in Revista Chilena de Literatura
Diabluras castigadas de González e Ipinza, los amigos contraejemplares de Hijo de ladrón
Resumen:
En el presente artículo propongo una lectura crítica de la constitución de género y clase de dos personajes masculinos presentes en Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas. Los personajes González e Ipinza, junto con ser dos tipos masculinos contraejemplares, están representados empleando recursos estéticos propios de la literatura cómica, entendida en la variante definida por Bajtín. Esta dimensión cómica actualizada bebe de fuentes arcaicas y permite al narrador (una de las voces refractadas del artista-autor) realizar una operación irónica y crítica en la que se pueden percibir elementos políticos claros que apuntan a una ética particular de los personajes. La ética, el modo de operar y de darse los personajes masculinos posibilitan una lectura que comprende sus particularidades como metonimias y alegorías de tipos masculinos históricos (referenciales) y del funcionamiento del entramado patriarcal, capitalista y liberal de inicios del siglo XX sudamericano (Chile y Argentina).
DIÁLOGOS FUNDAMENTALES: REFLEXIONES CRÍTICAS SOBRE LA REPRESENTACIÓN DE MASCULINIDADES
En el contexto de la instalación del relato nacional –patriarcal, moderno y capitalista; ilustrado, higienista y positivista; democrático, paulatinamente meritocrático y republicano, aunque siempre con unas férreas lógicas de exclusión respecto de lo que se considera “otro”, subalterno o abyecto– en los inicios del siglo XX en Chile y Argentina, la frustración de la representación política (Vertretung) (Spivak 177) de las masculinidades subalternas referenciales, habitantes empíricas del periodo y de los espacios geopolíticos ya circunscritos, se torna evidente por lo menos por dos razones fundamentales y simples de enunciar: a) la imposibilidad de verse o reconocerse en representantes que, desde tempranos tiempos, ejecutan, con mayor o menor honestidad, estrategias políticas de “coerción y consenso”, parafraseando los análisis de Verónica Valdivia (56-67); y b) la imposibilidad de representar, desde esos portavoces, a amplios grupos humanos que se constituyen identitariamente de modo paradojal respecto del proyecto que han preparado para ellos esos mismos representantes que, de un lado y de otro, aspiran a otro tipo de sujeto: uno idealizado, masculino y subalterno o más bien conforme con su subalternidad y no crítico de la dominación que padece (o crítico de un tipo de dominación, en el caso de las izquierdas parlamentarias –distintas a la “izquierda” ácrata–, pero disponible para ser dominado por una cúpula de poder radicada en el Partido) 1 .
En el ámbito de la representación estética (Darstellung) (Spivak 180), el trabajo llevado a cabo por Rojas respecto de la posibilidad de “mostrar” complejas constituciones identitarias, masculinas y subalternas encuentra en cierta medida una realización narrativa, en el ámbito de las ficciones estéticas, pero se topa una y otra vez, en el fondo y en la superficie del problema, con la inabarcabilidad de esas comunidades masculinas subalternas que evidencian, otra vez, las paradojas que las constituyen a contrapelo y al servicio de los modelos instituidos como válidos desde (a) el patriarcado, (b) el capitalismo, (c) el nacional-republicanismo o (d) el proyecto liberal individual de realización personal, por mencionar cuatro ejes de constitución identitaria del sexo-género y la clase.
En la encrucijada que supone la “asimilación” de lógicas representacionales realistas y vanguardistas, Manuel Rojas se hará cargo de tipos “comunes y corrientes” que, primero, emanados desde los contextos referenciales han sido traspuestos a lo estético-literario y que, segundo, plasmarán en sus existencias ficcionales una compleja tensión cultural dada por lo esperado de ellos y lo logrado por ellos, en términos de sexo-género y clase, en tanto categorías estéticas y éticas o, comprendiendo el profundo diálogo de lo artístico con lo referencial, poéticas y políticas. Si en la dimensión de los fracasos se puede estratificar, igual que las estratificadas clases populares, los niveles de fracaso, es necesario indicar que estos son proporcionales al tamaño de la “figura social” con la que se pone en relación cada uno de estos sujetos masculinos “comunes y corrientes” que deambulan por los universos ficcionales de Rojas. Así, esas “figuras sociales” de proporciones modélicas –como dictadores, líderes políticos, jefes, mesías, entre otros– son la vara imitable e inalcanzable para estos “pobres diablos”, tales como funcionarios de “cuello blanco” (raído y sucio), “linyeras” (aventureros y viajantes no heroicos), delincuentes, proxenetas y otros tipos criminales, risibles, despreciables, miserables o culposos. Entonces, en los mundos narrativos de Rojas resulta inevitable observar una relación entre miseria y crimen, que permite inferir una dimensión contradictoria entre el crimen de las masculinidades “modélicas” y las masculinidades “comunes y corrientes”. La relación se vuelve paródica, en tanto esas masculinidades “pobres diablos” son, especularmente, el fracaso de las masculinidades modélicas que, al ser parodiadas por estos sujetos despreciables, evidencian el hecho de que, patriarcalmente, están constituidas por el crimen y la miseria.
Las masculinidades “por arriba” ostentan un sexo-género deseado por las masculinidades “por abajo”, pero siempre en clave negativa, porque ese deseo se construye como una frustración 2 . En ese sentido, la tensión se interioriza, porque, parafraseando a Kirkwood, lo político está inmiscuido en lo íntimo. De este modo, respecto de Erdosain, protagonista de la novela en dos partes de Arlt, Diana Guerrero plantea que “la imagen íntima de sí mismo y la impuesta por la sociedad están en colusión” (13). Estas afirmaciones son aplicables a los personajes de Hijo de ladrón y, particularmente, a los estafadores González e Ipinza.
En esta dimensión, es inevitable comprender que los tipos masculinos, que transitan u orbitan en los mundos ficcionalizados de Rojas, son deícticos de modos de ser “hombre” en el plano experiencial del mundo “real”, debido a la relación que establece la ficción con el plano referencial.
Ahora bien, es pertinente señalar que los “hombres” de Rojas tienen una problemática relación con el trabajo porque, en la mayoría de los casos, este adquiere formas criminales. Además, hay cierta dimensión en la que el trabajo es un acto sacrificial, pero constitutivo, o, en definitiva, el trabajo resulta ser miserable y el producto de este es solo suficiente para una subsistencia ínfima. Por ello, es comprensible que tener un género implique un modo de relacionarse con un sistema económico de producción: “Si es cierto que en la sociedad capitalista la identidad sexual se convirtió en el soporte específico de las funciones del trabajo, el género no debería ser considerado una realidad puramente cultural sino que debería ser tratado como una especificación de las relaciones de clase” (Federici, Calibán y la bruja 27). Debido a lo anterior, se torna necesario abordar los modos en los que las masculinidades que trataré en el análisis encuentran modos de hacerse cargo de su propia subsistencia, evidenciando su propia economía.
En el caso de González e Ipinza, el ser hombre –que implica el trabajo: “trabajar es uno de los mandatos que distingue al varón en la masculinidad hegemónica, junto a la heterosexualidad y la paternidad” (Olavarría y Valdés 198)– es un acto frustrado por la inoperancia de los personajes.
Cabe señalar que, siguiendo otra reflexión de Federici que colisiona con la idea del trabajo como mandato de lo masculino (en tanto incluso lo masculino subalterno es hegemónico), los “hombres” de Rojas son, en efecto, “malos hombres”: no alcanzan ni el sueño “latinoamericano” de la meritocracia ni la revolución social ni la destrucción nihilista del sistema. Esto se relaciona estrechamente con lo desarrollado por Federici acerca del “eterno femenino”:
La concepción de Marx de la naturaleza humana como resultado de las relaciones sociales, no como algo eterno, sino como producto de la práctica social es una idea central para la teoría feminista. Como feministas y como mujeres, hemos luchado contra la naturalización de la feminidad, a la que se le asignan tareas, formas de ser, comportamientos, todo impuesto como algo “natural” para las mujeres. Esta naturalización cumple una función esencial de disciplinamiento (El patriarcado del salario 8).
