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in Revista Chilena de Literatura
Nora Strejilevich. Un día, allá por el fin del mundo
Un día, allá por el fin del mundo de Nora Strejilevich se inserta en lo que el mundo académico ha definido como “el espacio biográfico”, entendiendo por ello un conjunto heterogéneo de textualidades en el que se escenifican diversas narrativas del yo 1 . En esta multiplicidad significante, vale decir, en la biografía, la autobiografía, las historias de vida, el diario íntimo, las memorias, las entrevistas, la vivencia personal adquiere un status cognitivo privilegiado.
Como sucede en la mayoría de este tipo de formatos expresivos, en Un día, por allá en el fin del mundo, autora, narradora y personaje conforman una unidad estructural. Es un texto que se puede leer de diversas maneras: como un ejercicio de memoria, como un testimonio personal de un momento histórico que cambió no solo la dirección de la vida de la narradora-personaje sino también del país (Argentina), de la región, y también como un testimonio colectivo de una generación que sufrió los efectos devastadores de la dictadura militar argentina: “Éramos una generación precoz, queríamos entender el mundo y cambiar lo que nos rodeaba, sin creer en divinidades que nos dieran una mano (69)”.
En Un día, allá por el fin del mundo la narradora-personaje irá desplegando una forma de identidad que no se configura como un constructo estable, sino como un proceso en construcción, permeable, abierto, un sujeto que se va definiendo a partir de su otredad, del contexto de diálogo que da sentido a su discurso.
A partir de la situación inicial con la que se abre el libro, la narradora-personaje revela un estado de equilibrio emocional precario. Al verse obligada a salir de Argentina, debido a la represión de la dictadura militar, su condición se debate entre diversas palabras o estados que la definen y con las cuales intenta lidiar: exiliada, refugiada, inmigrante, residente. A pesar de haber adquirido la residencia, continúa siendo acuciante el sentimiento de estar viviendo en espacios transitorios y en un continuo desarraigo: “Quedo otra vez a la intemperie, de casa en casa, lista para dormir en colchones de amigos tan hospitalarios como reacios a las visitas prolongadas” (14). Y más adelante: ¿Para qué pedir la residencia si seguramente partiré otra vez?” (81).
El momento histórico la desliga de sus raíces y en el futuro le será difícil estabilizarse en algún territorio. Es un desarraigo permanente que tiene que ver con la patria, la familia, el idioma. Surgirá de todo esto una crisis de pertenencia, de un “nosotros” articulador. La sensación es no estar plenamente ni en el aquí ni en el allá. La subjetividad de la protagonista se moldea en ese trance, arraigando la sensación de estar en un “entre”. Por otro lado, la narradora-personaje oscila entre dos lenguas: el castellano y el inglés: “En castellano me aterra la continuidad de nuestra historia; en inglés, la falta de continuidad” (14).
Un día, allá por el fin del mundo está estructurado en seis capítulos, cada uno con diversos números de secciones y dibujos realizados por el padre de la autora. La historia contada elude el tiempo lineal, puesto que la materia narrativa se despliega a partir de permanentes saltos al pasado y vueltas a un presente temporal inestable y dinámico. El orden de los acontecimientos queda sometido así al vaivén de la memoria. Por ejemplo, el punto de hablada de la narración se sitúa en 1986, pero la tesitura temporal inscrita en la datación de las secciones va desde 1978 a 2017.
Constantemente se irán revisitando los mismos nudos de contenido, pero cada vez serán enriquecidos por nueva información y procesados desde otra perspectiva. Por otro lado, la información que se va entregando es estratégicamente dosificada, al modo de un ritmo sincopado.
Es una narración donde alternan la primera y la segunda persona: mecanismo narrativo oscilante al cual el lector se acostumbra rápidamente. La narradora-personaje reflexiona respecto a esta necesidad del cambio pronominal que la escritura promueve: “Y por eso no cabe otra que empezar a pensar en segunda persona y hablarte a vos, Nora (…) de voz, molécula en constante movimiento, en fuga sin fin” (229).
Un día, allá por el fin del mundo es un texto poligenérico: narración, texto poético, testimonio, cartas y especialmente diario de vida, lugar donde la intimidad de la narradora- personaje se expresa más intensamente. Es también un ámbito textual donde la memoria se interroga a sí misma y se replantea constantemente.
EL MOTIVO DEL VIAJE: FORMANTE PRIVILEGIADO DE LA SUBJETIVIDAD
La autocaracterización de la narradora-personaje se vincula directamente al motivo del viaje, el cual se irá desplegando desde diversos ángulos. Es un viaje que se realiza por muchos lugares y culturas: Sudamérica, Europa, Norteamérica, Medio Oriente. Es un viaje de carácter obligatorio, impulsado por circunstancias históricas concretas; lo que está en juego es en definitiva la supervivencia. No queda otra posibilidad que empezar a viajar. Pero no es el típico viaje del turista y la narradora-personaje así lo advierte: “pero lo tuyo no es el turismo sino el camino. No viniste a conocer un país sino a andar” (23).
