in Revista Chilena de Literatura
Soledad Fariña. 1985
“Ya no hay guardias anidando en los andenes.
Ya no son necesarios, ya no se escuchan gritos, no
hay suspiros siquiera en estas estaciones.
Paralelas brillantes forman hexagramas en el
espacio oscuro.
Hexagramas, yo los puedo leer, pero no quiero. Es
peligroso leer los hexagramas en el espacio oscuro.
La baldosa es tan limpia que el piso los refleja como
espejo. Pero los invierte: hay otra lectura en las
baldosas, los reflejos no son nunca lo mismo.
La boca negra del túnel quiere tragarse al carro.
¿Por qué no leí los hexagramas?” (Fariña 2015, 51).
1985 es un libro que, según plantea su editor Camilo Brodsky en la contratapa, Soledad Fariña (Antofagasta, 1943) habría escrito justamente en el año 1985, pero su primera edición y posterior publicación demorarían treinta largos años en materializarse. Cabría preguntarse entonces por qué esta larga espera para dar a conocer un libro en apariencia fácil y rápido de leer (tiene tan solo 61 páginas) y que, además, podría significar un aporte –desde el territorio de la poesía– para los ejercicios de construcción y reconstrucción de la memoria histórica que se han instalado en Chile desde el retorno de la democracia. Quizá la conmemoración de los 40 años del Golpe de Estado (1973) en el año 2013 haya sido el impulso definitivo para que la autora diera a conocer, en el espacio público, su particular mirada sobre los acontecimientos ocurridos durante la dictadura cívico-militar, y que mantuvieron a Chile en el oscurantismo y la mudez por casi dos décadas; condición que sin duda afectó directamente a la gestación de este libro, pero también, a su posterior silenciamiento y autocensura de treinta años. Y es que si “ya no se escuchan gritos” y ya “no hay suspiros siquiera en estas estaciones”, ¿cuál será el sentido de publicar un libro que nos obliga a re-mirar y re-correr el pasado? “Es peligroso leer los hexagramas en el espacio oscuro”, dice la autora como advertencia, pues “los reflejos no son nunca lo mismo”. Sin embargo, pareciera ser que hoy “la boca negra del túnel quiere tragarse al carro”, y frente a este hecho la autora se lamenta: “¿por qué no leí los hexagramas?”. La solución, según la propia autora, sería la de buscar esa “otra lectura” que se anida en las baldosas, esos otros símbolos que yacen bajo nuestros pies, y que constituyen lo que somos hoy. Dicho de este modo, la publicación de 1985 en el año 2015 tiene total sentido, pues desde su factura –tapa roja, letras negras, la imagen de un rostro con los ojos vendados tipo grabado o stencil– este libro nos invita a introducirnos en un territorio abyecto que como sociedad hemos querido expulsar, una y otra vez, como si las pesadillas pudiesen silenciarse, o los fantasmas ser exorcizados. 1985 viene a abrir las heridas, a meter el dedo en la llaga, y a recordarnos la urgencia y la necesidad de volver a leer esos “hexagramas”, aunque sea en la oscuridad.
En concreto, el libro se divide en cuatro “Jornadas”, y cada Jornada, en distinto número de “escenas”. Esta división poco común para un libro de poesía nos enfrenta inmediatamente a la necesidad de instalar una clave de lectura que expanda los límites divisorios entre los géneros, pues todo el libro se estructura a partir de un despliegue de voces que corresponden a los cuatro personajes (Hombre Moreno, Hombre joven, Una y Otra) que enuncian el “conflicto” de la obra. 1985 podría ser, entonces, leído como una obra dramática (los “hechos” se presentan de manera directa a partir de pequeños monólogos correspondientes a cada uno de los personajes) pero también, como una obra narrativa, en la medida en que existe, mediando entre las voces de los personajes, una voz central que va presentando los hechos (en una especie de “introducción” de cada Jornada, y previa a la aparición de las “escenas”) y controlando el torrente de conciencia de las distintas voces que componen la obra total. Cabe destacar que esta voz central retrasa la aparición de su propia subjetividad (de manera explícita): el “yo” se introduce recién en la página 30 (previo a esto había solo descripciones de espacios y personajes) con una primera disquisición que nos remonta a esos largos comentarios de los escritores realistas del siglo XIX (Flaubert, Balzac, Blest Gana), en donde quedaba manifiesta la “artificialidad” de la construcción narrativa, frenando la completa identificación del lector con los hechos presentados, y por tanto, recordándonos la condición de “ficción” y “artificio” que tiene toda obra literaria. En 1985 esta disquisición se convierte en un guiño siniestro. Dice Fariña: “Ya se han habituado unos a otros, su diálogo es más fluido, pero la mujer de azul tiene otra intención, quiere extenderse en un monólogo largo y sin interrupciones; yo la entiendo, pocas veces se tiene un auditorio tan paciente” (30. El destacado es mío).
