentra en la experiencia de Casi en el instituto. La autoridad escolar comparte con la médica su objetivo: enderezar conductas, naturalizar en los cuerpos los comportamientos aceptados por la moral. Igual que el Viejo, Casi es incapaz de adaptarse a la metodología de trabajo impuesta por su centro educativo: “Ahora, para evaluar, todos los profesores piden trabajos en grupo, pero ella no se siente cómoda trabajando con nadie”, se explicita en el texto (44). La separación del rebaño es intolerable, del mismo modo en que lo es el desinterés por la comunicación con el supuesto semejante. Así, Casi es obligada por la autoridad a formar parte de un grupo para la evaluación de sus conocimientos, a pesar de que, como bien arguye la niña, los grupos se organizan “para promover la igualdad […] pero consiguen justo lo contrario: debilitar a los débiles y fortalecer a los fuertes” en la medida en que “en los grupos siempre hay alguien que lleva la voz cantante, que manipula a unos y a otros por el simple gusto de dominar” (44). Mediante el trabajo en grupo se intenta que comportamientos no normalizados se integren en el sistema de comportamientos normales, es decir que lo que los grupos buscan en realidad no es sino invisibilizar las diferencias –promover la igualdad– o, lo que es lo mismo, rechazar por sistema todo aquello fuera de la normalidad. Para la lógica de la moral, incapaz de asimilar la singularidad de la soledad, un problema de integración solo puede solucionarse a través de la integración obligatoria. Cierta función tutelar de la autoridad educativa es fácilmente visible aquí: Casi debe intentar integrarse por su bien y por el de todos; la vida integrada es la vida mejor, la vida tranquila y corriente, la vida normal. Vivir a contracorriente es hacerlo de espaldas a la moral, lo cual no es sino una vida en contra del sistema.
Restan, llegado este punto, dos autoridades por analizar: la policial y la de la palabra escrita, dos autoridades cuya intervención en el plano argumental va, en cierto sentido, de la mano, pues es la segunda la que le abre de par en par las puertas a la primera.
Es relativamente frecuente que los personajes de Mesa escriban. En Cara de pan, Casi anota sus vivencias en un cuaderno del que el lector solo puede leer fragmentos cortos y concretos. Sabemos, porque así lo refiere el texto y porque así lo constatamos cuando leemos esos fragmentos, que Casi no es estrictamente sincera en su diario. Toda escritura contiene en sí misma el germen de la reconstrucción y, por tanto, de la fabulación, cuando no de la exageración o, como ocurre en la novela, incluso de la mentira. Conviene, sin embargo, atender a otro detalle añadido, y es que, como sostiene Philippe Forest, existe la tendencia a establecer una oposición entre la ficción y, digamos, el testimonio, quedando establecido un tablero de juego en el que, parece, la solución consiste simplemente en escoger entre uno u otro bando (221). No obstante, continúa Forest, el problema de la composición de ese tablero es que en él se olvida que “‘lo vivido’ no se distingue en absoluto de ‘lo ficticio’ cuando se enuncia según las reglas de un mismo modelo narrativo” (221). El modelo narrativo, que es en nuestro caso el correspondiente al formato del diario, es por tanto fundamental. El formato del diario dota a lo escrito de cierto halo de verdad. En otras palabras: parece que lo anotado en un diario tiene que ser, por el simple hecho de aparecer donde aparece, verídico, al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en un cuento en el que, de la mano de varios personajes, se relata el mismo suceso. La discusión en torno a la supuesta dicotomía entre realidad y ficción no es en absoluto baladí, y así lo demuestra la novela con el acontecimiento que lleva hacia el desenlace de su primera parte: los padres de Casi dan con su cuaderno, lo leen y, por supuesto, creen real lo que eran fabulaciones de una niña con tiempo libre, imaginación y deseos de tener algo interesante (romántico) que contar. El diario es llevado a la policía, el Viejo encarcelado y Casi obligada a asistir a sesiones con una psicóloga. “Pero el Viejo no había hecho nada. Ella, en realidad, tampoco. Solo lo había escrito. Su letra infantil, redonda, se había hecho peligrosa, acusadora” (Mesa, Cara 118). El inocente ejercicio escritural de la niña –el poder de la palabra escrita– se convierte así en la prueba que termina por encerrar a su amigo, sujeto este último por segunda vez institucionalizado en un contraespacio encargado de promover su encauzamiento.
