Typesetting
in Revista Chilena de Literatura
“Nosotras champurrias/nosotras mapuche”. Guerra florida de Daniela Catrileo
Resumen:
Existe un corpus de poesía actual de mujeres mapuche que, situado en una enunciación poética champurria disidente de esencialismos y estereotipos culturales –mapuche y no mapuche–, asume una evidente enunciación fronteriza en la que se cruzan diferentes experiencias y saberes. En esta perspectiva, comprendemos el concepto “champurria” como una experiencia y posición política, ética, dialógica y artística de fronteras culturales. Se trata de una “frontería” que se enmarca dentro de la experiencia diaspórica que ha tenido que enfrentar el pueblo mapuche desde fines del siglo XIX hasta hoy, producto de la violencia colonialista y su correlato racializador. En esta línea, nos parece que la poesía de mujeres mapuche, al mismo tiempo que emplaza estos horizontes de sentidos, establece un discurso crítico en el cual median políticas de descolonización, abriendo espacios para saberes diferenciadores. A partir de estas perspectivas de lectura, propongo explorar el poemario Guerra florida (2018) de Daniela Catrileo en relación con las dialogías políticas entre la enunciación champurria, la experiencia diaspórica y la descolonización de la frontera.
UNA POSIBILIDAD EN EL RECORRIDO, LA FRONTERÍA
Nota al título del artículo 1
Nota al título de sección 2
Este artículo es parte de un proyecto más amplio que se propone dialogar
con una triple y actual frontera poética: la de mujeres chilenas, argentinas
y mapuche. Se trata de aproximaciones y reflexiones con un lugar poético
particularmente fecundo: la frontera. En el transcurso del tiempo se ha escrito numerosa “literatura de frontera” y más profusos aún, son los trabajos críticos que la estudian. Sin embargo, nuestro propósito no es indagar en lo que se llama “literatura de fronteras”, ni menos construir una historicidad del concepto o estudiarla desde enfoques geográficos o político-jurídicos. Aquí, particularmente, interesa el tejido que se forma entre la frontera y la experiencia champurria, ambas tramadas como condición de existencia y como energía creadora de textualidades poéticas particulares, interpeladoras y dialogantes.
Imaginar y materializar la frontera como metáfora permite advertir las “desviaciones de sentidos” (Ricoeur 61) que ella contiene y, por lo mismo, alienta a que no perdamos de vista el intervalo material y simbólico donde reside el vínculo estético, político y ético entre enunciación y enunciado. A partir de esta mirada, la frontera no aparece ni fija ni fijada, sino que su movimiento ondea entre su presencia como lugar y su tránsito como desplazamiento en múltiples sentidos. Este movimiento de pliegue y apertura construye a la frontera como un territorio contradictorio, activo e intervenido por perspectivas del espacio, del tiempo, de los cuerpos y sus intercambios y precariedades, de exilios, diásporas, afectos e intimidades y también de alianzas y estrategias políticas y artísticas. Dentro de un juego provechoso de palabras, la frontera que aquí proponemos podría estar cercana, entre otras inmediaciones que nombramos más adelante, a lo que Abril Trigo llama “frontería”. Con este concepto, el autor se refiere a que la frontera es “un abrirse hacia fuera, un sitio de transgresión, más espacio que línea, más territorio que mojón, más inscripción de senderos que registro de catastro, más ámbito de infracciones que marcas de contención” (80). En este caso, la frontera implicaría un espacio, un territorio y un tiempo de alianzas y movilidades, en los cuales “predomina la acción, la inestabilidad [y] la lucha” (ibid.). Tejer aproximaciones con este aspecto de la frontería no es más que un ejercicio de acompañamiento conceptual que puede contribuir a la lectura de un imaginario comunitario de acción que tiende a ampliar y a desestabilizar horizontes culturales.
En América Latina, la violencia de la modernidad colonial y capitalista ha impuesto el desalojo y el empobrecimiento continuo de personas y comunidades desde las invasiones europeas en el siglo XV, pasando por las repúblicas criollas del XIX y las oligárquicas de comienzos del XX, hasta las dictaduras y democracias neoliberales de los últimos tiempos. Por lo tanto, cuando nos referimos a la frontera hecha con una textura de “fronterías”, aludimos a que sus posibilidades metafóricas no pueden desprenderse de significaciones históricas y espacialmente complejas porque en ella circulan y habitan diversas experiencias parias, exiliadas y diaspóricas que encuentran un potente correlato poético que las asume. Lo que me interesa hasta aquí, entonces, es el juego de deshilado y costura que se produce entre frontera y “frontería”, ya que dialoga con otra propuesta crítica: la experiencia champurria.
LA ENERGÍA, LA EXPERIENCIA CHAMPURRIA
El uso de las voces “champurria” y “champurriado/a” tiene larga data dentro del pueblo mapuche. Las primeras apariciones escritas de estas expresiones son de principios del siglo XX y se refieren, por una parte, a una persona “mezclada” entre mapuche y español y, por otra, a la mixtura de vinos llamada “champura”. En un contexto actual, Fernando Pairicán explica que estos conceptos hacen
referencia negativamente al mestizo. Aquel sujeto que no es “puramente” mapuche y tampoco “puramente” chileno. Un significado que, a lo largo de la historia de América Latina, tiene horribles sinónimos que fueron constituidos por las elites para marcar su desprecio: zambo, mulato, (de mula/burro) y el mestizo. [...]. De todas formas, tu color de piel marcaba tu posición y la de tus hijos para el resto de tu vida. Pero [también] Xampurria es un desprecio mapuche [...], por un lado, la sociedad chilena que remarca los orígenes “indios”, y por el otro, la sociedad mapuche que remarca los “orígenes” chilenos. En el trasfondo, una contradicción que no es más que el proceso histórico: las consecuencias de la Ocupación de la Araucanía (9-10) 3
En este sentido, actualmente en Chile existe una vasta y diversa producción poética mapuche que interviene y amplía el campo de significaciones culturales y políticas de la literatura. Las diferentes propuestas de escritura a nivel del contenido, de los sentidos poéticos, de las estrategias discursivas y también del espacio de “fronterías” que se genera en la relación entre los textos y otras prácticas artísticas (narrativa, artes visuales, performance, teatro, canto y música), problematiza las fronteras culturales impuestas al/la sujeto mapuche.
A partir de una enunciación poética champurria disidente de esencialismos y estereotipos “culturales” –mapuche y no mapuche–, los textos asumen una condición de enunciación “contaminada”, mezclada por múltiples saberes y significados en su extensión simbólica y no, por esto, menos mapuche. De este modo, comprendemos el concepto “champurria” como una posición política a la vez que artística, ética y dialógica, relacionada con la experiencia diaspórica que ha tenido que enfrentar el pueblo mapuche desde fines del siglo XIX hasta hoy, producto de la violencia colonialista y su correlato racializador. En esta línea, la poesía de mujeres mapuche es esencial, puesto que, al mismo tiempo que emplaza estos horizontes de sentidos políticos-artísticos “impuros” y de “revuelta”, establece un discurso crítico en el cual median políticas que descolonizan los saberes, situando conocimientos diferenciadores.