Esta disquisición que se introduce en la primera parte de la Jornada Segunda (antes de la Escena Primera) viene a señalar que probablemente esta voz central es, de algún modo, parte del mismo “drama” que padecen los personajes; no es una voz que esté del todo “aparte”, sin embargo existe una especie de distanciamiento que posibilita el despliegue del horror que contienen estas páginas, en donde los cuerpos están diseccionados, torturados y enfermos, pero identificados unos con otros, como si fuesen un solo cuerpo y una sola voz. Evidentemente, este distanciamiento funciona en la medida en que el libro se reconoce como “libro” (ese auditorio tan paciente somos evidentemente nosotros, los lectores), es decir, como obra de ficción. Sin embargo, sabemos por el título que el libro se referirá a un espacio-tiempo bien definido dentro de la historia de Chile: 1985, plena dictadura militar. En este sentido, la publicación de esta obra en el año 2015 nos obliga a leer estas páginas desde esa clave epocal única, que nos remite necesariamente a la tortura, desaparición y exterminio masivo de los compatriotas contrarios al régimen, y que, en este caso, constituirá no solo el telón de fondo de la ficción, sino que será también la causa y el origen de todos los conflictos que irán desplegando los personajes a lo largo del libro.
Dice Fariña en las primeras páginas: “Dos mujeres” (8) para presentar a ambos personajes (Una y Otra); pero a diferencia de la descripción de los hombres, aquí elaborará un solo párrafo: “Seca como lagarto, la piel. Las manos pequeñas, torpes, las manos ágiles, con dedos finos, aptos. Suave, sonrosada la piel, tersa. (…) A UNA la identificaremos por el abrigo azul de paño –es invierno– a OTRA, por los lentes.” Esta superposición de las características de la Una y la Otra se mantendrá durante toda la obra, ampliándose hacia los demás personajes y permeando la aparente confortabilidad de la voz central que se había instalado al comienzo. Hacia el final del libro, la voz (que no es otra que la voz de la autora) dirá: “Siguen sentados los cuatro silenciosos. Yo también estoy cansada. Qué hago aquí, ellos han dejado correr sus devaneos sin decirme, sin preguntarme. Han sentido calor cuando yo siento frío” (45). La pregunta del “qué hago aquí” nos obliga a reconocer a esta voz como parte del entramado de voces que han estado tejiendo la historia; sin embargo, esa misma voz se aparta en el momento en que conoce cada “devaneo” y que es capaz de escucharlo y verlo todo, pero desde afuera (¿acaso desde el hoy?): esta condición fantasmática de la hablante será, justamente, la que posibilite la construcción de una atmósfera aterradora, pesadillezca, en la que sumada a la corriente de conciencia de cada personaje, se irán superponiendo, de manera cada vez más agresiva, distintos tiempos y espacios al interior del mismo universo “narrativo” (¿o poético, o dramático?). Los personajes recurren a constantes flash backs, siempre hablan de un “pasado”, hasta el punto en que todas las historias y todos los personajes confluyen en un mismo hecho “presente”: el suicidio de un hombre que se ha lanzado a las líneas del metro en la estación Moneda. La identificación de este suicidio con el de Salvador Allende aparece de manera instantánea. Ese suicidio en el metro funcionará como metonimia de todas las demás muertes que aparecen hacia el final del libro, al igual que el suicidio de Allende puede leerse como metonimia de todas las muertes posteriores producidas por la irrupción de la dictadura militar.
