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in Revista Chilena de Literatura
Las demandas sufragistas en el ensayo de escritoras chilenas de la primera mitad del siglo XX: formas de entrar en el debate político y cultural
Resumen:
El artículo examina un corpus de ensayos escritos por Martina Barros, Elvira Santa Cruz, Amanda Labarca y Gabriela Mistral. Además de ser figuras relevantes dentro del proceso de conformación del campo literario y cultural en el Chile de las primeras décadas del siglo XX, estas autoras también reflexionaron, a través de sus “ensayos de género”, en torno al estatus de la mujer y los movimientos/discursos feministas que por entonces emergían. La atención se centrará en un conjunto de textos que publicaron durante el período 1910-1940. Se propone que estos van a contribuir a impulsar, visibilizar y movilizar las demandas por los derechos de las mujeres en el país, y más específicamente, el sufragio femenino. A través de un análisis textual se examinan las diversas posturas a las que adhirieron: ¿qué significaba la obtención de este derecho y cuáles eran sus proyecciones?, ¿hacia qué tipo de movimientos sufragistas estaban mirando las escritoras?, ¿de qué forma apoyaban, se desmarcaban o replanteaban el carácter de los movimientos sufragistas metropolitanos?, ¿a cuáles estrategias debieron apelar para legitimar sus reivindicaciones? El objetivo es mostrar cómo desde el campo cultural y específicamente por medio de un género de ideas como el ensayo, las autoras contribuyeron a repensar el rol y la intervención de la mujer en lo público, así como en el devenir de la nación.
1. EL ENSAYO DE MUJERES COMO UNA FORMA DE INTERVENCIÓN EN EL CAMPO POLÍTICO Y CULTURAL DE AMÉRICA LATINA
Nota de título 1
Al intentar construir una genealogía de los nombres de mujeres que, desde finales del siglo XIX y los albores del XX, contribuyeron a abrir una senda importante para el ingreso femenino en el espacio público y el campo cultural en Chile y el continente, aún es posible advertir que muchos de ellos todavía permanecen olvidados, o bien, situados en los márgenes de la historia 2 . Se trata de mujeres que en su tiempo lucharon a contracorriente con el propósito de hacer oír su voz, visibilizar su situación de subordinación sexual y reivindicar sus ideales de justicia, en un contexto marcado por los obstáculos y hostilidades que les imponía el discurso hegemónico patriarcal, que cuando no las censuraba, las excluía, a veces violentamente, del cuerpo social (los casos de escritoras como Clorinda Matto, Mercedes Cabello, Teresa Wilms Montt, Delie Rouge y Luisa Capetillo son elocuentes).
Sin embargo, a medida que las sociedades comenzaron a experimentar lo que Grínor Rojo denomina “la primera transformación de la modernidad” (6) latinoamericana (comprendida entre las décadas de 1920-1950), esta trajo consigo –entre otros cambios a nivel político, económico, cultural y social– la emergencia de nuevos actores sociales, muchos de ellos por primera vez alfabetizados o con acceso a la instrucción superior, quienes comenzaron a fisurar paulatinamente la anquilosada y excluyente ciudad letrada. Siguiendo a Salomone et al., este período resulta sumamente relevante por cuanto favorece “la presencia de voces portadoras de visiones alternativas a los discursos oficiales que constituyeron nuestras sociedades en el siglo XIX desde la perspectiva de las élites dominantes” (10). Como consecuencia, en este nuevo escenario la palabra escrita y la posibilidad de participar en lo público se democratizaron. De modo que, mientras las ciudades se expandían, la prensa, vehículo moderno por antonomasia, creció a un ritmo acelerado cumpliendo la importante función de difundir, entre la también creciente masa de lectores/as, las principales novedades que ocurrían en Chile y en el resto del mundo. Entre estos nuevos sujetos letrados, conformados principalmente por obreros, empleados, estudiantes y mujeres provenientes de diferentes sectores sociales, se asiste al despertar de una conciencia respecto de la condición de desigualdad y opresión que, con sus respectivos matices, les afectaba: pregonando ideas de justicia y de cambio, paulatinamente comenzarán a movilizarse y exigir de forma pública sus legítimos derechos.