Se trata de tramas poéticas que dejan al descubierto una costura histórica y de filiaciones de saberes, que, tal como sostiene la poeta Adriana Paredes Pinda (“La pluma” 189), se tornan “anómalas” ya que aparecen como una “sospecha” dentro de una perspectiva tradicionalista mapuche. Así, es un hecho que esta “anomalía” champurria desestabiliza códigos “identitarios” fijos (Moraga 166), abriendo diversas posibilidades en las formas de vivir, pensar y crear un territorio y una cultura, a la vez que se participa de los conocimientos y de las prácticas éticas y políticas del pueblo-nación mapuche. En otras palabras, la enunciación champurria comparte saberes y genealogías mapuche, al mismo tiempo que asume una “genealogía rota o devastada o desgarrada”, como dice Adriana Paredes Pinda (“La pluma” 199). Para la poeta, esta sería “una genealogía tan legítima como la de aquellos que se quedaron en la mapu, en el territorio ancestral”, agregando que “la genealogía champurria tiene también mucho que contar, mucho que decir y que aportar a la sanación y liberación de la nación mapuche” (ibid.).
Para una exploración, si se quiere, más conceptual sobre lo que estamos comentando, es necesario reconocer la experiencia champurria dentro del marco histórico de la diáspora del pueblo mapuche, esto es, dentro de “los procesos de despojo, desplazamiento y colonialismo” (Antileo 263) 4 . En este sentido, menciono algunas líneas que se relacionan con la experiencia champurria y el espacio de “fronteras” mapuche. La primera es que, desde una perspectiva geopolítica, se trataría de aquellos/as mapuche que están “fuera/dentro de Wallmapu” o están “situado[s]/no situado[s] en el territorio histórico o [...] reivindicado” (ibid.). La segunda, y que es resultado de la anterior, tiene que ver con que la experiencia diaspórica elabora espacios de “cruce” donde se tensionan, se complejizan y se abren diversas experiencias comunitarias e individuales que, a la vez, ocupan múltiples lugares de deslocalización que problematizan visiones esencialistas en los procesos de la “identidad”. Una tercera línea propone la dependencia implícita y potenciadora entre diáspora y frontera, en cuanto ambas están íntimamente conectadas con la noción de “política de la localización”. En otras palabras, el espacio de la diáspora contiene la interseccionalidad de frontera y deslocalización como punto de confluencias de diferentes procesos (históricos, económicos, culturales, psicológicos, etcétera). En este empalme enunciativo se darían distintas posiciones de sujeto que se yuxtaponen, se cuestionan, se afirman, etcétera, y en las cuales se interroga el juego entre lo permitido y lo prohibido de la “identidad”, así como se problematiza lo aceptado y lo transgresor, produciendo nuevos sentidos de significación de la experiencia. A nuestro juicio, aquí se desprendería una cuarta línea que es una de las posibilidades políticas más relevantes de la experiencia champurria y que no solo abarca los discursos poéticos, ya que también la encontramos en otras narrativas del arte y del escenario político e histórico. Me refiero, por un lado, a la fuerza que esta enunciación mixturada tiene en la amplificación de las fronteras culturales, puesto que incorpora diversos saberes a los textos poéticos. Y, por otro lado, apuntamos a la facultad de estos saberes para promover nuevas interpretaciones de la historia y aportar a la heterogeneidad de conocimientos que tiene el pueblo mapuche 5 . En esta perspectiva, Angélica Valderrama Cayuman afirma: Si aceptamos que las culturas son más heterogéneas que lo que la identidad comprende, podemos entender que el proceso diaspórico mapuche se encuentra en un momento de pregunta por la identidad, que en realidad se acerca más a la disputa por los límites de la configuración cultural y su movimiento desde quienes pertenecen a esta diáspora mapuche. Sujetos que están lejos del territorio de origen, que han perdido la lengua, que han pasado por procesos educacionales, sociales, económicos que no son parte de la tradición propuesta como propiamente mapuche, [es decir] warriache, mapurbe, champurria. Sin embargo, la tensión se produce con la incorporación de una serie de elementos que amplían las configuraciones culturales posibles, o quizás con la nueva interpretación de estos elementos, un movimiento en la frontera (355).
En este rastreo de fuerzas o energías que presenta la experiencia champurria en la poesía de mujeres aparece una crucial quinta línea de paso fronterizo: la lengua. La mayor parte de los textos se presentan en dos versiones – mapudungun/castellano o viceversa–, no obstante, esto no es privativo de la poesía champurria y tampoco se construye como marca de su factura poética. Estas versiones –que no son sencillamente traducciones de una lengua a otra–, más allá de su potencial político y estratégico de visibilizar lo usurpado y de apelar a una recepción mapuche y no mapuche –que, sin duda, constituyen aspectos para nada menores–, se sitúan en una dimensión de la experiencia ligada a las coordenadas de una memoria mapuche que fue cortada. La pérdida de un universo verbal que excede la manifestación material de la palabra emerge en un potente tejido poético vinculado a la memoria diaspórica. En otras palabras, la necesidad de pensarse y de reconocerse como parte de la diáspora mapuche interroga a la existencia champurria y valida la conciencia de lugar diaspórico. Esto impulsa numerosos procedimientos poéticos para recoger “las hilachas de un idioma” (43), como expresa Jaime Huenún en uno de sus poemas, o como lo afirma la poeta Graciela Huinao en un foro: “tiro los hilos para que hablen por mí” (229), como parte de un universo que participa en la configuración de la fuerza champurria.
Así, los poemarios incorporan y dialogan desde de diferentes formas e intensidades con el conocimiento vital y político que entrega el mapudungun.
Las maneras de cómo se asume poéticamente esta pérdida o se poetiza este nudo en la palabra responden, casi siempre, a los procesos que las mismas autoras van experimentando en sus vidas con la lengua mapuche. Por lo tanto, los poemarios manifiestan múltiples y diversos procesos de aproximaciones al mapudungun. Sin embargo, creemos que la experiencia de la lengua vivida como/en destierro es relevante. Así lo manifiesta, por ejemplo, Adriana Paredes Pinda: “la tierra del exilio es la tierra de la negación del mapudungun, es la tierra de la negación de la memoria, es el olvido, las portentosas y frágiles champurrea, como yo, polillas magnánimas que caminan entre lenguas, sin embargo, solo hilachas, qué más...” (233-234) 6 .