Dice Fariña en la Jornada Primera: “Un túnel / Un andén / Una línea divisoria. (..) Se detiene el tren. / Abre sus puertas. / La gente llena los carros. / Es mediodía. / Es invierno. / Es un espacio pulcro como no existe otro en el mundo” (11). El espacio en el que transcurre el despliegue de la conciencia de los personajes es, justamente, durante un viaje en metro, y poco a poco nos vamos enterando de sus características y conflictos particulares: el Hombre Joven tiene veinticinco años, es alto, de piel oscura y nariz afilada, y aparentemente sería parte de un grupo subversivo que se dedicaba a rayar mensajes (grafitis) en los muros de la ciudad. Dice el Hombre Joven: “A pleno día hay que trabajar rápido, no más de un minuto, eso, si se quieren letras de trazo grande, a todo lo que dé el brazo, esta vez fueron rojas, en la oficina me había conseguido ese spray rojo” (20). Por su parte, el Hombre Moreno se caracteriza como macizo, de cincuenta años, estatura baja, pelo negro entrecano, ojos hundidos y cansados, y habría sido detenido junto a su pequeña hija. Dice el Hombre Moreno: “No hay que tener miedo, hijita, es lo peor. Sí papá. Ahí nos ataron las manos, tendidos en el piso de la camioneta nos taparon la vista, nos pusieron scotch” (39). Y más tarde agrega: “Hombres y mujeres tirados en el suelo otros de pie en el recinto, tres días y tres noches, algunos lloraban” (47).
En el caso de las mujeres, Una sería una mujer mayor, atormentada por pesadillas que no la dejan descansar, se muestra apesadumbrada y absorta. Dice: “es que no duermo bien, no quiero tomar pastillas (..) a veces aprieto los dientes y tengo malos sueños” (21). Este personaje le habla constantemente a Otra, se dirige a ella, y en esas interpelaciones (que no son respondidas por Otra de manera directa) se van entregando las claves para ir desmadejando el significado simbólico del suicidio en el metro. Dice Una: “Usted no sabe, señora, pero usted y yo somos la hebra que soporta el peso de este carro” (16). Y añade un poco más adelante: “No se asuste, no me haga caso, es nada más que de repente usted y yo vamos a ver su aparición en esta galería de cemento, ahí estará caído, con los ojos cerrados y la muerte doblada sobre él” (18). De alguna forma, Una va anticipando los sucesos, que a su vez, se conectan con otro suceso del pasado: la muerte de una mujer que se habría colgado tras su detención y posterior tortura. Este suceso es constantemente recordado por Una, que se identifica con esa muerte y, por tanto, aparece como otro personaje fantasmático que bien podría identificarse con la voz central de la autora. Dice un poco más adelante Una a Otra: “Sí, ya sé cuál es su inquietud, qué ha pasado con los cuerpos” (19). Efectivamente, el personaje de Otra es quien se ocupa de instalar el tema del suicidio en la estación Moneda como eje que irá desencadenando todos los demás conflictos del libro. Su preocupación principal será la de ir en búsqueda de ese cuerpo muerto que ha quedado varado en los rieles: “Fui corriendo hacia ellos, ¿qué pasa? Alguien se lanzó a los rieles, me dijo el guardia. Retirar el cuerpo, levantarlo pedazo a pedazo, limpiar los rieles con un trapo húmedo para que no queden marcas, limpiar el asombro de las caras de los pasajeros, borrarles el miedo, todo eso demorará mucho tiempo, pensé” (15).
A medida que el libro avanza, el supuesto “borramiento” del cadáver –y de todos los demás cadáveres– se irá haciendo cada vez más difícil. La aparición de esta enigmática mujer –que también se ha suicidado– no solo se identificará con Una, sino que también con Otra, quien habría decidido salir del metro y subir a la superficie para ir al encuentro del hombre que acababa de lanzarse a las líneas férreas. Y será allí, en la superficie, en donde vea por primera vez la aparición de esta Otra “Otra” mujer. Dice Otra: “Yo ya no sabía qué hacer ni qué pensar, Alameda abajo, ella en esa facha, la gente creería que tenía algo que ver conmigo, que venía conmigo” (39). Este miedo a ser identificado con otro extraño invadirá todas las relaciones que se establezcan en el libro, porque el hombre que se acababa de suicidar habría dejado un misterioso cuaderno en manos de Una, y ella, también, querrá deshacerse de esta “evidencia”. Dice Una: “Pero usted sabe, aquí está todo muy bien definido: mi delito sería complicidad (…). Sé que las consecuencias pueden ser graves, pero qué habría hecho usted en mi lugar, dígame. Espere, si arranco con cuidado las páginas y las dejo en el suelo nadie podrá acusarnos de tenencia ilícita” (25).