El marco descrito nos permite comprender la emergencia de un conjunto de escritoras chilenas que tuvieron una activa participación en el proceso de conformación del campo literario y cultural en el Chile de las primeras décadas del siglo XX. Se trata de Martina Barros, Elvira Santa Cruz, Amanda Labarca y Gabriela Mistral. Si bien todas cultivaron una amplia gama de géneros literarios, la atención se centrará en un conjunto de ensayos que publicaron durante el período 1910-1940, donde reflexionaron en torno a la situación de la mujer y los movimientos y discursos feministas, temas que por entonces circulaban profusamente en la opinión pública. En este sentido, resulta operativa la categoría de ensayo de género propuesta por Mary Louise Pratt, que refiere a una tradición de textos “escritos por mujeres latinoamericanas a lo largo de los últimos ciento ochenta años” orientados a repensar y cuestionarse el estatuto de las mujeres en la sociedad (76). Se trataría, en su opinión, de una literatura contestataria, por cuanto se rebela contra la imposición del “monólogo masculino” y su tendencia a monopolizar la cultura, la historia y la autoridad intelectual, a través de una palabra –muchas veces enunciada desde una tribuna pública– que se asume desde una posición y una conciencia generificada.
Provenientes de distintos estratos sociales, e incluso, representantes de ideologías políticas a veces contrarias, las preocupaciones e intereses de estas autoras convergieron en la bandera de lucha mayor que significó el mejoramiento de las condiciones de vida de las mujeres y la obtención de sus derechos fundamentales. En este sentido, se propone que con estos ensayos de género dichas intelectuales contribuyeron a visibilizar, proyectar o movilizar dichas demandas, entre ellas, particularmente el derecho a sufragio y a ejercer su condición de ciudadanas. En esta dirección, una interrogante interesante que se nos ofrece apunta al porqué de la elección del género ensayo. Una posible respuesta nos la sugiere Weinberg (2006), quien, tratando de ofrecer ciertos rasgos estructurales para la comprensión del género, señala que el acto de ensayar corresponde al “despliegue de la inteligencia a través de una poética del pensar y es la puesta en práctica de nuestra capacidad de interpretar la experiencia y dar un juicio sobre la realidad desde una perspectiva personal” ofreciendo, en muchas ocasiones, “una explicación argumentada sobre el mismo” (25-26) 3 . Esta definición se puede complementar con la lectura de Rojas y Saporta sobre el ensayo de mujeres latinoamericanas de los siglos XIX y XX. Para estas críticas, dicho género, por naturaleza fragmentario –así como ha sido la presencia femenina en la historia de las ideas y la literatura–, desde sus orígenes estuvo marcado por la actitud “intrusa y usurpadora” de sus autoras. Esto es así porque, desacatando los mandatos sexo-genéricos de la época que cuando no las silenciaban las confinaban al cultivo de géneros “propios de su sexo” como, por ejemplo, la poesía (asociada tradicionalmente a la expresión de las emociones femeninas), se atrevieron en un gesto desafiante a incursionar en un género históricamente asociado a la razón y la exhibición pública de un yo masculino. De aquí resulta que, “al igual que sus homólogos” latinoamericanos, hicieron un uso del ensayo como una “herramienta explícita de intervención política” (180) 4 .