Desde el feminismo de Federici, la descomposición del “eterno femenino” permite a las mujeres luchar contra la naturalización de una identidad impuesta desde el patriarcado capitalista. En el caso de Rojas, la negativa al trabajo o la subversión de este por actividades vagabundas, esporádicas, disímiles al modelo o, de frentón, criminales –estafa, secuestro, falsificación, trata de mujeres–, más que evidenciar un cuestionamiento al “eterno masculino”, sitúa a los “hombres” de las ficciones del corpus en una dimensión de “no-hombres”, acercándolos a lo monstruoso, a lo abyecto, a lo espectral o a lo inútil (o inoperante). Es decir, son “malos hombres”, inclusive por mostrar signos de rebelión inconsciente como Cristián Ardiles.
Sumado a lo anterior, estos “pobres diablos” tienen modos deficientes de comunicarse o son incapaces de establecer un modo de contar sus propias experiencias de “malos hombres”. En Rojas, el Aniceto Hevia viejo, reflexivo y represivo, toma la narración e inclusive cuando la voz de otros personajes irrumpe en el relato, no se puede dejar de percibir el tono sentencioso del viejo Hevia que ha superado las experiencias juveniles del Aniceto Hevia adolescente. Esto me lleva a pensar, siguiendo a Kirkwook, que la “exigencia desde la dominación de ‘buenas maneras’ va más allá de una exigencia de cortesía; es un modo muy frecuente, por el contrario, de imponerle inautenticidad al rebelde, de hacerlo renunciar a su contracultura, a su ilegalidad y a su contra-lenguaje” (71). Si bien Kirkwood está apuntando hacia otro ámbito de la negación del rebelde, las masculinidades ficcionales de Rojas no tienen derecho a referirse al mundo que habitan con “su propia lengua” (ficcional), sino que requieren de las buenas maneras de un narrador serio y sentencioso: Aniceto Hevia viejo. Sin voces propias, estas masculinidades subalternas ficcionales, aun si logran tener rasgos hegemónicos, son títeres de guiñapo de una suerte de scena vitae de la narrativa chilena de principios del siglo XX: son pequeñas metonimias alegóricas de masculinidades referenciales que habitan el theatrum mundi.
MASCULINIDADES PARTICULARES Y GENERALES EN ROJAS
Rojas participa de un modo de representar que, junto con poseer vínculos de larga data con una tradición literaria de “baja cultura”, con presencia de tópicas carnavalizadas y lazos con géneros cómico-serios, dice mucho del mundo referencial, mediante el mundo representado, en términos políticos y éticos (desde una poética y una estética). Así, es evidenciable que el entramado patriarcal, nacional, liberal y capitalista, con sus lógicas de violencia naturalizadas, “produce” estos tipos de ser masculinidades los que, metonímicamente –o “alegóricamente”, como diría Sommer (59-66)–, permiten comprender algunos de los modos “hegemónicos” de ser masculino bajo las lógicas patriarcales.
Producto de diversos mecanismos de transmisión cultural, en la escritura de Rojas hay una clara presencia de modos de representación anteriores a su presente; esos modos son actualizados por el autor en su acto creativo. La transmisión de tópicas literarias más o menos arcaicas y su adquisición, más o menos involuntaria, se puede haber dado por la lectura de múltiples novelistas, como los que declara en su ensayo “La novela, el autor, el personaje y el lector” (1937). También es posible inferir de su amplio conocimiento de los relatos orales populares (muchos campesinos y otros urbanos) la extracción de matrices de sentido asociadas a la comicidad, a la parodia y al humor crítico y moralizante que se percibe en el modo de articular el pasaje de González e Ipinza.
Abundan, de esta forma, los tonos de socarronería y burla, humor, ingenuidad, ternura, miedo, entre otros, para referirse a la miseria del “hombre” y sus esfuerzos por no estar sometido a los vaivenes del destino. En alguna medida, Aniceto Hevia viejo no puede evitar ser contradictorio, en su percepción crítica de sí mismo –en la juventud– y de los otros “hombres”, y “patético”, en la medida en que hay una presencia de cierto tono victimizado en la narración, que remite, también, a modos de ser masculino.
En esa misma línea, el empleo de ciertas dimensiones escatológicas para provocar risa respecto de absurdos anarquistas, como en las asambleas o el asalto a una sombrerería ( Rojas, Sombras contra el muro 132-4; 106-13), marcan la distancia del narrador viejo y reflexivo respecto de las “aventuras” del seudopícaro Aniceto adolescente. Además, es observable que Aniceto Hevia se concentra en algunas masculinidades más o menos abyectas, profundamente “pobres diablos”, pero deja muchas en una dimensión espectral, no solo por su innominación, sino también por su ausencia-presencia en la narración.
La materialidad de los cuerpos masculinos y su construcción de género, bajo las lógicas de lo masculino, de la “hombría” –no en el sentido que le da Concha al analizar cuentos como “Laguna” (338)–, de lo que se supone varonil y de lo que se propugna como “macho” –es decir, del patriarcado material y simbólico–, supone una dimensión de la representación ficcional abordada desde matrices de análisis que permitan comprender la constitución de los personajes como portadores de un cuerpo y de un género, determinados por múltiples variables, como la clase, entre otras “intersecciones” 3 .
La dimensión sexual, corporal y de género está incluida en la configuración identitaria que comportan los personajes de ficción, atravesados además por variables históricas, éticas, políticas, culturales, también de ficción, en la compleja elaboración estética de un mundo. En este contexto, los personajes de ficción son entidades materiales, dibujadas claramente, desdibujadas o en proceso de delineamiento que, junto con portar una voz –y una ideología (Bajtín, Problemas 116)–, son habitantes de un mundo ficcional que les exige, por una parte, articularse corporal y sexualmente respecto de las otras entidades que habitan ese mundo, y, por otra, hacerlo respecto de las lógicas de funcionamiento del mundo ficticio, que posee concomitancias con las lógicas extraliterarias de funcionamiento del mundo referencial –rasgos constitutivos de un “mundo posible” o imago mundi– que soporta la existencia de ese discurso ficcional. En el sentido anterior, es importante considerar que las masculinidades –o los rasgos definidos como masculinos y como no-masculinos materializados en un cuerpo– que habitan el plano referencial de la existencia, en el que habitó el autor real y desde el que nutriría sus imaginarios, influyen en cómo se dan las masculinidades ficcionales.
Así, el entrecruzamiento del plano de la ficción y del plano referencial a propósito de las masculinidades puede ser comprendido, además, como doble, dado que, en esa materialidad experiencial desde donde se nutrirían las ficciones, la figura autoral –con un cuerpo y un género construidos– se encuentra con: a) una materialidad histórica y cultural, poblada por sujetos posibles de ser referentes de sus ficciones, en una transformación inventiva; y b) un campo cultural al que accede mediante el proceso de enseñanza-aprendizaje escolar –más o menos disciplinario y necesario– o autodidacta –intercambio oral o escrito de saberes con pares– y la lectura –o decodificación– de múltiples objetos culturales discursivos, tanto de la esfera inmediata de la comunicación –el cotidiano periódico, la radio o la televisión– como de la esfera culturalmente más compleja de la comunicación –la literatura, por ejemplo–.
En primera instancia, el complejo definitorio articulado entre cuerpo, sexo-género, clase e identidad –comprendido desde la premisa de “no se nace mujer”, que le debemos a Simone de Beauvoir 4 – es aplicable, con respeto y juicio crítico, también en el caso de “lo hombre” (o del “hombre natural”).
Es importante considerar el hecho de que las identidades de género y las masculinidades no pueden ser disociadas de una identidad de clase o, en el contexto de la posición respecto de la explotación-dominación, de una identidad subalterna-hegemónica. Esto es, los hombres referenciales y ficcionales de las clases populares son subalternos respecto de las lógicas de explotación y hegemónicos respecto de las lógicas sociales de “convivencia” de género naturalizadas por los discursos oficiales (Iglesia, Estado-nación, patriarcado, capitalismo, entre otros). Así, lo “masculino-subalterno” en lo histórico y en lo ficcional replica modos bélicos de interrelación social. Aunque hay afecto y apoyo entre tipos como González e Ipinza, esa “solidaridad” está mediada por principios de “hombría” movidos por la supervivencia competitiva. Existen comentarios de Aniceto Hevia viejo, como se verá en el análisis, que critican los modos de actuar de González e Ipinza en general. Al abstraerse, el narrador apunta su crítica a los hombres en general, de los que González e Ipinza son particulares. Los hombres en general sostienen un modelo social y cultural, y la crítica se engarza con la reflexión en torno al mundo habitado. La comicidad, en tanto, se provoca al reconocer el mundo referencial en el ficcional y acusar la tensión en las experiencias de supervivencia. La tensión, finalmente, se da entre modelo ideal y la realización efectiva que los tipos masculinos llevan a cabo para soportar el peso del mundo. La potencia de lo narrativo, en ese sentido, es hacer evidente que eso masculino ejecuta modos criminales, condenados en el papel, para sobrevivir. Estéticamente, la ironía del narrador evidencia que la paradoja de sobrevivir criminalmente se resuelve con la muerte, la enfermedad o la cárcel. Los protagonistas del pasaje narrativo y de los estafadores menores del contexto histórico son perdedores, sobreviven a medias.