Cuando la autoridad policial se presenta ante Casi para interrogarla sobre el supuesto suceso, esta es incapaz de explicar la verdad, por lo que sus respuestas, en lugar de ir encaminadas hacia la exculpación del Viejo, sirven a un propósito contrario, y es que, como expone la novela, “era más fácil creer que había pasado todo antes que admitir que, posiblemente, no había pasado nada” (113). Pero ¿por qué? ¿Por qué es más fácil dejar que policías y familiares crean lo leído que luchar por desmentirlo? La respuesta es, en el fondo, sencilla. En el diario se han ido narrando los periódicos encuentros en un parque entre una niña y un adulto, unos encuentros que han ido sucediéndose en las mañanas de días laborables. Las últimas anotaciones del diario –en las que se sobreentiende el relato de cómo el Viejo intenta abusar de Casi– son, a ojos del lector externo (a ojos de los padres y de los agentes de la ley), continuación lógica de los episodios anteriores. El peso del esquema genérico-sexual dominante brilla aquí en todo su esplendor. Es, por tanto, más verosímil para las autoridades creer que el viejo ha abusado de la niña, que creer que la niña se lo ha inventado absolutamente todo. Y es, efectivamente, más verosímil por cuanto se adapta a los moldes de la moral, que dictaminan que el abuso es sin lugar a duda lo esperable, en la medida en que en la lógica (cruel) de la moral no entra que el Viejo no desee a la niña. De este modo, en el relato ficticio del diario pasa lo que tiene que terminar pasando: la moral no acepta sorpresas, todo ha de sucederse según lo previsto, y lo previsto es aquí, y teniendo en cuenta los antecedentes, que la extralimitación ocurra 10 .
¿Qué es lo que pasa, sin embargo, en realidad? Al contrario de lo que Casi cuenta en el diario, es la niña la que trata de acorralar al Viejo. Y es que Casi siente que “no puede quedarse sin una historia que contar. Necesita una historia que contar” (95), necesita sentirse atractiva por un momento, sentirse normal, como las chicas de su clase y sus novios; y, como el Viejo no da el primer paso, es ella quien lo da. Por supuesto que esa necesidad de tener algo que contar responde al deseo inconsciente de la niña –producido y reproducido hasta la saciedad por autoridades como la familiar o la educativa– de formar parte de un grupo, de encajar con sus semejantes. Pero también tiene que ver con el deseo (in)consciente producto de unos marcos de género/sexualidad concretos. Así, dominada por una lógica de la verosimilitud muy similar a la que he apuntado antes en relación con el diario, el marco categórico e interpretativo de la moral regresa con fuerza a la niña de la forma que sigue:
Los hombres no pueden ser amigos de las niñas, le han dicho siempre, y aún más: es imposible que un viejo se haga amigo de una niña. El viejo engaña, tiene intenciones ocultas, intenciones sucias. Esto es lo natural, no lo contrario, y lo que se diga de este viejo en minúscula es también aplicable al Viejo en mayúscula, al Viejo en concreto, a su Viejo, barriendo así todas sus particularidades y excepciones. (95)