Otro aspecto significativo es que tanto las escritoras que son abordadas en este artículo, como otras autoras que también han expresado su compromiso con los derechos de las mujeres en sus ensayos, han aspirado, en última instancia, a la construcción colectiva de “una sociedad mejor y más democrática” (184), aspecto que adquiere relevancia si se considera el contexto de crisis de entreguerras en que desarrollaron su producción intelectual. En este sentido, muchas ensayistas cumplieron el rol de activistas y de escritoras a lo largo de ambos siglos (la lista es larga, a modo de ejemplo se pueden mencionar los casos de Amanda Labarca, Gabriela Mistral, Elvira Santa Cruz, Graciela Mandujano, Marta Brunet, Zoila Aurora Cáceres, Clorinda Matto, Magda Portal, Luisa Capetillo, Ana Roqué, Victoria Ocampo y Alfonsina Storni, entre otras). En algunos casos, la escritura de ensayos ha constituido solo el primer paso en su activismo feminista.
Desde esta perspectiva, la producción ensayística se ha convertido en un gesto de “supervivencia y empoderamiento” (187) para las mujeres. Al instalar sus inquietudes en el debate público, principalmente a través de la prensa, las ensayistas abrieron espacios de discusión de amplio alcance incorporando una perspectiva de género en los discursos nacionales, de modo que “las diferencias de género [ganaron] validez como un componente necesario para comprender el tejido social de las naciones latinoamericanas” (187). La fuerza que a partir de las primeras décadas del siglo XX va a adquirir la demanda por los derechos civiles, económicos, sociales y políticos de las mujeres 5 puede comprenderse, en parte, como consecuencia de la elaboración, circulación y difusión de estos textos críticos, siendo de los más polémicos aquellos que abogaban por el ejercicio de la ciudadanía plena para las mujeres, requisito clave para su participación activa en la toma de decisiones que las involucraban a sí mismas así como a la familia y a la res pública 6 .
A partir de un análisis textual, en este artículo se examinan las diversas posturas a las que adhirieron las autoras a estudiar: ¿qué significaba para ellas la obtención del derecho a sufragio y cuáles eran sus proyecciones?, ¿hacia qué tipo de movimientos sufragistas miraban?, ¿de qué forma apoyaban, se desmarcaban o replanteaban el carácter de los movimientos sufragistas metropolitanos?, ¿qué estrategias usaron para legitimar sus reivindicaciones? El objetivo es mostrar cómo desde el campo cultural y asumiendo el rol de activistas e intelectuales, estas autoras contribuyeron a repensar y posicionar en los debates de la época el papel y la intervención de la mujer en lo público, así como en el devenir de la nación.
2. MARTINA BARROS: UNA PIONERA DEL FEMINISMO Y EL SUFRAGISMO
A diferencia de las otras escritoras que son abordadas en este trabajo, Barros nació en 1850, es decir, en pleno siglo XIX, y desarrolló su producción y gestión cultural desde la década de 1870. Perteneciente a una aristócrata familia de Santiago, fue sobrina y pupila del connotado historiador Diego Barros Arana; tuvo, además, una temprana formación en lengua y cultura inglesa, hecho que resultó determinante en su futuro trabajo intelectual. Fuera de destacarse como salonnière, traductora, conferencista y precursora del feminismo, Barros fue una de las primeras mujeres chilenas en incursionar en la literatura a través de la traducción y publicación que hizo en 1872 del estudio de John Stuart Mill The Subjection of women (1869), que apareció ese año en las páginas de la Revista de Santiago acompañado de un contestatario prólogo de su autoría. En este paratexto, que hoy se puede considerar como una de las más tempranas y representativas expresiones del ensayo de género decimonónico nacional, la autora comentaba las principales ideas de Mill, a la vez que exponía sus propias reflexiones sobre la situación de subordinación –o “esclavitud”, como