Para cerrar estas líneas sobre la experiencia champurria y la enunciación poética, quiero hacer dos alcances más sobre el tema. El primero es que se trata de un campo artístico más extenso, rico y complejo de lo que aquí he dicho. Además, abre posibilidades diversas de discusión y diálogos con otros conceptos como el de “episteme wechante” y “conocimiento Rakiñ” (Paredes Pinda “Epu rume” 9), “saber ch’ixi” (Rivera Cusicanqui 81) y con el ya mencionado espacio de la “frontería” (Trigo 80), en cuanto territorios fronterizos en varios sentidos. Todos estos son focos que disputan, en el campo de las reflexiones y definiciones, las interrogantes por los procesos de la identidad, pero que no pueden ser analizadas por fuera del eje histórico del colonialismo y el racismo.
La segunda cuestión es que me gustaría hacer una breve alusión descriptiva al fértil escenario de propuestas poéticas champurria dentro del campo actual de la poesía de mujeres mapuche. En esta dirección, pensamos que existen un sinnúmero de propuestas poéticas que contribuyen a la ampliación y heterogeneidad del tejido artístico champurria. Por ejemplo, están aquellas poéticas que asumen una evidente enunciación champurria en todos los niveles del discurso artístico y político de sus poemas. Aquí puedo nombrar las poéticas de Adriana Paredes Pinda, Maribel Mora Curriao, Roxana Miranda Rupailaf y Daniela Catrileo. En otra línea dentro de este escenario, estaría la propuesta de Yeny Díaz Wentén, que se posiciona en el cruce de fronteras políticas entre diferentes subjetividades impelidas a la opacidad: obreros, mujeres campesinas, muertos, asesinados, atropellados, niños; es decir, cuerpos anónimos o, en palabras de Judith Butler, cuerpos que no importan (53). A esto, la autora le suma a su escritura los saberes mapuche, la memoria familiar y el canto en el momento en que lee sus poemas 7 . También estarían aquellas escrituras realizadas por poetas que se reconocen como parte de la “champurreada”, pero que en sus escrituras promueven desvíos y cruces fronterizos con estrategias enunciativas diferentes. Sus escritos establecen filiaciones más cercanas a saberes no mapuche, pero no por eso abandonan sin reservas una enunciación champurria. Por el contrario, ella persiste, solo que no en una estrategia evidente, como sucede en la escritura de las primeras poetas mencionadas. Pienso aquí en la poesía de Ivonne Coñuecar, la que se entronca más con una tradición chilena y latinoamericana de la poesía, incluso europea. Sin embargo, la rugosidad de su enunciación por momentos desliza un habla experiencial cercana a lo champurria que se mueve entre la Patagonia, Coyhaiqueer, Wallmapu y la waria. Del otro lado de la cordillera, dentro de Wallmapu, encontramos la poesía de Liliana Ancalao, la que se adentra en un viaje hacia las filiaciones que le entrega una memoria afectiva especialmente de mujeres y una visión de mundo partícipe de los saberes mapuche de Puelmapu. En esta línea, incluimos la escritura de Graciela Huinao. Su poesía manifiesta una nostalgia por la infancia familiar en Wallmapu –Ngulumapu–, memoria que es cortada por la invasión europea, mientras que su narrativa propone un importante territorio fronterizo que se sitúa en una casa de putas huilliches. Compañera de Liliana Ancalao en la ruta trasandina de la poesía mapuche, está la escritura de Viviana Ayilef, que recorre distintas resistencias que contravienen a los dominios de la historia. En su poesía, el movimiento del tiempo se traslapa revelando testimonios de afectos, a la vez que abre las huellas descarnadas de la última dictadura argentina, junto a los permanentes dominios de colonización.
Siendo transversales a todos estos hilos tensores o niveles de problematización de la historia y la experiencia, la mayor parte de los poemarios de estas autoras abren dos políticas radicales: la lengua –el mapudungun– y el género. La poetización de la experiencia champurria con el mapudungun –su carencia y su potencial de vida– y con políticas del género, a nuestro juicio, funcionarían como un trajín de contenidos contestatarios. Así, el flujo de lo ético-político permite, dentro y fuera de los poemarios, la elaboración de un sentido comunitario, donde se encontraría gran parte de la interdependencia, la diversidad y el compromiso ético para interrogar el lugar de enunciación. Por lo tanto, todas estas son poéticas de “revuelta”, dentro de las cuales han surgido notables poéticas activistas que entrelazan conocimientos y acciones, materializando políticas de alianza con otras expresiones del arte. Entre ellas se encuentra la textualidad creativa de Daniela Catrileo, que transita por la poesía, la performance, la narrativa y el arte visual 8 .
LA REVUELTA CHAMPURRIA: “JAMÁS SE AGOTA EN ABSOLUTO”
Daniela Catrileo ( Santiago, 1987), además de poeta, narradora y performista, es profesora de Filosofía. También forma parte de la Editorial y Colectivo Mapuche Feminista Rangiñtulewfü y del equipo editorial de la revista digital Yene. Revista de Arte y Pensamiento en Wallmapu y Abya Yala. Ha publicado la plaquette Cada vigilia (2007), el libro colectivo Niñas con palillos (2014), los libros de poesía Río herido (2016), Invertebrada (2017), la plaquette El territorio del viaje (2017), el libro de cuentos Piñen (2019) y, finalmente, el poemario con el que nos interesa dialogar aquí: Guerra florida. Rayülechi Malon, publicado en 2018.
Hablar de las posibles entradas de lectura al poemario Guerra florida. Rayülechi Malon (2018) de Daniela Catrileo es, por lo menos para nuestra lectura, bucear con una dificultad. Digo esto, primero, por la riqueza de su factura fronteriza con relatos de origen e ideologías de mundo indígenas, con guiños al cine, con el puente entre su poemario y el video-poema “La guerrera y la diosa” 9 y también con el tejido de idas y vueltas que su libro de cuentos Piñen mantiene con este poemario. A esto se suma el uso de las versiones en castellano y mapudungun desde el título del poemario y el apellido de la autora, Katrülewfü, hasta el último de los poemas. Segundo, por la densidad histórica que resuena en el libro sobre la violencia colonialista sostenida hasta el presente, en lo que ahora oficialmente se llama América Latina y la visibilidad de uno de los mayores correlatos de violencia colonialista local: la diáspora mapuche. Tercero, por la complejidad artística, política y ética del poemario que se alimenta, entre otras cosas, de lo que acabo de mencionar, y también a través de la elaboración de “un tiempo heterocrónico, de multiplicidades atemporales y territoriales...” –como señala la propia autora 10 – de la guerra misma, como asunto irrevocable de guerreras indígenas, champurrias, warriaches, de diosas travestis y amores lésbicos.