La moral, hemos dicho, es totalizadora, luego no atiende a singularidades. La crueldad inherente a su articulación reside en la universalización, es decir, en la asimilación de la diferencia. En la lógica de la moral, las particularidades del Viejo no pueden sino desaparecer en favor de la generalización. Ahora el Viejo es, en efecto, solo un viejo y, como tal, su idiosincrasia debe corresponderse con los patrones naturalizados, unos patrones que fijan y estipulan, en este caso, las intenciones (ocultas) del adulto. Pero el Viejo no es un viejo cualquiera, y como tal, su comportamiento disiente del supuesto, por ello,
el Viejo no percibe el cambio en ella, la determinación que de pronto hay en ella […] Viejo, le dice, pero no sabe cómo continuar. Viejo, repite, y lo mira suplicándole colaboración sin que él entienda. ¿Qué pasa, Casi? ¿No quieres probarlas?, dice, ofreciéndole de nuevo las patatas. No, dice ella, y enseguida, como un chispazo –¿y de dónde vendrá esa intuición, esa sabiduría?–, no me encuentro bien, me duele aquí, en la pierna. ¿En la pierna? […] Sí, me he caído, y gime, pero su gemido es cantarín, poco creíble. El Viejo se levanta, se acerca, déjame ver, dice, justo lo que ella quería oír […] En un arranque, ella se baja el pantalón. (100-01, cursivas mías)
En su estudio sobre la educación sentimental de las mujeres durante la transición española, Marta Sanz reflexiona sobre el papel de los referentes culturales en la conformación de los deseos y del imaginario amoroso de las niñas y adolescentes de la época. A propósito del cine del destape, Sanz elabora una lista de actrices que, en su opinión, han funcionado como modelos cuyas “lecciones de seducción” han terminado por constituir el inconsciente erótico femenino (133-34). Así, advierte la autora del “peligro de las imágenes, [de] lo trascendente de la iconografía pintada, filmada o escrita, para construir nuestra idea del amor” (15). Es precisamente de la naturalización y normalización a través de la retórica y del lenguaje de la iconografía pintada, filmada o escrita a la que ha tenido acceso Casi de donde viene “esa intuición, esa sabiduría” que la mueven a mencionar una molestia en la pierna y a gemir para que el Viejo se aproxime. Sin embargo, para hallar el lugar primero de esa intuición es necesario escarbar un poco más. Pierre Bourdieu arroja algo de luz sobre la cuestión cuando afirma la inseparabilidad de la llamada intuición femenina “de la sumisión objetiva y subjetiva que estimula u obliga a la atención y a las atenciones, a la vigilancia y a la atención necesarias para adelantarse a los deseos” de los dominadores (46). Parece colegirse del planteamiento de Bourdieu que la intuición femenina no es sino el resultado de cierto sentimiento de obligatoriedad hacia la satisfacción de los deseos implícitos de los sujetos dominantes. Desde una perspectiva bourdiana, el intento de Casi de seducir al Viejo estaría motivado por la expectativa de deseo presupuesta por ella. Sin embargo, el Viejo no es simplemente un viejo; es decir que no se corresponde con los moldes predeterminados en la medida en que su diferencia es inasimilable por la moral: es un excedente. Por ello, ante la atónita e inmóvil expresión de la niña, el Viejo reacciona inesperadamente: “retrocede, se tapa la cara horrorizado […] ¿Qué haces, qué te he hecho?, pregunta, como si lo estuviese sometiendo a un castigo […] Tápate, Casi, susurra” (Mesa, Cara 101). La vergüenza que sentirá la niña posteriormente la llevará a plasmar en el diario la versión opuesta (la esperable según los cauces de la moral) de los acontecimientos.