La naturalización, cultural e histórica, de ciertas estructuras de verdad que se tornan paradigmas en relación con lo que corresponde a “identidades masculinas” es un material que permite observar qué es masculino para Manuel Rojas, como sujeto histórico (“hombre”), y cómo comprende “lo masculino” a propósito de la configuración identitaria individual, de colectividades, oficial o contraoficial, ejemplar o contramodélica (respecto del sentido que se le da a tales o cuales rasgos). Ahora bien, me parece relevante que eso que Manuel Rojas considera “masculino” responde a construcciones identitarias culturales e históricas que están disponibles en su contexto de escritura y en la época que se transforma en el tiempo ficcional del relato. Un tiempo que podría ser homologable a los primeros veinte años del siglo pasado y un espacio ficcional que sincréticamente alude a Buenos Aires, Valparaíso, Río de Janeiro, entre otras ciudades, con claridades ficcionales específicas que permiten marcar la acción en mapas sudamericanos del plano referencial.
Dicho lo anterior, es necesario observar entonces algunas de esas masculinidades individuales o grupales, con sus cuerpos y su conformación de género, que aparecen en los recuerdos y en las “narraciones enmarcadas” de Hijo de ladrón, para desentrañar qué nos dicen de la construcción de lo masculino a través de lo literario. En tanto lectura histórico-cultural, la instancia de lo literario está en la encrucijada patriarcal de un tiempo del relato que alude a un tiempo referencial histórico: los primeros treinta años del siglo pasado.
En este artículo, mediante dos masculinidades principales y el relato del vagabundo de las tortugas, indago en ciertas formas, funciones y sentidos de esas entidades masculinas, comprendiendo que en la narrativa de Rojas adquieren rasgos asociados a diversos ámbitos conceptuales –delictuales, anarquistas, expropiadores, vagabundos, atléticos, alcoholizados, entre otros– y que operan en una circunstancia conectada con una referencialidad discursiva clara –el Centenario de la Independencia, la persecución de los movimientos subversivos, la conformación de lo nacional, la implementación del capitalismo extractivista, entre otros–.
Ahora bien, existen otros acercamientos críticos específicos a la obra de Rojas que también han comprendido la importancia del género-sexo y la clase en los personajes de este autor. Dos estudios contemporáneos indagan –uno de modo directo, el otro de modo indirecto– en tipologías masculinas presentes en el contexto de escritura de Manuel Rojas; estos estudios permiten comprender que, de esos rasgos de tipos masculinos, más de algunos pasan a conformar las identidades masculinas ficcionales.
Es necesario, en este contexto, mencionar a Román Soto, con su artículo “Hijo de ladrón: subversión del mundo y aprendizaje transgresivo”, quien incorpora el valor de la risa, de lo dialógico, de lo cultural (ficcional y referencial) y de las tensiones entre, por un lado, centro y margen e interioridad y mundo exterior, y, por otro, como mecanismos subversivos y transgresores de construcción de la voz propia de Aniceto, en una línea considerablemente bajtiniana (273-4). Así, Soto articula múltiples lecturas teóricas para construir su red de análisis interpretativo. Ahora bien, esas tensiones “formativas” se verán paradigmáticamente en el análisis que realizo de las acciones de González e Ipinza, aunque Soto concentre su atención en Aniceto Hevia y la relación con Echeverría (281-2).
Por su parte, el estudio “Sujetos marginales en la narrativa de Manuel Rojas: de disciplinamientos a focos de tensión con el proceso modernizador”, de Lorena Ubilla, es una indagación respecto de los tipos trashumantes, marginales –en oposición con la instrucción pública o el trabajo–, gañanes (“golondrinas”) o peones que transitan los espacios urbanos y rurales de principios del siglo pasado, en búsqueda del sustento diario. Esos sujetos marginales son contrastados bajo el prisma de los tipos anarquistas o, al menos, frente a la evidencia de algunos tipos de anarquistas y sus ideas de progreso, racionalismo, autoeducación y relación con el trabajo (el oficio), entre otros temas que patriarcalmente se asientan en los modos de ser masculinos 5 , determinando la condición de ese “masculino” y reduciendo el problema de la interseccionalidad a un dúo binario (“mal hombre”/“buen hombre”). La investigadora señala que:
estos sujetos marginales pueden ser analizados como “sujetos fronterizos”, es decir, como individuos que, por su condición, pueden transitar entre diversos órdenes, mundos y prácticas (pensemos, por ejemplo, en los tenues límites existentes entre legalidad/ilegalidad, honradez/perversión, casa/calle, familia/abandono) lo cual los hace ver desde la élite y desde el mundo popular obrero como ambiguos, peligrosos y sospechosos (1-2).
Como se podrá apreciar, compartiendo varios de los argumentos de Ubilla, las masculinidades analizadas están interna y externamente tensionadas: en lo interno, no son lo suficientemente delictuales, no son lo suficientemente anarquistas, no son lo suficientemente revolucionarias o no son lo suficientemente perversas; en lo externo, son incapaces de cumplir con el modelo masculino de las élites o con el modelo masculino de lo revolucionario. Se evidencia entonces que sus modos de construir masculinidad están dados por la condición de “víctimas” o de “pobres diablos”, sin restringir lo multifacético de su modus operandi de supervivencia.
A partir de la consignación y comentario que Ignacio Álvarez (99-117) hace de las cuatro líneas críticas que han predominado en la exégesis de la obra de Rojas, infiero que en tres de esos cuatro modos interpretativos se está en presencia de formas en las que el universo de las masculinidades referenciales es traspuesto a las ficciones narrativas. Así, desde las posiciones de escritor de voz “subalterna” o “marginal” –o simpatizante de esas voces–; de narrador de la fraternidad y la solidaridad –desde una perspectiva “humanista”–, y de escritor anarquista –o proclive a ciertos presupuestos éticos e ideológicos de cierto tipo de anarquismo–, Manuel Rojas indaga en tipologías masculinas de las que Aniceto Hevia viejo tiene algo que contar.
Hay que considerar que los múltiples tipos de “hombres” que constituyen ese complejo enjambre interseccional de masculinidades que responden, resisten o se subsumen a las violentas lógicas patriarcales es extenso e inabarcable. González e Ipinza son solo dos estafadores de poca monta, cómicos por su alto nivel de ironización y sus finales terribles, con los que se tiende a mostrar el castigo a la contraejemplaridad o las lógicas capitalistas parodizadas, con las que se “castiga” las operaciones de supervivencia de los tipos masculinos en el enclave capitalista de inicios del siglo XX.
El segmento narrativo de Hijo de ladrón que comentaré es rico por el material que entrega a propósito de un tipo particular de constitución de masculinidades a inicios del siglo XX, en Chile y Argentina (cfr. Salazar et al. 53-85). Estos hombres alcanzarán ribetes bufonescos debido a la modalización discursiva que el narrador emplea para describirlos y contar los sucesos vinculados con ellos. El tono de sorna que el vagabundo de las tortugas –máscara narrativa de Aniceto Hevia (narrador)– emplea respecto de González e Ipinza y respecto del sí mismo juvenil presenta un tono cómico que, junto con recuperar algunas matrices arcaicas de comicidad, actualizará esas matrices y las articulará en un relato en el que se reconocen contextos propios de la encrucijada que suponen el capitalismo, el catolicismo y la conformación de las policías, de las delictualidades (cfr. Caimari 112, 120-122; León León 65), del mercado y de lo moderno “nacional”, orbitando de cerca los Centenarios históricos de los jóvenes países sudamericanos (cfr. Craib; Suriano, 335). Así, este relato permite indagar en los modos de ser de estos dos hombres y de las lógicas de supervivencia que establecen en el contexto de la explotación, del trabajo asalariado y, también, de la tradición de las chanzas y burlas, con sus consecuencias “éticas”: González e Ipinza adquirirán ribetes de bufones modernos, en tanto se presenta, junto con la “broma”, el escarmiento reservado para este tipo de comportamientos que, contradictoriamente, no se aplica a las lógicas oficiales de generación de dinero del mercado capitalista-liberal. Esta jugada narrativa tensiona la “ética” del liberalismo capitalista, vinculándola con la “ética” de delincuentes menores y “graciosos”. En definitiva, González e Ipinza pueden ser leídos como metonimias de tipos masculinos o particularizaciones alegóricas de modos políticos y eróticos de conformar “nación” (cfr. Sommer 47-49). En términos “carnavalescos”, son los bufones que se burlan del rey: insignificantes tipos masculinos que recurren a las lógicas de la economía liberal para apuntar la inmoralidad del capitalismo patriarcal.