De tal manera, nos parece que este trabajo poético de Daniela Catrileo responde a un ejercicio performativo de la escritura, ya que los desvíos de sentidos metafóricos funcionan como “actos vitales de transferencia” (Taylor 34). Es evidente que estas prácticas vitales construyen alianzas y transmiten saberes, memorias, afectos y sentidos de la experiencia a través de las acciones reiteradas que realizan las voces y los cuerpos enunciativos dentro de los distintos tiempos y espacios que se tejen en el poemario. En esta “performática” del arte verbal se aprecia un juego entre el exceso y la transformación de imágenes en la medida que la guerra progresa, acentuando, por un lado, los imaginarios y representaciones impuestos por la colonización y, por otro, las respuestas de revuelta, resistencia y expropiación de esos imaginarios. De esta forma, Guerra florida plantea diversas pistas de lectura, en un entramado similar a la profusa imagen de Danny Reveco que cubre su portada: una ilustración que reviste cuerpos rebeldes y hegemónicos que convergen en el cruce y los tránsitos de tiempos arcaicos, pasados y presentes para implicar, en esta guerra vital, la duración exorbitante de la violencia colonialista hasta nuestros días. Pareciera que ambos, poemas y portada, dieran cuenta de una ficción, de una guerra sin tiempo; sin embargo, estas mismas imágenes visuales y escriturales detonan el peso histórico de la violencia, a la vez que descargan una potente huella que se hila como una poética radical de los afectos.
El libro está organizado en cuatro partes: “Revuelta de cuerpos celestes. Chingkoluweyechi wangülen”, “Mantra de ofensiva. Dungudungutun weychayael”, “Apocalipsis song. Pewfaluwün song” y “Pos Guerra. Rupan Malon Mew”. Estos títulos abren una temporalidad en el orden de los acontecimientos históricos, no dentro de un esquema lineal (principio, desarrollo y final) de los sucesos, sino de una relectura en espiral de la historia, que desata una urgente reescritura del terrorismo colonialista sobre las primeras naciones y que, además, no ha concluido en el presente. De esta forma, la parte inicial relata el primer levantamiento de resistencia indígena ante la colonización en nuestro continente. El segundo apartado se introduce en la guerra y el ritual de ofensiva contra los invasores, la lucha cuerpo a cuerpo por la defensa de los territorios, la cultura, el pensamiento y la vida. La tercera parte relata la caída forzada de los indígenas debido a la imposición de las armas y la cruz, la esclavitud, la tortura y el despojo. Y, por último, el segmento final refiere un presente urbano diaspórico, de empobrecimiento, racializado y local –en la waria, Santiago– y, sin embargo, en revuelta y recuperación.
“Soy la guerra” ( Catrileo, Guerra 138, 142) 11 reitera la protagonista hacia la última parte del poemario, como una forma de exaltar la iteración performativa del malón como acto vital de la resistencia comunitaria y personal. De esta forma, la lectura con Guerra florida comienza por el medio o por la mitad de un acontecimiento, como diría Deleuze (27), sumergiéndonos en una delirante travesía –tan poética como real– por un inframundo geohistórico, por geografías de la intimidad, por parajes callejeros, por los blocks de San Bernardo, por el hogar; con el padre, la mapurbe, los vecinos, el incendio de la casa, por el territorio que arde, etcétera. Se trata de la experiencia en la línea de fuego de una devastadora guerra histórica, desarrollada a través de la revuelta de políticas marginales y amorosas de lo comunitario y lo biográfico, que actúan como punta de lanza y contraataque. A través de esta textura de ofensivas, naufragios y afectos se revelan las precariedades producidas por la embestida del colonialismo y sus violencias de empobrecimiento de diferentes formas de existir en el mundo, del desarraigo del territorio y de la lengua, de esa matria devastada que, por momentos, se intenta inocular con un malherido peyote o muday urbano: “Travestidas 12 / a punta de peyote/ algunas Mujeres del Este/ se inyectan muday/ ante el delirio de ser vencidas/ [...] Mañana volveremos a las ofrendas/ Y yo diré:/ este es mi cuerpo/ esta es mi sangre/ esta es mi promesa para ustedes” (31-32).
Sin embargo, la potencia de este malón también radica en la resistencia y visibilidad de los “cuerpos en recuperación” (Vargas Paillahueque párr. 1) 13 . En este sentido, se percibe una potencia de revuelta, de retorno diaspórico: “este es mi cuerpo/ esta es mi sangre/ esta es mi promesa para ustedes”, a partir de la cual la expresión poética desata o intensifica sus fuerzas combatientes en el compromiso de cierta justicia histórica: “voy a torcer cuellos enemigos/ patear cráneos/ [...] antes de ver sus cabezas apiladas en el campo/ me iré a matar yanaconas/ esa será mi última fiesta” (32). De este modo, el poemario es una poética radical, una crónica “maleada”, un witral champurria, un ritual de guerra de resistencia y expropiación que nunca se corta ni se dispersa en su fascinante multiplicidad. Es más, nos parece que en esta radicalidad metafórica habitarían la energía vital y la fuerza ética de la experiencia champurria.
Además, pensamos que en los cuerpos champurria en recuperación hay fronteras transgredidas, significativos contagios y contaminación de saberes. Por lo tanto, la fuerza guerrera que propone el texto contiene diversas posibilidades de labor reivindicativa, posibilidades que la voz poética rastrea como parte de una ineludible responsabilidad política. Esta recuperación corporal-territorial tiene un disparo lateral relevante, porque su potencial político proyecta la experiencia de la diáspora hacia América Latina. En este sentido, recojo lo que Angélica Valderrama afirma, aludiendo al trabajo de Paula Baeza Pailamilla, respecto de que los “cuerpos en recuperación” estarían en proceso de identificar formas de retorno a la comunidad, al territorio de la lengua, a la cultura. Por lo tanto, se pregunta:
¿Cómo se vuelve? ¿A qué se vuelve? ¿Cuáles son las formas del retorno diaspórico? [...], este proceso del retorno diaspórico [...] es un retorno que ha buscado en el diálogo una forma de volver. Porque cierta ajenidad está presente en el encuentro con nuestro territorio, con nuestros parientes, con nuestra memoria (cit. en Vargas Paillahueque párr. 4).
De vuelta al libro de Daniela Catrileo, después de una de las tantas fugas dialógicas que provoca, decíamos que está parcelado en cuatro partes que resignifican y politizan desde diferentes geografías y tiempos, las guerras floridas que mantenían algunos pueblos indígenas en lo que hoy llaman Mesoamérica. Conocidas, en este sentido, son las que sostenían los aztecas hasta antes de la invasión europea 14 y que, en el poemario, se proyectan hasta el presente. Una guerra siempre es política y así lo refuerzan, de entrada, la dedicatoria a las ñaña-weichafe, el epígrafe del hermoso poema de Gabriela Mistral sobre la ambigüedad del origen y el dolor del destierro, llamado “La otra madre”, y el epígrafe de la propia autora, del que tomo prestado una parte para abrir este apartado del artículo: “la guerra siempre es una guerra/ jamás se agota en absoluto” (8). A esto le sigue la protagonista, una guerrera champurria que recorre la memoria ancestral para enfrentar una lucha sin cuartel, que se ha iniciado con la invasión europea en los territorios de lo que ahora son las Antillas y México y que terminará en las calles marginales de una ciudad pirateada por el eje del mal: el colonialismo, el neoliberalismo y el patriarcalismo.