En la segunda parte de la novela, los dos personajes se reúnen en una cafetería de la ciudad 11 . Arrancados de su lugar y obligados a exponerse en un espacio público, Casi y el Viejo parecen incapaces de conectar y de conversar como en el pasado. Sabedores de estar siendo objeto de la mirada y del juicio de los demás, ahora se muestran tensos e incómodos. Una relación como la suya, parece corroborarse, solo era posible a escondidas, de espaldas a una sociedad y a un código moral en cuyos moldes no hay cabida para ellos. Cuando se disponen a abandonar el local, el lector accede por primera y única vez a una mirada distinta de los personajes: la mirada de la moral, personificada en la figura de la camarera, quien “los ve levantarse: el viejo ridículo, patético, con pinta de colgado y de enfermo, y la niña destartalada, con la ropa grande, creyendo que así oculta los kilos que le sobran, la niña acomplejada, rara y boba” (136). Y es que la moral es totalizadora, en ella no hay lugar para parcialidades: o se entra en el modelo o no. He dicho al principio de este texto que la moral funciona controlando el régimen de visibilidades y los marcos de interpretación. Por ello, ya no estamos ante el Viejo y ante Casi, sino ante un “viejo ridículo” y una “niña destartalada”. Los personajes son desprendidos de su particularidad al ser definidos (y juzgados) en función del marco de interpretación que rige la moral, en virtud del cual lo extraño es asimilado mediante el despliegue de prejuicios. El Viejo y Casi no cumplen ni con los códigos de vestimenta ni con los códigos de comportamiento, por lo que la configuración dualista de la moral solo puede definirlos haciendo uso de los polos negativos de cada oposición dicotómica: “ridículo”, “patético”, “colgado” y “enfermo” el Viejo; “destartalada”, “acomplejada”, “rara y boba” Casi. Sin embargo, esta definición es insuficiente para ese tercer personaje de la novela representado por las autoridades (es decir, por la moral), y lo es en la medida en que necesita mantenerlos inasimilables por cuanto, por un lado, constituyen esos referentes inmorales que sirven de ejemplo para la sociedad y, por el otro, funcionan como el exterior constitutivo, como el excedente que la moral requiere para su propia formación y articulación. Los referentes inmorales de Mèlich son, recuérdese, individuos cuya radical alteridad es inasimilable por la lógica de la moral. En este sentido, es importante señalar que la segunda parte de la novela insta a percatarnos de algo muy significativo, y es que, así como el Viejo consigue salir indemne de los centros de normalización en los que es recluido (es decir, consigue mantener invariable su alteridad), las sesiones de Casi en la consulta de la psicóloga no parecen apuntar ni hacia una reconducción de su conducta ni hacia cambio alguno de su visión del mundo. Así, podríamos decir que los dos personajes se nos presentan al final del texto como individuos que no han sucumbido finalmente a los procedimientos normalizadores de la moral y que, por tanto, persisten inasimilados.
Por supuesto que la normalidad se construye, tal y como arguye Lennard J. Davis, para crear el “problema” de las personas anormales (1), del mismo modo en que todas las categorías morales son construidas para crear los “problemas” de sus opuestos, unos opuestos que, como acaba de exponerse, son necesarios en tanto suponen la fijación de un marco epistemológico de referencia concreto dentro del que esos mismos opuestos ocupan el lugar del modelo indeseable. La moral es “un lobo con piel de cordero”, afirma Mèlich, pues únicamente dota de significado y de legitimidad a aquellos “que encuentran cobijo bajo su propio manto categorial” (Lógica 33). Todos aquellos que, como Casi y el Viejo, no son contemplados por la lógica moral; todos aquellos que, siguiendo a Rancière, constituyen esas partes sin parte en el reparto de lo sensible 12 , simplemente “quedan ‘(des)protegidos’ de la moral” (Mèlich, Lógica 132) y, como excluidos que son, han de ser absorbidos, ignorados o eliminados.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Adoptar la postura de Mèlich, analizar el mundo desde una posición que no solo toma la moral como construcción, sino que pretende entender la lógica que la articula, permite cuestionar lo que vemos y también lo que no vemos; problematizar nuestros más profundos cimientos, nuestras normas de conducta y de decencia, nuestros prejuicios y nuestros miedos; preguntarnos por qué es visible lo visible y qué oculta, a su vez, ese visible; discutir los modos en que lo mismo podría verse otro o, directamente, no verse, y pensar unas maneras de (con)vivir alternativas, distintas, disidentes, no al margen de toda moral –propósito a todas luces irrealizable–, sino, más bien, “en sus márgenes” (Mèlich, Lógica 243). Porque la configuración de la moral es la que es y si, como expone Mèlich, vivir al margen de la moral no es posible –“no existe, no puede existir, porque no es antropológicamente posible, un ser humano sin moral […] porque necesitamos puntos de referencia” (16)–, tratar de escapar de sus garras parece, cuando menos, quimérico. No podemos, efectivamente, vivir al margen de la moral; podemos, sin embargo, vivir en sus márgenes. Vivir en los márgenes no es sino vivir a golpe de disonancia, a golpe de transgresión, volvernos esa agua que escapa, gota a gota, del puño, porque en el mundo interpretado por la moral hay contradicciones, hay deslices, hay huecos donde habitar. Llegar a ellos no es fácil, pues implica romper, en la medida de lo posible, con la gramática heredada; contravenirla, desajustarla, pero también resistir sus embates, no sucumbir a la presión y al poder de sus moldes y modelos para demostrar que en el mismo mundo es posible otra vida.