LA CHANZA DE LAS BARATIJAS: ESTAFAS PROPIAS DEL LIBRE COMERCIO
En Hijo de ladrón, Manuel Rojas realiza un juego narrativo en el que la voz del vagabundo de las tortugas es enunciada por Aniceto Hevia, generándose una narración marco y una narración enmarcada. Es allí donde se cuenta la segunda travesía del vagabundo, la que tiene un origen similar a su primer viaje: el deseo y el placer de errar, de vagar, sin objetivo alguno. Ipinza y González así lo establecen al responder al innominado amigo-narrador: “–¿Para dónde van?/ –Para la Argentina./ –¿A qué?/ No contestaron: ¿qué explicación iban a dar?” (196).
Tan aleatoria como la respuesta de González e Ipinza es la actitud del “espíritu libre” que representa el vagabundo de las tortugas, cuyo diálogo con su padre al salir de casa es significativo respecto de ese vagar sin objetivos: “–¿Para dónde vas?/ –A dar una vuelta por ahí…/ –No te demores; ya son más de las diez./ –Volveré en seguida./ Y salí: demoré año y medio en volver” (ibid.).
Las adversidades que se presentan en la travesía transcordillerana son nefastas. El vagabundo de las tortugas deberá hacerse cargo de Ipinza y González, al menos mientras dure el contacto con la naturaleza, porque, debido a su modus operandi de supervivencia, ambos son personajes que se adaptan mejor a las lógicas urbanas. Desde ya se anticipa el periplo que unirá a los personajes con presencia de algunas imágenes evangélicas que situarán a Ipinza y a González en la dimensión de lo “diabólico” (criminalidad) y al vagabundo de las tortugas en la de lo “correcto”, con visos cristianos y paternalistas. Así, se van perfilando modos de darse lo masculino.
El extenso pasaje que cito a continuación posee varios elementos que me permiten inferir e interpretar aspectos medulares en la constitución de estos personajes desde la perspectiva de la constitución de género y clase.
En primera instancia, el asunto referido a la inoperancia de los personajes frente al viaje muestra al narrador como una especie de padre cristiano atento con sus hijos. De hecho, los infantiliza, sacándolos de la dimensión de lo masculino adulto: “tuve que lavarlos, vestirlos y hacerles de comer: eran completamente inútiles para la lucha al aire libre. Si no hubiese ido con ellos, habrían muerto en la cordillera, como si en vez de hombres hechos y derechos se tratara de niños” ( Rojas, Hijo de ladrón 196-7). Así, los muchachos de pies lastimados son salvados por el trotamundos con experiencia, tal como hubo salvado con las alpargatas a Aniceto Hevia.
El rasgo mesiánico de salvador de vidas que adquiere el vagabundo de las tortugas queda refrendado por la actitud de vagabundos mendicantes con la que ingresan a Mendoza, pues Ipinza llega
con un aspecto que habría ablandado el corazón de una hiena: afirmado en mi hombro, barbudo, sucio, derrengado y con un pie envuelto en un trozo de arpillera, mientras el otro, González, apoyado en un palo, nos seguían [sic] próximo a soltar el llanto, con una apariencia que, salvo en lo que respecta al pie, no tenía nada que envidiarle al otro: ambos parecían arrancados a las garras de la muerte en un terremoto o diluvio universal ( Rojas, Hijo de ladrón 197).
La última aseveración del narrador culmina un proceso de descripción con tono bíblico y humorístico del periplo que ha sufrido con sus dos compañeros de viaje. Me parece que el contenido que evoca un relato de mendicantes bíblicos funciona estéticamente para resaltar la condición humana que ambos personajes desenvuelven en la zona urbana, mostrando rasgos humorísticos asociados a lo maligno o demoníaco desde una perspectiva cómica, pero también didáctico-moralizante, sobre todo por el fin evidente de al menos uno de ellos y la salida de la escena narrativa, sin mediar explicaciones, del otro.
En el ámbito que vengo comentando, entonces, los personajes se transforman en la dimensión urbana:
me resultaron distintos [dice el vagabundo de las tortugas], tanto, que me dejaron asombrado: era un par de truchimanes capaces de embaucar al padre eterno … llenos de astucias y de argucias, incansables para divertirse, para comer, para beber, para reírse; parecían haber estado presos o amarrados durante veinte años y haber recuperado su libertad sólo el día anterior o cinco minutos antes (ibid.).
Así, los ribetes festivos que adquieren los personajes en la ciudad serán complementados con rasgos de la dimensión delictual, dado que son retratados como sagaces estafadores.
Ahora bien, como señalé anteriormente, el modus operandi de supervivencia de González e Ipinza, junto con ser humorístico, delictual y evocativo de lo picaresco (“capaces de engañar al padre eterno”), es un modo asociado a las estafas menores, a la idea de “furbo” que desarrolla Roberto Arlt en una de sus aguafuertes (57-59), a las tretas 6 y chanzas. Asimismo, está asociado a la “libertad de comercio”:
Allí [en Mendoza] descubrieron cómo se podía vivir de los demás y lo pusieron en práctica con una decisión pasmosa, es decir, descubrieron que en el mundo existía la libertad de comercio y que ellos, como cualesquiera otros, podían ejercerla sin más que tener las agallas y los medios de hacerlo, y medios no les faltaron, así como no les faltan a quienes tienen idénticas agallas, en grande o en pequeño. Se dedicaron al comercio de joyas, de joyas baratas, por supuesto, relojes de níquel o de plata, prendedores de similor, anillos con unas piedras capaces de dejar bizcos, por lo malas, a todos los joyeros de Amsterdam ( Rojas, Hijo de ladrón 197).
Dado el contexto del “cuento del tío” que desarrollan los truchimanes, la “libertad de comercio” es equiparada a los modos de operar de cualquier tipo de estafa mediante el uso de fórmulas generalizantes (“cualesquiera” y “hacerlo en grande o pequeño”). El tono cómico, asociado a la chanza de Ipinza y González, está ya anticipado en el recurso hiperbólico de establecer que las joyas que venden podrían dejar bizco no a uno, sino que a todos los joyeros de Ámsterdam, remitiendo a la pulcritud de los joyeros holandeses, jugada que activa un imaginario en torno al tallado y pulido de diamantes junto con establecer una lejanía exótica que redunda en el acto hiperbólico del pasaje. Así, la “libertad de comercio” queda homologada humorísticamente a los “cuentos del tío” o, evocando otra vez ciertas matrices tópicas de la picaresca, a las chanzas y otros tipos de juegos mediante los que se explota la ingenuidad de un tonto y se garantiza la supervivencia económica en el hábitat social.
La idea de que “comerciar” está asociado a una “treta” queda establecida en el breve pasaje que transcribo:
joyas que cualquiera podía comprar en un bric-à-brac a precios bajísimos, pero que ofrecidas por ellos con el arte con que lo hacían alcanzaban precios bastante por encima del verdadero; ese arte debía pagarse así como hay que pagar los escaparates lujosos y los horteras bien vestidos. La treta era muy sencilla y yo mismo colaboré en dos o tres ocasiones, asombrado de lo fácil que resultaba comerciar, sólo se necesitaba resolución y dominio de sí mismo (ibid., énfasis mío).