El viaje emprendido en Un día, allá por el fin del mundo es una vía para abrir nuevos espacios, paisajes y encuentros, sorteando y tensionando el reticulado impuesto por las empresas del turismo. En consecuencia, tanto los espacios que se recorren como los personajes descritos no se presentan como figuras exóticas. Se evita y se rechaza la postal condescendiente. En el viaje inicial por Sudamérica, en 1987, lo que le interesa a la narradora-personaje es poder captar el pulso de los lugares, su particular ritmo. Se va fijando en los momentos pausados de la gente. Prefiere quedarse más tiempo en pocos lugares que saltar de uno en otro. Va quedando en la escritura una mirada crítica ante la injusticia, la pobreza, la represión militar generalizada, el hambre y los crímenes que se siguen cometiendo. Se siente interpelada y se inserta en diversas marchas de protesta contra el capitalismo agresivo y generador de las grandes desigualdades sociales. Lo que observa a su alrededor y denuncia son justamente las condiciones que la obligaron a dejar su país. Su desarraigo refuerza sus raíces morales.
En este viaje, al modo de los antiguos relatos de aventuras, tampoco son ajenos los peligros de la naturaleza, la selva amazónica, los cocodrilos, el pasar días y días navegando, con otras reglas y otras leyes, el experimentar el caos de algunos lugares como el aeropuerto y la ciudad de Manaos, la burocracia infinita presente en países como Brasil, etc.
La narradora-personaje goza de la belleza de Iguazú, de la calma, de la vida sencilla y el acontecer tranquilo de los lugares de la región mesopotámica, sus paisajes, susríos, sus rocas, en fin, todo aquello que define y valora como “el misterioso imán de lo desconocido” (30). Pero junto al goce de la aventura y la experiencia que ello significa, deja en evidencia que el viaje realizado es muy diferente al que experimentan quienes la acompañan. Son otros sus intereses, otra su perspectiva ante los lugares que vista, otro su sentido crítico, otra la valoración de la experiencia: “Es evidente que viajamos por otro mapa” (29).
Buenos Aires es el locus de enunciación que permite hablar de otro ángulo del viaje, que concentra y condensa una dimensión existencial, esto es, que el viaje emprendido no connota solo una aventura por territorios físicos, sino que es (ya ha venido siendo, más bien) un viaje hacia el Otro. Un viaje hacia ese objeto ausente, que ya no está, pero que se convierte en el objeto de búsqueda. Es una carencia que no cesa y que intenta ser llenada, sin que sea posible. Ese Otro originario está conformado por la familia de la narradora-personaje, por ese primer “nosotros”: el padre, la madre, ella y su hermano Gerardo, siendo este último el gran Otro de la situación comunicativa. Padre, madre, hijo, hija y el dolor de la pérdida, del crimen nefasto, del secuestro de ella y de su hermano Gerardo, de su desaparición, de la desesperación de los padres ante el secuestro de sus hijos.
Lo ocurrido con Gerardo es el núcleo de contenido que cambia definitivamente y en todos los sentidos posibles la trama vital de la narradora-personaje. Su dolor se suma al del colectivo, a partir de una marcha en Buenos Aires de rechazo a la impunidad y de los juicios públicos en los que entrega su testimonio. Buenos Aires deviene así lugar de la infancia, del hogar, de la familia, pero también espacio tanático en el cual la dictadura argentina generó muerte, crímenes y exilios.
El viaje continúa claramente por dos carriles: el viaje físico y el viaje hacia el Otro. El sentimiento de orfandad y creciente sentimiento de des-pertenencia han horadado el imaginario del viaje y evidenciado su desgaste simbólico. Viajar ayuda a compensar dicha sintomatología. “Bosques, ciudades, valles, desiertos, mares y pueblos que alguna vez te incitaron a la aventura son ahora mapas ajenos. Una colección de novedades abarrotadas en un extraño archivo llamado cerebro” (46-47).
Continúa el viaje por distintos países: Israel, Grecia, Egipto, Italia, Inglaterra, etc. La sensación de no poder tener un lugar propio es constante. La protagonista se siente dividida, sobre todo entre dos lugares y dos lenguas: inglés y castellano: “por lo menos soy dos en una” (84). Se siente extranjera en los dos lados y experimenta un miedo a perder lo que tiene y tuvo en Buenos Aires: “Miedo a irme y miedo a quedarme. Miedo al miedo” (84). El viaje continua y, aunque con cargas afectivas distintas según sean los años del viaje, algo ha permanecido como una constante: la sensación de que es el azar lo que regula el viaje; es elocuente el rechazo de la narradora-personaje por los itinerarios fijos y demarcados.
El viaje es también una manera de neutralizar las diversas expresiones de la muerte: “Un viaje es la mejor receta para asumir esta inmortal mortalidad. Una forma de olvidar la muerte o de esquivarla, como si ese ir en pos de algo fuera una travesura para dejarla atrás” (105). El viaje es, en definitiva, el dispositivo a través del cual se moldea el sujeto y el mundo representado. Y una dimensión del existir que se gestiona a partir de la relación vida /viaje.