“Lo extraño”, sostiene de nuevo Mèlich, “aparece como lo extraordinario, como lo que escapa a todo orden, como lo que se sitúa en sus márgenes, como lo que los rompe y los sacude” (208). Los extraños protagonistas de Cara de pan luchan por esa vida alternativa y por conservar su particular visión del mundo, pues, al contrario que en otras novelas de la autora –pienso en Cicatriz o en varios de los personajes de Cuatro por cuatro–, Casi y el Viejo persisten intactos, puros, en la medida en que logran finalmente no ser corrompidos por la lógica de la moral que domina en su entorno. Pero la apuesta de Mesa por esa vida en los márgenes no queda patente solo en el conflicto desarrollado por sus personajes, sino que se refleja también en la selección de los modos de representación: Mesa usa los ojos concretos de una preadolescente (marginal, excluida, distinta) porque rehúye la representación de la realidad como un todo y porque pretende, sirviéndose de esos ojos, dinamitar la visión monolítica de la moral. Por otro lado, saca el discurso de los cauces de lo previsible precisamente para que sea oído, para que interpele a un lector del que se espera cierta capacidad de desactivación de los códigos que fijan el orden establecido. Finalmente, en la búsqueda de la resignificación del lenguaje empleado por la moral anida tanto el cuestionamiento del propio lenguaje como la preocupación por la manipulación y la tergiversación de las palabras.
Así, una mirada a la realidad como la presentada en esta novela no puede ir sino en contra de la visión dicotómica del mundo auspiciada por la moral. Para que el mundo se mantenga estable y ordenado, cada individuo y cada situación ha de ser rápidamente definido, juzgado y asimilado en función de los parámetros de la moral y de su lógica. Si un individuo o una situación no pueden ser definidos, etiquetados y asimilados, aparece la amenaza. Los protagonistas de la novela de Mesa constituyen, cada uno a su manera, esa amenaza: dos individuos cuya exclusión e inadaptación radicales los convierte, a su vez, en referentes inmorales: en excedentes. Pero la ruptura de Mesa con el dominio de la moral no sería tal si solamente se diera en el texto la simple aparición de estos dos personajes marginados. En Cara de pan hay algo más, y es el funcionamiento simultáneo de diferentes mecanismos de análisis y visibilización en capas o niveles distintos de representación y de lectura. De esta manera, la novela muestra, por un lado, el funcionamiento de los códigos morales mediante la puesta en primer plano del conflicto entre estos personajes y el grupo, así como a través de un lenguaje que propicia en el lector el cuestionamiento de sus propios prejuicios; por el otro, suspende, al saturarlo, ese mismo código deontológico a través de la revelación de sus contradicciones.
La obra literaria de Mesa transita por estos caminos: en ella hay una búsqueda, un juego sutil de sugerencia y ambigüedad que pretende mostrar, aun sin mostrarlo, lo que no es aceptado mostrarse (porque está oculto, porque interpela, porque duele: porque nos señala cómplices). Pienso que con Cara de pan aparece un potente texto de saturación: un texto que dinamita los preceptos de quien lee, un texto en el que anidan, concentrados, los grandes temas de la autora y en que el estilo ha llegado a su máxima expresión. En Cara de pan está el eslabón siguiente en la carrera interminable hacia el desenmascaramiento de la lógica que nos predispone, que nos empuja a ser, a pensar, a actuar, a ver y a comprender de un modo y no de otro.
Resumen:
PROBLEMATIZANDO LA MORAL Y SU CONFIGURACIÓN
LA SATURACIÓN DEL MARCO
LA NORMALIZACIÓN DE LOS EXCEDENTES
A MODO DE CONCLUSIÓN