Me parece que, humorísticamente, es necesario ir realizando un contrapunto aclaratorio a lo planteado por este narrador que participa tangencialmente de la treta, eludiendo su complicidad delictual con una estafa que, según la narración misma, termina estando en la base de las lógicas comerciales liberales. Destaco en cursivas, asimismo, el hecho de que para llevar a cabo este tipo de relaciones económicas sea necesaria una técnica determinada: este arte debe ser pagado, tal como una gran casa comercial debe pagar la mercadotecnia que genera para mantener y aumentar sus permanentes ventas. En la órbita semántica del comercio liberal, sostén de la alta burguesía, el narrador inocula la idea de la estafa, homologando a los pequeños delincuentes con las grandes corporaciones comerciales, dado que un bric-à-brac es el antecedente directo de una multitienda como se comprende en el presente.
El arte que se supone a la treta consiste, principalmente, en confundir apariencia y realidad, articulando un juego de plusvalía para un objeto menor mediante la construcción de un relato en torno al objeto y las lógicas de ascenso y descenso de precios asociadas a la oferta y la demanda de los productos. Me permito la inferencia especulativa: el libre mercado funciona de modo llano y sencillo, sin grandes ni rebuscadas teorías, a través de la generación de necesidades irreales amparándose en el espectáculo publicitario, arguyendo desde elegancia hasta libertad al poseer o no poseer un determinado producto que ha sido creado en cadenas de explotación que sostienen, desde principios del siglo XX, los sucesivos modelos económicos en Chile y Argentina.
A diferencia del análisis que realizo, la treta como tal es altamente cómica al resaltar irónicamente diferentes aspectos de la naturaleza humana y, particularmente, del cliente masculino que ha caído en las redes de las técnicas comerciales que llevan a cabo el par de “diablos” que, como tales, sacan a relucir ciertas ambiciones mezquinas y perversas en el cliente, aunque deban pagar luego por su vida licenciosa.
Para quienes no conocen la treta de Ipinza y González, el asunto es simple: han comprado de ocasión, a “un viejo judío, amante de la grapa” ( Rojas, Hijo de ladrón 198), un reloj antiguo de níquel que costaría cuatro pesos o hasta “tres en el bric-à-brac más cercano” ( Rojas, Hijo de ladrón 199). Mediante diversas técnicas de seducción, incluida la mención al “recuerdo de familia”, el abuelo que lo compró a “un sargento negro, de las tropas que atravesaron la cordillera con el general San Martín” ( Rojas, Hijo de ladrón 198) y el hecho de que la venta se hace por necesidad –dado que la madre del vendedor está enferma–, se consigue capturar la atención del posible cliente que pierde y cobra interés en el objeto: pérdida y recuperación del interés conseguida y buscada por el vendedor que juega con precios y datos que garanticen la compra. Así, la disminución del precio original ofertado –porque “[t]engo que mandar a hacer una receta y comprarle algo de comer [el vendedor a la inventada madre enferma]” ( Rojas, Hijo de ladrón 199)– provoca una reacción en el cliente que acusa una ética particular que, una vez más, puede ser comprendida como metonimia de éticas generales de comportamiento entre diversas masculinidades. Así, “[e]l cliente volvía a cobrar interés: la esperanza de que la desgracia que afligía al vendedor resultara una ventaja para él nacía en su conciencia: ʻSi demuestro menos interés me rebajará un poco más; la vieja está enferma y sin remedios y si no come estirará la pataʼ” (ibid.). Esta es una ética que atraviesa al mundo moderno, aunque desde los adoctrinamientos morales se la suponga como contraria al “bien”.
La lógica mercantil que subyace a la treta desmantela irónicamente el sistema económico liberal y capitalista que impera en el plano referencial de lo narrado. Ipinza y González han incorporado un elemento más en este “cuento del tío”: la especulación. Uno de los dos socios actúa como observador impávido del ejercicio mercantil que el otro lleva a cabo con el cliente. Cuando este ha manifestado, en su voz interna, la perversión que le permitiría conseguir un descuento mayor en el precio de la relumbrante chuchería, el socio del vendedor ingresa en escena actuando como un desconocido. El cuadro, que es el botón de muestra de “estos negocios [que] se llevaban a cabo, por lo común en una plaza pública” (ibid.), ha sido completado: hay dos interesados en el mismo producto y un solo vendedor. Con esta tensión mercantil se puede especular con el valor del precio del objeto, dada la demanda. La vanidad del primer cliente es tentada por el vendedor y por el interés sobreactuado del nuevo interesado: los socios responden al modelo picaresco de las estafas humorísticas. Al mismo tiempo, y esto es lo relevante, replican en el microcosmos de la plaza pública un modus operandi del mercado del macrocosmos. Es decir, la estafa, lo delictual, lo ilegal en el hecho, es una manera en la que se sostiene la especulación capitalista, legal “por arriba” y legitimada como objeto del deseo al amparo de las siluetas triunfales de los “hombres” magnates. Muchos clientes, un mismo producto replicado hasta el cansancio, precios asequibles para toda la comunidad que quiera poseer un bien, excepto que este no está garantizado para toda la comunidad, sino solo para el grupo capaz de endeudarse o “esforzarse lo suficiente”, siguiendo las lógicas del mérito 7 .
Ahora bien, la treta de Ipinza y González llega a su fin con el triunfo de los estafadores, como si del triunfo del mercado se tratase a través de la ley de la oferta y la demanda que a esas alturas históricas y referenciales ya lo impregna todo. El cliente se ha vuelto una víctima, como acontece en el sistema liberal y capitalista de las grandes tiendas que, como Gath & Chaves, empiezan a establecerse en Santiago. Después de la incorporación del socio como posible nuevo cliente, la vanidad y el ego del primer cliente estimulan la compra de la baratija. Así, la tensión comercial que se imprime en el primer cliente, dada la condición de competitividad entre varones y la necesidad de mostrar supremacía, da el golpe final al incauto macho que cae en las redes de los diablos Ipinza y González, quienes han logrado tejer la red de engaño alrededor de una baratija que ha alcanzado su máximo precio.
La treta de Ipinza y González se cierra reforzando la idea de diablura medieval, porque el narrador “se hacía cruces al verlos”, parafraseando al vagabundo de las tortugas:
La víctima sacaba los billetes, los entregaba, recibía la reliquia y se iba, lanzando de pasada una mirada de menosprecio al entrometido, que se quedaba charlando con el vendedor, con quien se marchaba después en busca de un nuevo cliente. Ganaron así bastante dinero, pero todo se les hacía poco, pues llevaban una vida de millonarios, con comilonas y francachelas. Me hacía cruces: en el colegio eran seres, si no tímidos, tranquilos y, aparentemente por lo menos, incapaces de engañar a nadie; la libertad de comercio los había corrompido ( Rojas, Hijo de ladrón 201).
Ipinza y González son metonimias tanto de lo delictual como de lo legítimo de la corruptiva libertad de comercio y permiten observar un fenómeno socioeconómico transversal desde una perspectiva mínima: la anécdota cómica y éticamente cuestionable. Al mismo tiempo, la “exageración” del pasaje, el rito y la técnica de la estafa, están determinadas por las lógicas narrativas hiperbólicas de lo cómico: provocar la risa, criticando tanto al modelo que sostiene a los personajes como al modelo referencial que se establece extraliterariamente como realidad histórica.
Las tretas de Ipinza y González son múltiples, aunque narrativamente solo se acceda a esta con lujo de detalles. Ahora bien, estos dos personajes aún tienen algo que aportar a los rasgos de masculinidades “comunes y corrientes” (muchachos trashumantes, seudodelictuales, “bohemios”, urbanos, de “moral ligera” y “pobres diablos”). Así, el pasaje de las dos muchachas pensionistas, particularmente de Olga, entrega información sobre diversos elementos asociados al mundo prostibulario.
EL GRAN PROSTÍBULO DEL MUNDO
El vagabundo de las tortugas, en su condición de narrador del pasaje anterior y del siguiente que comentaré, se establece como un censor de las actividades de ambos “diablos”, estafadores y gozadores de los placeres de la carne. En el pasaje de la treta, el narrador interfiere en múltiples ocasiones con reflexiones éticas respecto de la actitud de los muchachos y de las lógicas de mercado que posibilitan la estafa. En el pasaje prostibulario, el vagabundo de las tortugas incorpora otras aseveraciones éticas (políticas) para referirse a la construcción de la “casa de pensión”. La política y la economía de la casa de prostitución son presentadas como parte de un sistema comercial que, de modo similar a la estafa del reloj, funciona bajo las estrategias del libre mercado. Al evitar el concepto de prostitutas, meretrices, heteras o el despectivo “putas”, el narrador articula una selección conceptual ética con la que demarcará, en primera instancia, la condición de las muchachas que Ipinza y González desean como “queridas”.