ella lo llamaba– que afectaba a las mujeres. Si bien este texto no aboga explícitamente por la obtención de derechos políticos, pues la autora señala que, aunque estos le son negados “injustamente” a las mujeres, en realidad “no es algo que ellas desean” (Barros, “Prólogo” 124), dicha contradicción no deja de ser llamativa. Si se atiende a la estructura argumentativa del prólogo es posible apreciar cómo Barros, en un gesto inusual para su época, se pronuncia de manera cautelosa mas también crítica respecto de las limitaciones de las mujeres en materia de ciudadanía política, adhiriendo así a las ideas postuladas hacia la década de 1860 por Mill, quien junto a su compañera Harriet Taylor escribió trabajos precursores en defensa de los derechos de las mujeres, en particular, en torno a su derecho a sufragio. No obstante, la posición contradictoria adoptada por Barros puede encontrar su explicación si se considera tanto su privilegiado origen de clase –con las consiguientes restricciones sociales que recaían sobre sus miembros, en especial, sobre los sujetos femeninos que desafiaban las normas de género–, como el contexto histórico específico en que fue publicado este ensayo, período en el cual, como sostiene Denegri refiriéndose al caso peruano, emergió la “primera generación de mujeres ilustradas” (24). En una década en que las transformaciones modernizadoras aún no se desarrollaban al ritmo acelerado propio del período de entresiglos, el modelo femenino dominante todavía se asociaba, tanto entre las letradas de la élite como en general entre los círculos intelectuales, al de la “madre republicana” decimonónica. Vale decir, aquel ideal de mujer ilustrada que cumplía un papel clave en el espacio doméstico dado su rol de madre y esposa, responsable igualmente de la alta misión de formar a los futuros ciudadanos de la patria. Es en este marco de “la división sexuada del mundo social y afectivo” que dicha figura va a encontrar por primera vez “la legitimidad para incursionar en el espacio público y reclamar los derechos sociales que [hasta entonces] le eran negados a la mujer” (34), logrando desplazar así aquellos imaginarios y prácticas de género residuales legadas por la tradición colonial. Visto desde esta perspectiva, en el Chile de 1870 la circulación de discursos foráneos que demandaran derechos políticos para las mujeres resultaba cuando no algo disruptivo, al menos sí un fenómeno totalmente ajeno al plano de lo representable. De allí se puede entender la ambivalencia que asume la voz de Barros, quien –así como otras de las autoras aquí examinadas– por un lado, mientras expresa sus ideales progresistas, por otro también es consciente de los peligros que implica transgredir los límites impuestos por los “patriarcados de consenso” 7 los cuales “operando a la manera foucaultiana, incitan al sujeto femenino a identificarse íntimamente con las normas de género del mandato patriarcal, de modo que el deseo y la ansiedad por cumplirlas emane de ella misma” (Puleo cit. en Denegri 28). Como veremos, esta situación dará pie a álgidas polémicas entre las feministas del siglo XX, quienes comenzarán a disputar los significados asociados al modelo de la nueva mujer 8 llegando incluso a discrepar en uno de los puntos cruciales de la agenda: el reclamo por los derechos femeninos.
Ahora bien, aunque la autora no enarbola explícitamente la bandera del sufragio, sí reivindica el reconocimiento de las capacidades intelectuales de la mujer y, sobre todo, de su libertad, refutando la anquilosada idea de su inferioridad respecto del hombre. Esta denuncia, en el caso chileno, fue completamente a contracorriente de su tiempo, pues, entre otras cosas, también cuestionaba que el matrimonio fuese la única aspiración para una mujer. Estas opiniones le valieron a Barros la condena de los sectores conservadores y, en especial, de las mujeres de su propia clase social (Barros, Recuerdos 127).