Como es de suponer, el desarrollo de la guerra en el poemario no es lineal. Se da en múltiples sentidos temporales y espaciales, en los cuales las imágenes corporales –como el mismo cuerpo, la piel, la carne, la lengua-lenguaje y el ojo– recorren los poemas reiterando la potencia de una guerra defensiva urdida con las fibras de la memoria, de las genealogías y de los imaginarios ancestrales. La corporalidad emerge como una cuestión política en cuanto la voz enunciativa reconoce e identifica una historia de violencias colonialistas, a la vez que toma posición crítica dentro de esa historia. Según Nelly Richard, “la estrategia política de una obra o de un texto” (187) –al igual que la de un cuerpo, pensamos– no reside en su afinidad con una suma de valores o compromisos preestablecidos por un eje ideológico. Por el contrario, estriba en su potencial para “intervenir la trama de las codificaciones de sentido que reproducen afiliaciones de poder y movilizarse en contra de sus redundancias y presunciones” (ibid.).
De esta manera, se pueden mencionar numerosas estrategias o articulaciones entre las diversas imágenes corpóreas que hay en el texto y que intervienen la reiteración de la historia oficial. Señalo solo algunas para mostrar el potencial político y claramente ético que las configura. El orden en que las expongo no responde a ninguna jerarquización de las imágenes, solo a una organización momentánea del discurso. Primero, la cómplice intimidad entre cuerpo y naturaleza como fuerza indiscutible de un imaginario ancestral: “Bajo el resplandor/ nuestras pieles/ se iluminan doradas/ como un ojo de jaguar/ que abre el secreto del arcoíris en su pupila/ y sucumbe ante el fulgor de los signos” (20). Segundo, la lengua devastada y hambrienta del presente, la lengua traducida en una guerra cósmica y la que opera como lenguaje que aún late en la tierra violada: “trozos de lengua/ esparcidas en esta/ esta/ mi tierra desolada” (86); “Hablamos en lenguas/ de los días tristes y del hambre” (174); “una pintura que traza/ el mapa de las estrellas –ese es nuestro lenguaje–/ Una figura trazada/ no una palabra que imita” (96); “hablemos del lenguaje/ hasta rugir” (62); “hasta volver al otro lenguaje/ recogiendo savia como lenguas/ dispuestas al diluvio salvaje/ del mañana (128). Tercero, el travestismo chamánico y de género que persiste en su posibilidad política, guerrera y amorosa: “Travestidas/[...] niñas puma/ niñas ciervo/ bailando lo que resta de vida” (30); “preparo el filo de mi roca/[...] arrastrando mi cuerpo/ listo para zarpar/ y abrir la noche con mis uñas” (60); “[e]squeleto que danza sobre el fuego/ mi dios es una travesti de Bustamante” (146). Cuarto, el cuerpo weichafe como compromiso de resistencia y memoria, y la necesidad no solo de responder a la ofensiva de ocupación y colonización, sino también la lucidez de ver la violencia, es decir, de vivir la violencia: “vi la bala atravesar mi hombro” (108); “vi los ojos del maldito” (114). Por último, a estas políticas del cuerpo sumamos otras que igualmente queremos mencionar por la tensión que asumen en esta guerra cuerpo a cuerpo. El enemigo no es presentado como una totalidad ya conocida por la historia de América Latina, sino que es identificado materialmente para hacerlo real y específico:
vi los ojos del maldito/ temblando bajo mi arco/ le tomé la cabeza y agarré sus cabellos/ ¡Qué mierda han hecho!/ –le grité–/ [...] Su cuerpo entero/ se recogía a mis sonidos/ Era tan solo un muchacho/ nunca había visto una piel tan blanca/ Tenía una cruz aferrada al cuello/ que rompí con mis dientes/ nunca supo responder a mis gritos/ balbuceaba algo/ que no era de animal (114).
La tensión manifiesta aquí se produce entre la profundidad de la voz telúrica y animal de la sujeto que se moviliza a través de la rabia, por una parte, y el cuerpo silente y pálido del adversario, por otra. Es el cuerpo a cuerpo con la muerte, imagen que, en Guerra florida, se traslapa con otras violencias colonialistas que cruzan los tiempos, con otras narrativas de matanzas colectivas, por ejemplo, la dictadura de los años setenta y ochenta en Chile y también los asesinatos masivos de mujeres en la vieja y actual historia de “la guerra contra las mujeres” (Segato) que mantienen el patriarcado y el machismo:
muertas cadáveres/ trozos sobre cuerpos destrozados/ sobre piernas repartidas/ sobre ojos ausentes/ sobre deformidad y violencia/ cercenadas/ amputadas/ dedos sin huellas/ cabezas que se amontonan/ degolladas sin pertenencia/ sin importancia/ tantas tantas muertas/ violadas & explosivos/ y sangre roja tan roja/ como esta rabia de ver/ un camión de basura/ que revuelve osamentas/ hacia un patio que desconocemos/ dónde dónde dónde/ su sonrisa y su calor animal (106).
Finalmente, y dentro de una iterabilidad de la guerra como violencia colonialista naturalizada, “esto va mudando de amazonas a ciudad/ de islotes a puertos” (122), se encuentra el nudo central y transversal del poemario: la experiencia champurria. En realidad, todo lo que hemos explorado hasta ahora está trenzado a la diáspora y a la energía champurria. Sin embargo, quisiera mencionar un aspecto que no aparece en la introducción a este artículo. Me refiero a que en el poemario la experiencia champurria se propaga por América Latina como una manera de construir alianzas entre quienes comparten la expoliación. Los cuerpos heridos de muerte transitan el tiempo y el espacio americano hasta hoy, intentando la sobrevivencia: “Me pensaban zemí & rewe/ en este revoltijo que es/ la llaga misma/ del continente/ Un barrio que cuelga/ como trozo de carne/ en el matadero” (62). Zemí y rewe son espacios sagrados, taíno el primero, mapuche el segundo, por lo que la alianza política es tejida también con cosidos ancestrales que, en el presente del poemario, se encuentran precarizados. A esto se suma que ambos espacios sagrados están articulados por una conjunción, la et latina. Así, el hilado de la vitalidad champurria también está conformado por diferentes magulladuras en la experiencia, que son efecto de una doble violencia que marca el trayecto de sus cuerpos: el colonialismo europeo y su reproducción interna, el colonialismo chileno.