En el pasaje de “el reclamo por las muchachas”, asociado al modo de comprender a la “querida”, los elementos textuales son reducidos, pero permiten comprender, en una faz, el desnudamiento de las lógicas matrimoniales burguesas, dado que, en el anverso de la escena, las “pensionistas” serán sacadas simbólicamente del hogar de la “madre cabrona”. La salida de ese hogar, ya ha acontecido por vía de la huida, es el primer paso para transformarse en “novias” ilegales de los perdularios del caso.
Esta escena también tendrá un tono humorístico que culminará con un verdadero “arder en los infiernos” para Olga e Ipinza. Los indicios narrativos indican cómo Ipinza se vuelca desde el goce mundano al castigo por aquel goce: el amor de un “estafador de poca monta” y una “querida” es un amor que se figura como infructuoso, sobre todo bajo la lectura de unas “nupcias nacionales”.
El modelo masculino que subyace a esta relación está determinado por las lógicas prostibularias que culminan con Ipinza en la cárcel por la muerte de Olga: no hay marcas narrativas que indiquen de qué se trata la “larga y estúpida historia” que Ipinza cuenta al narrador sobre el envenenamiento de Olga, pero se logra inferir que el masculino inoperante, incapaz de articular familia con la “pensionista”, de acceder a un trabajo y construir un proyecto adecuado para el modelo burgués, tiene toda o parte de la culpa, en el sentido judeocristiano y judicial más rotundo, por la muerte de la muchacha 8 .
Así, en primera instancia, la relación económica de las pensionistas con la casa de prostitución debe ser solucionada para que estas puedan dejar de ser “pensionistas” (prostitutas) y seudoliberarse al volverse “queridas”. La liberación de la relación comercial que establecen con la casa de prostitución es infructuosa, porque, en las lógicas de supervivencia del patriarcado capitalista, las muchachas no son productoras ni reproductoras y se asocian con dos tipos que no son productores. No hay relación de trabajo ni relación marital que les permita sobrevivir en el statu quo de la vida burguesa o de la vida proletaria. Así, la salida de la “casa de pensionistas” está determinada por razones propias del sistema de créditos bancarios, dado que para dejar el prostíbulo
era necesario arreglar con el dueño o la regenta las cuentas de pensión y de ropas, los préstamos y los anticipos, descuentos por esto, recargos por estotro, cuentas siempre más enredadas que herencia de brasileño, sin contar con que los patrones jamás ven con buena cara el retiro de sus pensionistas, salvo cuando tienen que irse a un hospital a curar sus llagas ( Rojas, Hijo de ladrón 201).
El narrador incorpora al menos una comparación humorística al señalar que esas cuentas, tal como las del sistema de créditos bancarios, son tan complejas y enredadas como “herencia de brasileño”. Además, los patrones solo pueden “ver con buena cara” el retiro parcial de una adeudada, si va a “curar sus llagas” –producidas por la sífilis, con lo que también queda claro que la profilaxis es ignorada, aunque en Mejor que el vino (1958) se menciona y se destaca el uso del condón–, lo que implica una refacción del “bien explotable” con el que se garantiza el pago de la “deuda eterna” que contrae la pensionista.
El narrador, que juega el rol de muchacho decente en la tríada conformada con los dos zafarranchos, podrá abogar solo por una de las muchachas, Olga Martínez. Por ella, tratará de retirar las ropas de la muchacha, articulando una ficción dentro de la ficción, que tendrá resultados problemáticos para el narrador y fatídicos para Olga e Ipinza, pero que, para colegir elementos de yuxtaposición entre lo legal y lo ilegal, entre el mundo burgués del orden y el mundo prostibulario del desorden –u orden “inverso”, amparado en las mismas lógicas del mundo legalizado–, es un pasaje de rotunda significación.
El papel de agente del Departamento de Policía que deberá desarrollar el vagabundo de las tortugas hace colindar lo legal con lo ilegal en su evidencia extrema. Asimismo, responde, otra vez, a las lógicas cómicas de los embustes de Ipinza y González que, en esta oportunidad, con su “salida” ética de ingreso al mundo de los terrores de lo prostibulario, hacen uso del terror que infunde el mundo del orden (lo legal) por sobre el mundo prostibulario (lo ilegal): “–La regenta –me dijeron– es una mujer muy tímida –y como vieran que ponía cara de incrédulo, rectificaron–: tímida con la policía. Le dices que eres agente de policía y que traes tales o cuales órdenes, y dará todo en seguida” ( Rojas, Hijo de ladrón 201). En el mundo idealizado, sin paradojas y sin apariencias, donde lo legal debiese contraponerse con lo ilegal, el embuste hubiese funcionado. Sin embargo, en el mundo narrativo, que refiere al orden histórico, el embuste se encuentra con otro embuste que lo anula. Aquí no se evidencia solo la “libertad de comercio” detonada en ciertos grupos sociales que deriva en el arriendo del propio cuerpo, poniendo como garantía el mismo, sino que también aparece con mordaz verdad el borroso límite entre lo legal y lo ilegal o la paradoja ética representada, estéticamente, mediante esta metonimia-alegoría de los fenómenos sociales macroestructurales.
El narrador ingresa diurnamente a un mundo nocturno, transgrediendo de inmediato las leyes del espacio. Este rasgo parece anticipar el fracaso de la empresa del “capitán que estudia el terreno antes de iniciar la batalla” ( Rojas, Hijo de ladrón 201-2). Encandilado por una idealización, el narrador continúa movido por “la lejana sonrisa de la prostituta” ( Rojas, Hijo de ladrón 202). Al ingresar a la casa, uno de los primeros comentarios permite interpretar cómo el narrador incorpora al universo burgués el prostíbulo, al mismo tiempo que se aleja de la ética prostibularia:
Cuando llegué a lo alto de la escalera miré a mi alrededor: jamás había estado en un prostíbulo a esa hora ni a ninguna otra y nunca había tenido relaciones con una prostituta. El salón parecía el de cualquiera casa burguesa, plantas de aspidistra, paragüero y sombrerera, cuadros baratos en las murallas, pequeñas alfombras, el piso bien encerado, muebles con cretonas, el papel de las paredes limpio y sin desgarraduras (ibid.).
En este espacio 9 , la apariencia y la evidencia chocan con violencia; violencia asociada a lo sexual y violencia asociada a la sexualidad de la ley. La aparición de la regenta da cuenta de la perspectiva masculina en torno a la sensualidad deseada, pero aborrecible, en la lógica ética del narrador, donde hay rasgos que “envilecen” la belleza “floral” de la mujer. El modo de narrar la visión de la madre-padre cabrón evidencia una reacción “química” del muchacho-hombre; el deseo sexual del narrador está graficado en algunas metáforas que permiten comprender el viejo tópico del “amor como enfrentamiento” (militia amoris). Al unísono, el desencanto permite apreciar la ruptura del imaginario sexual construido, porque, si bien “ella [era] una mujer morena, alta, de pelo negrísimo, el cuerpo cubierto por una bata que no la tapaba bien, ya que dejaba al descubierto el nacimiento y algo más de unos altos y redondos pechos” ( Rojas, Hijo de ladrón 203), provocando en el narrador “la desaparición de [su] lengua y causó la sequedad absoluta de [sus] fauces” (ibid.), la voz de la regenta “resultó ronca, desagradable, ácida; voz de mujer acostumbrada a decir y a gritar palabras duras o groseras, yegua, por ejemplo, si se dirigía a una mujer, o cabrón tal por cual, si el beneficiado era hombre” (ibid.). La inadecuación, anotada desde la perspectiva del “ojo masculino”, entre la corporalidad femenina deseada y su voz concreta, respecto de la idealizada, alteran la percepción sexual, rompiendo el supuesto encanto. Esta ruptura evidencia otro fingimiento dentro del fingimiento que implica el embuste y precipita el relato de la anécdota al imaginario cómico, porque la construcción de la regenta resulta “monstruosa” para la mirada del muchacho animalizado (“fauces”). Las consecuencias lógicas de esa percepción monstruosa también están dadas por la apreciación que resulta sobre el sexo de la regenta que, de todas formas, logra que el narrador se sienta “acariciado” por su voz.