MEMORIA/OLVIDO: UNA TENSIÓN INDISOLUBLE
Lo que se observa en el libro de Nora Strejilevich es un trabajo constante con la memoria, donde pasado, presente y futuro son parte de un mismo horizonte de significación: un itinerario complejo, problemático, difícil de llevar adelante, donde el pasado se experimenta como algo inestable y en permanente riesgo de borrarse, de diluirse, y donde la memoria revela su constitutiva fragilidad: “La memoria es también una estatua de arcilla. El viento pasa y le arranca, poco a poco, granos y partículas” (179).
El ejercicio de la memoria se concentra en lo que significó la dictadura argentina, las pérdidas humanas que se generaron, las sesiones de la Comisión de Verdad y Reconciliación y los juicios por crímenes de lesa humanidad. Los viajes emprendidos a continuación (Sudáfrica, Alemania, Praga), tendrán como finalidad denunciar y hermanase con todos quienes hayan sufrido el horror, la crueldad, el asesinato y el racismo.
Mientras tanto, la narradora-personaje, dado el dolor y los temores asociados al pasado, intentará liberarse de éste y ensayar nuevas formas de vida: “Mi meta es ésa: un lugar que impida cualquier memoria personal. Pienso ahogarla sin piedad en un hoyo sin referentes, maniatar sus habituales asociaciones, burlarme de ella. Ganarás, de una vez por todas, el premio más ansiado: el abandono al dulce olvido” (160).
Se produce así una tensión entre memoria y olvido: “Me dispongo (…) a buscar sitios libres de rasgos familiares que, al generar asociaciones, provoquen desasosiego” (161). Sin embargo, a poco andar, entiende que no es posible olvidarse del pasado, pues las situaciones que se van generando y las personas que va conociendo, la devolverán invariablemente a ese tiempo: “Tendrás que asumir, no sin desazón, que es inevitable, que si llegaste a la madurez es para admitir que no podrás olvidar, que ni siquiera podrás tomarte unas nimias vacaciones del asunto (…) la memoria no solo ha resucitado, sino que te domina” (165).
Ya sea al modo de una memoria involuntaria o producto de alguna situación puntual, el pasado siempre retorna y se nos remite nuevamente a la experiencia del secuestro familiar, del terrorismo de Estado. La percepción es la de un exilio constante: “El exilio de tu país se acabó hace rato, ahora vivís exiliada del mundo” (198). En ese exilio interminable se busca una vida que valga la pena ser vivida. Para ello, la narradora-personaje posee la escritura y la capacidad de tomar una decisión: “Mi resolución es hablar y escribir sobre nuestra historia reciente. La del mundo contemporáneo, la de América Latina, la del Cono Sur, la nuestra, la mía” (203).
Sujeto e historia conviven así en una coexistencia tensa. Lo vivido y el pasado implican dolor, pero no puede borrarse la historia: “No olvidarla sino convivir con ella de otra forma. Decirle chao a la derrota” (19). Cultivar el acto de hacer memoria implica “revolver cajas que me devuelven trozos de lo vivido” (252). La idea es fortalecerse y “tratar de ser quien quiero a pesar de las horas que se apuran por hacer de mí todo lo contrario a lo que aspiran mis aspiraciones” (253-254).
El deseo de pertenencia a un lugar, a una comunidad, a un país, se mantiene intacto, como también la autopercepción de poseer una identidad siempre suspendida: “¡Soy porteña o apenas estoy en Buenos Aires?...¡Dónde estoy y por qué llegué hasta aquí?” (265).
En las últimas páginas del libro se accede a los juicios de los asesinos: “Ser testigo de este ritual extraño. La mente no puede creer que estén ahí, en el banquillo de los acusados, pacientes señores mayores atentos a un lenguaje que no parecen entender”. (268) . Las diversas líneas del texto se concentran en quién es y ha sido el depositario principal de la narración, es decir, su hermano Gerardo. La narradora-personaje ha tenido la posibilidad de dar testimonio en los juicios públicos. Según sus palabras, los desaparecidos están más presentes que nunca; la ausencia ha devenido acuciante forma de presencia. Es el instante narrativo donde el drama de la pérdida familia se explícita con la contundencia que exigen las circunstancias: “Tomo la palabra como quien da una clase. El tema es la desaparición de un grupo familiar: mi hermano Gerardo, mis primos Abel y Hugo, y después la muerte de sus padres, que no lo pudieron tolerar” (280). El último interlocutor de la narradora será justamente el primero, es decir su hermano Gerardo, quien recibirá la noticia de que los culpables serán juzgados. El pasado se ha hecho presente y ha demostrado su vigencia gracias al ritual de la escritura: “¿Pasado? No, no ha pasado me susurran. Y tampoco Gerardo pasa. La suya es una vida de nunca acabar. No es memoria sino puro presente. No es un día siempre. No es allá por el fin del mundo sino acá, en cualquier parte” (290).
EL MOTIVO DEL VIAJE: FORMANTE PRIVILEGIADO DE LA SUBJETIVIDAD
MEMORIA/OLVIDO: UNA TENSIÓN INDISOLUBLE