Con el notable fragmento que cito a continuación –barroco si se quiere–, intento ejemplificar el imaginario champurria que presenta el poemario. Las imágenes de disidencia, rebelión y marginalidad componen un encuadre radical de breves imágenes que se adentran y se abren unas en otras, para desplegar, implícitamente, la pregunta por el regreso de la diáspora y, explícitamente, por la política champurria. Ambas, como fuerzas activas dentro del devastador resultado de la guerra de colonización:
En el último cielo de territorio de neón/ distingo un cuerpo de plumaje azul y plata radiante/ la veo ir venir de cafés nocturnos/ lleva la cabeza erguida lentes oscuros/ Me detengo a contemplar el revoloteo/ de ave migratoria en madrugada/ como un cometa cruzando la noche/ mantiene su vuelo/ en el despeñadero/ La escucho bramar y su llanto no permite oración/ salvo un rímel que gotea cuencos de petróleo/ por un adoquín que en la mañana fue incendio y ayer pastizal/ de jazmines/ ¿es el ave que tanto hemos buscado?/ Si esta es nuestro dios/ –un animal que intenta dejar su plumaje [...] un umbral del tiempo/ donde la guerra es siempre otro pájaro/ chillando hasta reventar los tímpanos/ de quienes fuimos sus alas/ Pájara no quiere ser dios/ no tener rostro de pájaro/ Tiene ataques existenciales [...]/ La llamé/ Ngünechen & Quetzacoatl/ Negrita Ñaña Compa (172 y 174).
Por otra parte, si nos detenemos en los tiempos y espacios atemporales en que se desarrolla el combate, la lectura se introduce en los relatos de origen y en las cosmovisiones principalmente azteca y mapuche. En este sentido, y sin ir más lejos, el viaje de resistencia de la weichafe poética muchas veces transporta la lectura, o pareciese que la lectura transcurriera en medio de las diferentes regiones o fuerzas vivas del Mictlán, el inframundo nahua, atravesando las montañas de obsidiana, resistiendo el viento, cruzando las aguas, recibiendo y dando dardos con puntas de lanza o extrayendo con el jaguar algún corazón guerrero. Junto a este movimiento digresivo, que intensifica las batallas de antiguas fronteras poéticas de la guerra, se teje una determinada orientación de los acontecimientos que se reconoce en el trazado de las partes del libro. De esta manera, podemos identificar que la guerra contra la colonización y el colonialismo se inicia con una revuelta que ya mencionamos: el motín de los cuerpos celestes en la naturaleza, es decir, con la insurrección de un orden cósmico ancestral. Pienso aquí en la revuelta de Julia Kristeva, porque, próxima a cómo Daniela Catrileo percibe su guerra, la autora afirma que “la verdadera revuelta no se detiene jamás” (286). Aquí, nos interesa resaltar la capacidad de “revuelta íntima” que tiene la sujeto de los poemas a la vista de su propia memoria, para interrogar el pasado en su resignificación crítica y traerlo al presente.
En esta perspectiva, una de las primeras acciones que realiza la voz poética es restablecer los lazos comunitarios extraviados: “Ocultas/ saboreamos frutos/ recién caídos de la higuera/ Abrimos semillas y brevas/ enterramos nuestros dedos en sus carnes/ Limpiando/ la tierra de la tierra” (34). Al mismo tiempo que se restituye el tejido que comunica la profundidad telúrica del afecto –esto es permanente en el libro–, se posicionan otras formas inevitables de vinculación en el presente, incluso reconociendo la fragilización de la existencia:
hablamos en lenguas/ de los días tristes/ y del hambre/ del hambre que sólo/ se puede hablar/ cuando tienes hambre/ No quiere ser un ancestro/ le digo que yo tampoco/ Entonces nos despedimos escuchando canciones/ de este viejo wurlitzer/ que apaga el fulgor de la guerra/ en este último baile (174).
“E L L A”, LA REVUELTA ÍNTIMA
Desde el inicio del poemario, la guerra aparece intervenida por la memoria de una historia de amor. Por lo mismo, la primera revuelta cósmica es también la insurgencia de los afectos: “E l l a/ intenta abrir sus ojos ligeramente/ como quien pretende seguir durmiendo” (12) 15 ; “[t]ú/ tras los helechos emerges como un cuerpo celeste/ aún más verde” (14). Imagino, entonces, que el amor como política de revuelta e insurgencia de los cuerpos se configura como la matriz de la resistencia, convirtiéndose en el signo vital de la guerra florida que entrega la poeta. Con todo, el volver a la memoria de su amante se ve interrumpido por augurios fatídicos. Quizás sean los funestos presagios que Moctezuma II tuvo antes de la invasión española, cuando observaba una estrella con grandes halos de fuego, es decir, un cometa presagiaba la tragedia:
[e]n ese instante el día entero se transformó/ composición de meteoritos y centellas/ vadeando nubes/ De lejos escuchamos un estallido/ azotes de viento truenos culebras/ rugieron anunciando la tormenta/ ¿Recuerdas?/ abandoné mi mano en tu espalda / y te abracé/ a la espera de lo que llaman destino (18).
Es en este momento que comienza su investidura de guerrera: “Bajo el resplandor/ nuestras pieles/ se iluminaron doradas/ como un ojo de jaguar que abre el secreto” (20). Luego, se despliega la escena de la guerra florida: “Ensayamos un escenario de griteríos/ para enojar a la montaña/ con máscaras que tapizan vestiduras pieles de fieras panterinas/ y nuestros corazones al centro” (26). Después de esta “coreografía” o composición real de la tragedia, vino la muerte: “antes del horror estábamos vivas” (ibid.). “E l l a” es el hilván amoroso medular en el texto que, por lo mismo, interviene como el rastro usurpado de la lengua, del lenguaje, del territorio y del cuerpo. Que su nombre sea un pronombre personal la aproxima, “cuerpo a cuerpo”, a la voz del poemario. Que la escritura de “E l l a” sea dibujada letra por letra, o signo por signo, le entrega a la voz poética los primeros balbuceos de una lengua y un cuerpo telúricos que la habitan desde siempre. “E l l a” y la voz enunciativa abren un territorio de amor erótico que perdura a través de los tiempos, a pesar de que “E l l a” ha muerto en la guerra. El territorio de la amante se convierte en la pulsión ancestral que nutre y mantiene la fuerza política de la sujeto, incluso cuando se encuentra en medio del desastre: “De ti solo tengo un tatuaje/ de serpientes que se enroscan/ a esta piel mullida/ con la sorpresa de una guerra/ que desconozco” (86). La energía vital que proporciona la memoria de la amante es la misma que ritualiza a la sujeto de los poemas para que se inicie en la insurgencia de este malón: “E l l a envuelve mis manos/ y conjura a ojos cerrados:/ Que este néctar sea la seña/ para no morir esta noche” (34); “Despertamos abrazadas/ –su piel guarda el rocío de la selva–/ Me quedo un rato/ a observar cómo la hiedra/ trepa pequeños mundos/ entre las palmas” (36). Este ensayo de obra o teatralización de una escena de guerra, constituye una primera trama de los acontecimientos bélicos, que se narran como una ficción fílmica sobre un “mundo posible” en el que, sin duda, creemos. Vemos, así, nuevamente la ampliación de la frontera cultural del libro, en una suerte de elaboración de una “altertopía” poética que vuelve a subrayar el juego fronterizo de Guerra florida al hacer entrar a la escritura otra dialogía artística. Recordemos su “frontería” con el video poema “La guerrera y la diosa” y el libro Piñen para vivificar aún más la imagen poética en su dramatización fílmica.