La furia de la regenta frente al comunicado del fingido agente de policía se desata contra la “fulana”, la “yegua” que hace “chanchadas”, la de “camisas sucias” y “vestidos viejos” ( Rojas, Hijo de ladrón 204). La cabrona, en su rol de proxeneta que lucra con Olga, responde a las lógicas prostibularias de violencia y explotación tal como una patronal responde a las demandas de los movimientos obreros: si quieren emanciparse, son tachados de incivilizados, flojos o ladrones, entre algunos de los apelativos de uso frecuente en la prensa citada por los estudios históricos que se enfocan en los conflictos sociales de inicios del siglo XX en Chile y Argentina (cfr. Craib 61; León León 77-79; Caimari 94-96). Junto con la reacción denigradora de parte de la regenta para con Olga, es importante anotar también el chantaje emotivo, referido a la tolerancia solícita a los múltiples amantes de Olga, como si no fuesen clientes de la regenta, y la extorsión material, porque es a ella a quien la pensionista le debe dinero, cobijo y protección: una protección supuesta y aparente, tan fingida como el embuste, porque somete a la prostituta a la indefensión.
El ocultamiento de la explotación sexual por parte de la cabrona –en el sentido patriarcal y delictual que adquiere este concepto– es radical. El fingido agente de policía, narrador de esta anécdota, comprende y atisba una presencia masculina por “un sombrero hongo y un bastón que colgaban de una percha” ( Rojas, Hijo de ladrón 204). Si bien el “fungi” no era un símbolo de estatus, sí lo era el bastón y también el usar sombrero, aunque en la época hasta un “esgunfiado”, en palabras de Arlt, pudiese poseer un sombrero hongo.
Esta aparición masculina tensiona la seguridad del fingido agente de policía que, frente a la furia de la regenta, invoca a la máxima autoridad del Departamento de Policía. Esta acción del narrador determinará el desenlace del encuentro con la regenta. Esta ha sido finalmente descrita como una proxeneta grosera y sin recato que, consciente de su carta bajo la manga, anticipada narrativamente por el “hongo” y el bastón, provoca en el narrador la sensación asfixiante del capitalismo temprano y tardío en ejecución:
para llegar a acostarse con esa mujer se necesitaría dinero o fuerza y yo no tenía nada de eso ni esperanza de llegar a tenerlo algún día. La ternura, esa preciosa flor humana y animal, debía morir entre sus manos o entre sus piernas como quemada por un ácido; la vida no le había permitido cultivarla o quizá nunca supo que existiera ni la echó de menos (ibid.).
La regenta pareciese ser un modo específico de graficar la seducción del capitalismo explotador. Mediante la fuerza –es decir, mediante la violencia–, en las lógicas sacrificiales asociadas al trabajo que sostienen la cultura patriarcal, tomar sexualmente a la regenta es el acto de violación fundante con el que se ingresa al orden del capitalismo como sistema de producción explotador y de acumulación de dinero solo para las clases potentadas. A través del dinero, la relación sexual con la regenta y con el capitalismo es tan seductora como inalcanzable para un tipo masculino como el del narrador que, junto con no cumplir con el estatus de clase que requiere para acceder a la regenta –la jefa, en último término, de la industria sexual prostibularia–, no cumple con otros rasgos masculinos asociados necesariamente al vigor y a la virilidad 10 . Para la regenta, el culposo narrador resulta una figura masculina deficiente porque, envuelto en el embuste, es solo un pelafustán más que incomoda su tranquilidad, un minúsculo hombre que podría “morir como quemado por un ácido” entre sus manos o sus piernas. El narrador, en tanto, se deja seducir por lo aborrecible, se miente y se revela como un “pobre diablo”. El narrador, “tartamudeando un poco” (ibid.), decide desenmascararse frente a la regenta que lo captura en su red de producción de sentidos. La carta bajo la manga se asoma. Todo aquello está protegido del embuste por un embuste mayor: la ley que castiga el mundo prostibulario se cobija en ese mundo.
El narrador lanza el anzuelo con tal inseguridad que es posible inferir el fracaso de la estrategia creada para ingresar y vulnerar las lógicas del mundo mercantil prostibulario. El hombre que finge ser parte del mundo del orden –el vagabundo de las tortugas fingiendo ser policía– se enfrenta al mundo del orden alterado respecto del mundo burgués, pero que lo replica: el prostíbulo, que posee un orden regulado por sus propias leyes. Parte de esa legalidad de lo ilegal del prostíbulo tiene que ver con que absorbe o soporta las excepciones de la moral de la legalidad. De este modo, el mundo prostibulario se encuentra protegido por la excepcionalidad, tal como el sistema capitalista con sus lógicas de exclusión y explotación se encuentra sujeto a la legalidad, pero siempre exento de cumplir a cabalidad con la ética de la legalidad o, como en el caso del prostíbulo de marras, satisface su propia legalidad al establecerse como excepcional.
La regenta sabe, desde el inicio de la anécdota, que es invulnerable a cualquier tipo de agente policial menor, porque en su casa de pensionistas se hospeda, junto a una de sus explotadas (Julia), el jefe de policía mismo. El giro es humorístico, pero también es una evidencia de la ética ambivalente que está infiltrada en la cultura patriarcal mediante aquel viejo problema del ser y del aparentar, del que abundan ejemplos múltiples y variados en los géneros literarios desde antaño. Así, el narrador miente y se expone al desenmascararse:
–Hablé ayer con el jefe y es el jefe el que me manda a decirle que le entregue su ropa.
La mujer hizo un gesto de sorpresa y de nuevo la miré con atención … ¿Qué tendrían que hacer con ella ese sombrero y ese bastón? Dijo:
–¿Dice usted que el jefe lo mandó? ¿Antoñito?
Asentí: don Antonio de Larrazábal era el jefe de Investigaciones, mi jefe, por lo demás.
La mujer prosiguió, ahora sonriendo:
–¿Y cómo no lo dijo desde el principio? Si está aquí… Se quedó anoche con la Julia. Espérese un momento; voy a hablar con él. Puede ser que se haya despertado… ( Rojas, Hijo de ladrón 204).
Aquí el narrador comprende el peligro y sale de escena, abandonando la empresa acometida y alejándose de González e Ipinza. Más adelante revisaré un aspecto o dos de su encuentro con el “legañoso” Ipinza. Ahora bien, el orden prostibulario protegido por el orden policial permite inferir la articulación del poder en torno a cómo la explotación laboral (sexual) está protegida bajo el orden que resguarda la policía. Un sujeto masculino “ejemplar”, un tipo masculino de los de “por arriba”, de seguro “casado con hijos”, proveedor y exitoso, autoritario y violento –es el jefe de policía, por ende, es del todo dudoso que un sujeto así sea contrario a las armas y al uso correctivo de la violencia– “hace huir” a un fingido policía, un tipo masculino menor, que predica de sí mismo que no tiene “ni fuerza ni dinero” para estar con una mujer como la regenta, síntesis de un tipo de proxeneta puntual. “Fuerza y dinero” que sí posee el jefe de policía, que tiene trato sexual con la regenta a través del uso del espacio prostibulario y de la explotación de una de las pensionistas de esta.
En el mundo histórico y referencial, el universo prostibulario –violaciones aleccionadoras, trata de mujeres, secuestro, explotación sexual, uso y abuso de la esclavitud– es perseguido por la legalidad y apuntado como criminal, al mismo tiempo que es protegido como excepcional por quienes ostentan la capacidad de “hacer cumplir” la legalidad: la policía. El jefe del impostor está en el espacio prostibulario como si fuese su “casa”, lo que queda en evidencia con el familiar diminutivo del nombre propio. El mundo del orden prostibulario amparado en la legalidad de la policía habita el espacio como si le fuese propio. Este mundo con su orden es marginal y degradado en el ámbito ideal de la ética de la ley del orden patriarcal, nacional, liberal y capitalista, pero se usa y explota como una mercancía. Desde esta perspectiva, el prostíbulo, con sus lógicas erótico-políticas infructuosas, con sus tipos masculinos deficientes e inoperantes, con las explotadas nunca liberadas de la miseria, con sus regentas o sus proxenetas violentas/os y con su reflejo en el espejo del capitalismo patriarcal, puede ser analizado como una metonimia alegórica de la nación.