La consecuencia de dicha osadía fue la renuncia a publicar por cerca de cincuenta años. Gesto de autocastración simbólica solo interrumpido a mediados de la década de 1910, cuando con el cambio de siglo y el incipiente proceso de modernización, Barros devino en testigo de una de las transformaciones históricas más importantes del período: la asunción del feminismo como discurso y fuerza política social. De acuerdo a lo sostenido por Barrancos, Vignoli o Vasallo, es durante este período que comienzan a forjarse en América Latina las primeras asociaciones y agrupaciones de mujeres, quienes, desde diferentes frentes políticos, ideológicos y de clase, se vieron convocadas por la necesidad urgente de mejorar sus condiciones de vida en una sociedad patriarcal que las relegaba y despojaba de sus derechos a causa de su sexo-género. En esta dirección, tal vez uno de los eventos de mayor alcance para la escena e historia de los feminismos fue la celebración del Primer Congreso Femenino Internacional realizado en 1910 en Buenos Aires, encuentro en el que participaron cientos de delegadas de diversos países europeos y latinoamericanos. Su impacto fue significativo en la región por cuanto representó por vez primera la materialización de los esfuerzos por construir redes femeninas transnacionales y transcontinentales que, por un lado, dieran cuenta del estado de avance en torno a la “cuestión de la mujer”, y, por otro, establecieran las proyecciones del incipiente movimiento feminista (Barrancos 19). Este nuevo escenario marcado por la emergencia de los activismos de mujeres y su participación cada vez más visible en la esfera pública y el campo intelectual, impulsa a Barros a retomar públicamente sus inquietudes de género, convirtiéndose para las escritoras y feministas más jóvenes en una figura referente del feminismo en Chile.
En este marco, en 1917 Barros es invitada a dictar una conferencia en el Club de Señoras 9 titulada “El voto femenino”, en la que abogará abiertamente, en un gesto precursor, por el derecho al sufragio. Este texto –que luego fue publicado en la prensa– fue escrito por solicitud de las socias del club a propósito del deceso de Emilia Pardo Bazán, con quien Barros compartió durante un viaje que hizo a Europa. Cabe recordar que Pardo Bazán también había publicado en 1892 una traducción de The Subjection of women. Este dato es significativo en la medida que nos permite entender las condiciones de posibilidad del discurso de Barros. En su grand tour, esta autora tuvo la experiencia de conocer de cerca no solo a la escritora española, sino también las demandas sufragistas de las mujeres inglesas, francesas y norteamericanas, que seguía con atención. A su juicio, resultaba indispensable que las mujeres pudieran elegir a sus gobernantes dada la relevancia de las cuestiones que estaban en juego. La estrategia argumentativa principal consistía en lo siguiente: en tanto madres responsables de formar a los futuros ciudadanos, este tipo de decisiones repercutía directamente sobre ellas y, por extensión, en la gran familia nacional: “continuamente se discuten problemas de educación, ¿quién podría negarnos el derecho que tenemos las madres de ser escuchadas en una cuestión de tan transcendental importancia para el porvenir de nuestra familia?” (Barros, “El voto femenino” 393).
En su exposición declara no ansiar la elegibilidad política de la mujer, pues sus aspiraciones sufragistas se orientan más hacia la conquista del derecho a voz y voto a fin de incidir en cuestiones públicas de alto impacto social y nacional, como por ejemplo, el ámbito educacional, saber que se asociaba –según el discurso de la época– a una identidad femenina tradicional. Como otras intelectuales del período (Mistral y Labarca), Barros cree en el poder del sufragio femenino como medio para influir favorablemente sobre el extendido clima de corrupción e individualismo presente en la clase política masculina, que era acusada no solo de usufructuar de su poder para el beneficio de sus intereses partidistas, sino, lo que es peor –señala citando a Maurice de Waleffe–, de llevar a sus propios países a guerras fratricidas, destino absolutamente evitable si las mujeres tuviesen alguna injerencia en la designación de sus representantes políticos (394) 10 . Como es posible apreciar, durante esos años la guerra ya es motivo de reflexión frecuente entre las ensayistas y activistas feministas.