En síntesis, este primer apartado, “Revuelta de cuerpos celestes. Chingkoluwyechi wangülen”, es la agitación que va a provocar un cambio en el orden de la guerra. Por lo tanto, es el ensayo o la preparación de la sujeto para el malón de asalto que se dará en la segunda parte del libro, llamada “Mantra de ofensiva. Dungudungutun weychayael”. Esta acometida también es una revuelta de los afectos y una política ética, ya que es el ritual de la lengua: el “dungudunguntun”, la palabra poética que tiene el conocimiento espiritual, cultural y territorial de la lengua mapuche. Bajo el designio de “El primer sueño”, la sujeto se lanza al ataque: “Es el momento/ me dije [...] Tomé mi punta de obsidiana /y partí rumbo al mantra de ofensiva” (52). En esta sección del poemario se presenta el pliegue comunitario que la sujeto trae en su experiencia, otro umbral de conocimiento que es anterior a la insurrección y está ligado a su memoria ancestral. Es un borde que se abre a un necesario vínculo comunitario de resistencia, construido por cuerpos ambiguos y travestidos entre lo humano y lo animal, imágenes que se replican y se resignifican a lo largo de todo el poemario.
Por otra parte, la reiteración del corte en la experiencia de la voz poética de la irrupción colonialista-patriarcal que la persigue hasta el presente se proyecta en la herida, en la estocada que le han dado en el campo de batalla. Sin embargo, esta estocada es su condición de weichafe y su destino champurria: “Pero las estrellas tenían razón: nunca seremos otra cosa más que/ seña de la sangre/ y esa herida no se borra/ estamos sucias/ y ellos lo saben” (54). Se trata de ese desgarro que ya leímos en su libro anterior, Río herido (2016), sobre el cual Daniela Catrileo retorna nuevamente, “insistiendo en una insistencia”, valga la redundancia, en la revuelta que no se termina jamás. En este momento del libro, la protagonista se traviste en animal, se convierte en una guerrera-jaguar que prepara “el filo de [su] roca” para “abrir la noche con [sus] uñas” (60). Así se politiza también un espacio ambiguo o performático del género, porque está “listo para zarpar” (ibid. la cursiva es nuestra). Con esta estrategia chamánica, la sujeto se introduce en el potencial del lenguaje, “hasta rugir” (62). Hay aquí una pista del ritual o del mantra de la palabra dolida: “la lengua/ aúlla por los entierros” (64). Es la guerra florida, “la marcha bélica [se da] cuerpo a cuerpo” (ibid.). Hacia el final de este mantra, se anticipa un presente warriache de la sujeto, una comunidad callejera, empobrecida y marginal. Un presente diaspórico.
En la tercera parte, “Apocalipsis song. Pewfaluwün song”, creo ver una ironía, puesto que en la versión en mapudungun no se modifica la palabra en inglés (song), evitando, nos parece, que se transforme, por una lamentable confusión, en un canto. En esta (in)traducción se le da continuidad al imperialismo y al colonialismo a partir de la alabanza bíblica final y eterna a dios. Por entre la épica de una de las mayores apologías patriarcales, aparece la sujeto de los poemas ya exiliada y errante. Es el infierno para el manifiesto nosotras de la enunciación, quienes elevan su propio canto de espanto: “puede que hayas/ subido por el río/ pero nunca has visto esto / [...] Cruzamos la noche de cara al infierno” (84). En este contexto, se produce un cruce importante entre una posición reivindicativa de la enunciación poética: el sistema de poder, la rabia como impulso florido y un presente de protestas: “se difuminan los gases lacrimógenos/ y la barricada humeante/ necesita leña” (94). La violencia sostenida y renovada desata nuevas políticas de resistencia y, en el cuerpo de la sujeto, emerge un mundo mapuche tatuado como signo-cicatriz: “dos serpientes que se enroscan/ a esta piel mullida [...] trozos de lengua/ esparcidas en esta/ esta/ mi tierra desolada” (86).
Finalmente, la herida que arrastra la guerrera se convierte en una nueva resistencia y la “mata de espinas [...] florece/ como palabras sopladas al oído” (108). Así mismo, el miedo se diluye porque se acepta la muerte, pero no como fin, sino como frontera. La hablante ya no está entre dos mundos, entre una guerra y otra, entre un tiempo y otro, entre un territorio y otro; más bien, es el alimento de la frontera, es la frontera: “Cuando aceptas la muerte/ contemplas el final/ [...] ya no hay miedo/ ya no estás entre dos mundos/ porque tú/ tú// eres l a f r o n t e r a” (112). Tal como se silabea amorosamente, signo a signo, el nombre de la amante para hacerla habitar por siempre en la sujeto de los poemas, también se vitaliza letra a letra, la existencia champurria. “E l l a” y “l a f r o n t e r a” son balbuceadas en cada una de sus grafías para aprenderlas, para albergarlas o albergarse en ellas y entre ellas, es decir, entre las rendijas de sus grafías que, a la vez, tejen sus cuerpos como una potencia vital. La frontera temporal, espacial, cultural y corporal ya no se cruza, ya no se va de un lado al otro, porque la enunciación poética es la misma frontera, y más aún, no es “una” frontera: es “la” frontera; hay en su tejido una especificidad: la energía champurria que es mapuche. Esta experiencia de frontera es la que finalmente da forma al telar de guerreras champurria: entre otras, su compañera de viaje, la diosa travesti. Un “ave migratoria” que “intenta dejar su plumaje”, porque “la guerra es siempre otro pájaro” (120), dice el poemario para hacer hincapié, una vez más, en su trama champurria.