La última imagen de la regenta confirma la relación sexual simbólica, deseante, entre las autoridades de la cultura patriarcal y las lógicas de la explotación capitalista. El narrador indica que la regenta “era tan deseable […] cimbreándose de babor a estribor, con sus altos tacones, sus finos tobillos y sus poderosas piernas; a esa mujer, en tanto se moviera de ese modo, no le haría jamás nada desagradable un representante de la ley o de la autoridad” ( Rojas, Hijo de ladrón 205). Así, en el plano narrativo se observa el pacto que establece el mundo de la ley con el mundo prostibulario.
En el ámbito alegórico, el mundo prostibulario con sus lógicas de explotación es síntesis de los modos de producción del capitalismo, estando protegido por las lógicas legales y policiales de las autoridades del universo patriarcal. La conjunción de patriarcado, capitalismo y aparato policial-legal queda evidenciada en este pasaje, en el que el narrador, un impostor para ese mundo, es expulsado con violencia.
Las obreras sexuales están sometidas a las lógicas de explotación del capitalismo patriarcal, amparado y protegido por el mundo policial-legal. En el caso de salir de ese mundo, de la mano de un masculino inoperante como Ipinza, la condición de “víctima” no se cancela ni se supera. En el pacto entre autoritarismo, machismo, patriarcado capitalista, las explotadas –y las explotadas sexuales, en particular– se llevan la peor parte. Así, al menos, parece sugerirlo el narrador. Sin embargo, la narración continúa con el foco en Ipinza y su devenir. No, así, por el contrario, en Olga Ramírez, de quien solo se dice que “[s]e envenenó” ( Rojas, Hijo de ladrón 205). Debo suponer, a propósito del estado de Ipinza, que este sí ha tenido que ver con el suicidio de Olga, lo que lo transforma de modo colateral en femicida.
MODOS CAPITALISTAS, LIBERALES Y PATRIARCALES DE SER MACHO
Así, el narrador, detenido “por supuesto sabotaje” (ibid.), se encuentra con el deplorable Ipinza en un calabozo. Este personaje lleva “la barba crecida, los ojos legañosos, sentado en un rincón sobre el culo de una botella vacía y con el aire de quien sólo [sic] espera la hora de su fusilamiento” (ibid.). Si bien Ipinza será dejado en libertad, como se observa al proseguir la sucesión de los hechos narrativos, el carácter de culpable, al menos ética y simbólicamente, respecto del envenenamiento de Olga, se puede observar en su abandono, remordimiento y en la reafirmación de su inoperancia masculina. El “diablo” Ipinza, hábil masculino en las lógicas del libre mercado en tanto estafador técnico, pero irrisorio, da paso a un masculino inoperante que cree que puede articular la liberación de la explotada, esclava del capitalismo sexual, sin resultados adecuados, porque su validez heroica, en tanto masculinidad, está anulada por su microcondición delictual. En tanto “diablo” que evidencia las perversiones del sistema de comercio a través de la chanza del reloj, debe volver a ser ubicado en el infierno del que ha salido, para ser denigrado por su propia inoperancia masculina.
En un primer momento, el narrador señala que, ante su pregunta, Ipinza “[n]o pudo contestar y lo dejé que llorara a gusto: con el llanto sus ojos enrojecieron, la barba pareció enredársele e hilos de saliva empezaron a correrle por los pelos; se puso espantoso y me produjo verdadera lástima” (ibid.). De este modo, la imagen espantosa del que fue un “diablo” risueño y embustero se ha trocado por la imagen de un condenado que “espera la hora de su fusilamiento”.
Si la inoperancia del masculino ha conducido al fracaso de la emancipación de la mujer explotada del mundo prostibulario, la culpa que provoca esa inoperancia en tanto masculino inadecuado a un tipo ideal de masculinidad hace fracasar también, al menos en la estructura ética narrativa que supongo en el trasfondo del narrador, el modelo masculino de Ipinza. En el plano histórico referencial, el modelo de masculinidad representado por Ipinza es triunfador en múltiples aspectos cotidianos, microestructurales y macropolíticos, porque, aunque las lógicas legales, policiales y éticas del mundo patriarcal ofrezcan una visión condenatoria sobre ese tipo de modelos masculinos, la verdad es que sus estructuras, lógicas, mecanismos de funcionamiento y operaciones, aun cuando sean éticamente reprobables, guían múltiples modos de darse la masculinidad. Así, a pesar de la inoperancia y del fracaso respecto de la heroicidad supuesta de los modelos ideales masculinos, el tipo inoperante y fracasado sobrevive, articula grupos familiares, ostenta lógicas estafadoras que, en menor o mayor escala, le aseguran “el puchero”, la conformación de “pareja” y otros fenómenos asociados a la validación/invalidación de los tipos masculinos en el contexto de las posibilidades múltiples de ser masculino en el contexto de la cultura patriarcal 11 .
El infierno de Ipinza no culmina con el encuentro en el calabozo. El narrador es puesto en libertad y continúa su retorno a Chile desde Mendoza. En Zanjón Amarillo, una zona cordillerana, vuelve a encontrar a Ipinza en un estado espantoso y deplorable. De este modo, Ipinza es castigado por el crimen cometido, siendo un masculino inoperante que pretende infructuosamente desplazarse al ámbito de los tipos masculinos triunfales al liberar sexualmente a Olga. Su fracaso deriva en su ser espantoso, evidenciando lo monstruoso de su constitución masculina, fallida respecto de las posibilidades adecuadas a la dimensión de la “bondad”, es decir, del “buen ser masculino” bajo las mismas premisas de la cultura patriarcal. Ipinza, en tanto microdelictual, debe ser eliminado del mundo como González, quien desapareció de la escena narrativa sin dejar rastro. Del mismo modo, Ipinza será asesinado simbólicamente por el deseo del narrador y, narrativamente, desaparecerá de escena, aunque su modelo masculino vuelva a aparecer recubierto de otras máscaras.
Así, el narrador muestra a Ipinza “en la estación, tiritando, los ojos rojos, la piel quemada por el viento cordillerano, la ropa y los zapatos destrozados, los pies llenos de heridas, hambriento y sucio” ( Rojas, Hijo de ladrón 206). Otra vez, como en el inicio del viaje, el vagabundo de las tortugas cumplirá un rol mesiánico al “salvar” a Ipinza, porque “como quien mete un cadáver en un ataúd” (ibid.), estuvo cuidándolo.
Hay marcas textuales abordadas para sostener que la perspectiva representacional en torno al vagabundo de las tortugas es una perspectiva evangélica: Ipinza será el leproso que el vagabundo de las tortugas sane, será el Lázaro que saque del mundo de los muertos, para indicar que “a veces me dan ganas de tirarlo al río”, porque, en rigor, está “detestándolo desde el fondo de [su] alma” (ibid.).
Finalmente, el relato del vagabundo de las tortugas –emanado, en parte, desde el recuerdo de Aniceto Hevia en la cárcel o narrado de modo directo por el trotamundos de los lentes al bordear el Aconcagua y llegar al puerto de Valparaíso– se cierra con esta visión crítica, desde una perspectiva irónica y ética, a un tipo de masculinidad deficiente e inoperante en algunos aspectos de las idealizaciones que el patriarcado ejecuta sobre sí y sobre los tipos masculinos que incluye en lo “adecuado” y “correcto”. Además, desde la perspectiva extraliteraria, puede suponerse una moral de Manuel Rojas que, producto de su formación masónica o de su estadía en el Partido Socialista o inclusive de cierta cercanía con una de las éticas anarquistas, propugna un tipo de masculinidad del todo contraria a las masculinidades de Ipinza y González, cómicas porque existen para ser degradadas y en su degradación apuntar críticamente al mundo que las origina y las repele.
Resumen:
DIÁLOGOS FUNDAMENTALES: REFLEXIONES CRÍTICAS SOBRE LA REPRESENTACIÓN DE MASCULINIDADES
MASCULINIDADES PARTICULARES Y GENERALES EN ROJAS
LA CHANZA DE LAS BARATIJAS: ESTAFAS PROPIAS DEL LIBRE COMERCIO
EL GRAN PROSTÍBULO DEL MUNDO
MODOS CAPITALISTAS, LIBERALES Y PATRIARCALES DE SER MACHO