La aparición de este cuaderno –metonimia del lenguaje, y por ende, del gesto escritural de la autora– se conecta con la emergencia de esta voz central que se distancia y a la vez se identifica con las otras voces: poco a poco, comienza a instalarse una única gran conciencia, que no es otra que la conciencia de Fariña como posibilitadora de la aparición de este nuevo territorio a partir del lenguaje. Dice Fariña: “La mujer de azul se queja en esta escena. Dice que tiene pesadillas, que malos sueños la persiguen en las noches. Ella no puede retener su lengua, siempre buscando cómplices para su mala lengua (…) Se queja, pide UN CÓMPLICE / UNO PARA MI MALA LENGUA” (42). La que pide a ese cómplice para su “mala lengua” no es otra que la misma autora, que necesita re-ordenar, clasificar, desmenuzar el horror a través de la escritura, única arma que le permitirá ser libre. “Hay mucho orden aquí. Aquí no hay orden, Ay, no quiero confundirme: yo ordeno, yo divido el espacio en jornadas, en escenas. (En actos no, en gestos, tal vez, pero no en actos. Es peligroso)” (43). Esas disquisiciones dejan en evidencia la ironía que se traza de principio a fin en esta obra: el cuerpo de la escritura es el único refugio posible en este contexto, pero en tanto lenguaje, se constituye como un acto subversivo, y por ende, peligroso. Por eso, el ojo “a veces parpadea, cambia de rumbo, parece que no aguantara la visión” (45), sin embargo, la pregunta por los cuerpos, la emergencia de los cuerpos como un torrente que aparece pese a los múltiples intentos de hacerlos desaparecer, se instala hasta el final. Se pregunta Fariña: “Ya lo habrán levantado, lo habrán alzado/ lo habrán envuelto lo habrán tapado/pero seguí corriendo / lo habrán cosido lo habrán zurcido/ rellenado con plumas con palitos / con algas disecadas con paja con ceniza (..). pero seguí corriendo con los zapatos en la mano/ me dolían los pies. / Hacía calor, las baldosas quemaban a esa hora” (53).
De este modo, 1985 se va desplegando como un solo gran relato: la reconstrucción del horror a partir de los restos de la memoria de aquellos cuerpos que fueron violentados, torturados y silenciados no solo por los agentes del aparato militar, sino que también por la colaboración o silenciamiento de sus propios coetáneos, por aquellos ciudadanos de a pie que querían mantener el espacio “pulcro como no existe otro en el mundo”. Ese sueño de pulcritud, expresado en el gesto de Una al arrancar las páginas del cuaderno, se verá doblegado más tarde por la aparición anticipada del cadáver que, tarde o temprano, aparecería en las líneas férreas, como un recordatorio de la imposibilidad del silencio y la omisión; o más tarde, en el gesto del Hombre Joven que, pese a que podría enfrentar su propia muerte, decide salir del vagón para ir a rayar esa gran pared gris: “Inspira, abre los dientes blancos, palabras grandes rojas salen de su boca y van a la pared como un escupitajo, todo es posible / canta” (59).
Fariña canta, canta haciendo emerger a los cadáveres, poetiza desde la urgencia, desde la necesidad de volver a mirar, de volver a leer esos hexagramas oscuros que fueron cuidadosamente borrados de la Historia. En este sentido, la publicación de 1985 treinta años después de su gestación, nos viene a recordar que todavía está todo por decirse, que aún hoy, la guerra por la interpretación del pasado sigue intacta, y que la poesía, en tanto discurso de ficción, sigue siendo un espacio privilegiado para el ejercicio de la construcción y de-construcción de la memoria colectiva.
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Author
Valentina Marchant Valderrama
Universidad de Chile. Chile, Chile