La cuarta parte y última del libro, “Pos Guerra. Rupan Malon mew”, es un nuevo guiño irónico que traduce una vez más la crueldad de la violencia en el presente de la sujeto poética. Se trata de la diáspora, del empobrecimiento en la fütrawaria, “esta capital de fuegos artificiales” (136), donde “nada nuevo hay después de la brisa/ [solo] colchonetas y orina siguen su curso y en vez de arroyos/ un océano de cucarachas se retuerce en cañerías de cobre” (138). Se ha vaciado la memoria, la sujeto no recuerda que fue una guerrera, el corte ha sido tan abrupto y profundo que solo una piedra que trae consigo, como una punta de lanza, se transforma en la señal que empuja su grito de combate: “soy la guerra” (142), dice la protagonista, tejiendo las alteridades que la habitan desde antes y las que la vitalizan ahora. La puesta en acción del cuerpo como territorio de la insurgencia en el presente pone en movimiento un arsenal de experiencias, que revelan una permanente insubordinación. El arsenal al que nos referimos estaría compuesto por la provocadora revuelta de la intimidad de la sujeto, de la abierta resistencia de una política champurria comunitaria, de la dignificación de la precariedad y de una cierta ajenidad –sospecha– vital en la ciudad.
En suma, Guerra florida propone la escritura como un witral de ideologías cosmogónicas disidente y contaminado, y también como un espacio performativo del lenguaje en su sentido de interacción con otras fronteras del discurso artístico y de ritualización de lo político. En definitiva, lo suyo es la traducción de una herida, de una desgarradura que posibilita el vínculo amoroso para que florezca la revuelta de una comunidad contracolonialsta, contrapatriarcal y contraneoliberal.
NOTAS POÉTICAS AL CIERRE
A lo largo de este trabajo, transitamos parcialmente por las páginas de Guerra florida, un poemario de políticas radicales que pone a la vista y problematiza una serie de asuntos que son resultado del colonialismo esparcido en América Latina, desde la invasión europea hasta la actualidad. Nuestra atención se concentró en una de las propuestas centrales del poemario: la elaboración de saberes y experiencias champurrias que alimentan la enunciación poética, proponiendo una política de descolonización de la frontera. Una de las discusiones implícitas o laterales que ofrece el libro es la articulación innegable entre la violencia colonial de los gobiernos y Estados criollos en Chile y Argentina y el proceso diáspórico que da origen a las experiencias de migración forzada que, desde fines del siglo XIX, ha tenido que enfrentar el pueblo mapuche. El lúcido y terrible malón que se teje en los poemas interviene cualquier posibilidad de pensar lo champurria como un todo homogéneo en el cual se refuerzan binomios que, justificados en una “historia de violencias compartidas”, fuera de las fronteras de Wallmapu, produciría imaginarios estáticos, naturalizados bajo la rúbrica binaria de identidad champurria/identidad mapuche. Por el contrario, la “potencia champurria” (Valderrama 327) propone o abre discusiones e interrogantes dentro de un espacio histórico, cultural, político y ético que forma parte del universo existencial mapuche. Por lo tanto, los ejes descentrados de la experiencia diaspórica son parte fundamental de “una de las cuestiones que más distingue al Pueblo mapuche, es aquella heterogeneidad [...], [pues hay] muchas formas de ejercer la mapuchidad” ( Catrileo, “Ir” párr. 13). Dicho de otra forma, en el poemario, la experiencia champurria está lejos de promover un estado final de identidad o identificación “champurria” o “fronteriza” encapsulado entre la sociedad mapuche y la chilena. Muy por el contrario, la energía política que trae la experiencia champurria abre un proceso complejo de múltiples intercambios políticos y culturales, contribuyendo a la diversificación de los saberes mapuche en el presente, a la vez que amplía las perspectivas de interpretación y lectura de la realidad.
Por esto, y con todo, Guerra florida propone la frontera misma como interrogante, como performance vital, como frontería, como fuerza dinámica de prácticas políticas y éticas de la memoria y de “cuerpos en recuperación”. Así también encontramos la frontera misma, politizada con la experiencia diaspórica de la sujeto champurria, como una poética de resistencia anticolonialista, anticapitalista y antipatriarcal. Sin embargo, creemos que la potencia del hilván fronterizo que realiza Daniela Catrileo no solo se encuentra en una frontera revelada y rebelada en su posición de resistencia mapuche champurriada, sino también en el despliegue de sus precarizaciones. Estas se asumen como nudos críticos que refuerzan las políticas de sujeto weichafe y que están atentas, por una parte, a la no dicotomización de la frontera y, por otra, a la descolonización de la frontera.
Es un hecho, finalmente, que la poesía de Daniela Catrileo se inserta dentro de un witral artístico heterogéneo y que la coexistencia de poéticas vinculadas a la experiencia champurria es variada en sus diferentes niveles de producción. Entonces, podría hacerse la pregunta: ¿qué se entiende por poesía champurria? Sin embargo, nos parece que no es de nuestro interés responder a esta interrogante porque, ante todo, es un escenario en movimiento que va marcando sus propios ritmos de apertura y complejidades más allá de lo puramente escritural. Quizás habría que referirse a textualidades poéticas champurrias, porque la poesía mapuche siempre ha estado ligada a otros registros que la habitan, como la oralidad, el canto y la música. Hoy estas fronteras tienen nuevos tránsitos, en los cuales la poesía mantiene diálogos con las artes visuales y la performance. Por otro lado, hay que considerar que las fronterías champurria que las mujeres poetas vienen elaborando como corpus desde comienzos de los años 2000, también están conformadas por diferentes voces enunciativas y distintas estrategias temáticas, escriturales y políticas. La circulación, entonces, de sus textualidades artísticas ya se elabora como una política de fronteras descolonizadoras.
Al cerrar, por ahora, este recorrido, nos parece que la weichafe, su amante “E l l a” y la diosa pájara que presenta Daniela Catrileo comparten un camino comunitario junto a las parias y a la Malinche de Adriana Pinda, a los náufragos de Maribel Mora Curriao, a las serpientes exiliadas de Roxana Miranda Rupailaf, a las compañeras del telar de Liliana Ancalao, a los exhumados y asesinados de Yeny Díaz Wenten y a la desterrada trasandina de Ivonne Coñuecar, entre otros cuerpos champurria dentro de las textualidades mapuche. Se trata de una comunidad poética de mujeres políticamente champurreadas, cuyas poéticas, al igual que Daniela Catrileo, se mueven entre la ficción, la experiencia y la realidad, además de coser subtextos que apelan a diferentes hilvanes y deshilados autobiográficos.
Resumen:
UNA POSIBILIDAD EN EL RECORRIDO, LA FRONTERÍA
LA ENERGÍA, LA EXPERIENCIA CHAMPURRIA
LA REVUELTA CHAMPURRIA: “JAMÁS SE AGOTA EN ABSOLUTO”
“E L L A”, LA REVUELTA ÍNTIMA
NOTAS POÉTICAS AL CIERRE