Tras repasar los principales motivos argüidos por los sujetos contrarios a los requerimientos sufragistas (cuyos argumentos se sustentaban en que las mujeres no estaban preparadas para votar; que el sufragio eventualmente haría peligrar sus deberes de esposas y madres; o bien, que favorecería a partidos y sectores reaccionarios como la Iglesia), sopesar la inadmisibilidad de estos y advertir la absoluta apatía política masculina por cambiar el asimétrico statu quo, valiéndose del carácter dialógico del ensayo Barros exhorta a las mujeres, apelando tácticamente a un nosotras colectivo, a tomar conciencia de su situación subordinada y luchar por sus derechos:
La resistencia para concedernos el derecho de sufragio […] me hace sospechar que pretenden abusar así, como siempre, de nuestra sumisión pasiva, de nuestra resignación a toda prueba, y que cuentan con nuestra inercia. Lo único que nos hace falta es la voluntad y la energía para conquistarlo. Nada se obtiene sin lucha y sin esfuerzo, y con nuestra resolución inquebrantable debemos probar al hombre que tenemos la preparación indispensable, que ya hemos madurado lo bastante para no dejarnos arrebatar lo que de derecho nos corresponde. (394)
En relación con las formas que asume la enunciación, la crítica ha señalado que, a diferencia de los ensayistas varones más bien preocupados por la poética del ensayo, las mujeres, por el contrario, se habrían enfocado en elegir un lenguaje que evocara este “sentido de urgencia a través de una franqueza directa de estilo y una prosa concisa que creara un impacto en sus lectores” (Rojas y Saporta 181) y, particularmente, en su principal público/audiencia: las lectoras.
Cuando Barros pronuncia esta conferencia el voto femenino ya había sido concedido en Estados Unidos, Rusia, e inclusive, después de años de arduas luchas, en Inglaterra. En Francia, afirmaba, se movilizaban los debates políticos al respecto. Como mujer perteneciente a la élite conocía bien la admiración que profesaba la clase alta chilena hacia la cultura francesa. De allí que, nuevamente en un gesto estratégico, procure persuadir a este grupo social para ampliar su horizonte mental y experimentar, en la práctica, las transformaciones modernas: “Me halaga la esperanza de que en nuestra tierra que vive en constante imitación de todo lo francés, vayan infiltrándose poco a poco estas ideas y no se asombren tanto nuestros políticos con el temor de concedernos siquiera el derecho a elegir” (Barros, “El voto femenino” 397). Según Doll, durante el entresiglos, la cultura francesa representó el referente por antonomasia para la oligarquía chilena, de modo que “Francia funciona[ba] como la civilización de la época” (87). Así se puede ver que Barros, mientras en una primera capa del discurso estimula a su clase a seguir el ejemplo de civilización de los europeos, en otra capa más solapada –y no exenta de ironía– desliza una crítica contra el esnobismo de su mismo sector.
Si bien las propuestas de Barros se materializarían años más tarde, sus tempranas reivindicaciones en favor de los derechos políticos de las mujeres la sitúan no solo en los inicios de una genealogía del ensayo de género, sino también en un lugar destacado de la vanguardia feminista en nuestro país.
3. ROXANE: LA DEFENSA POR LOS DERECHOS CIVILES DE LAS MUJERES Y EL RECHAZO DE LA INTERVENCIÓN FEMENINA EN MATERIA POLÍTICA
Roxane, seudónimo de la escritora Elvira Santa Cruz Ossa, no solo tuvo un rol activo en el campo literario de su época, sino también en el periodismo y el trabajo social. Nacida en 1886 en el seno de una familia acomodada, fue una de las representantes, junto a Iris (seudónimo de Inés Echeverría Bello) y otras artistas y escritoras, del denominado “feminismo aristocrático” que surge en Chile durante las dos primeras décadas del siglo XX (Subercaseaux). A diferencia de las feministas de origen mesocrático, popular u obrero, que también comienzan a participar en los debates políticos, sociales y culturales en esta época, las mujeres que integraron dicho grupo “tuvieron los recursos económicos y el tiempo para dedicarse a las que llamaban ‘actividades del espíritu’” (Subercaseaux 283). Asimismo, fundaron, dirigieron, editaron o colaboraron en publicaciones ilustradas, a la vez que participaron en organizaciones orientadas al fomento de la autonomía de las mujeres, estimulando su interés por la educación, el arte y la cultura.
Roxane fue una de las principales colaboradoras del Club de Señoras, espacio donde dicta en 1918 una conferencia titulada “Feminismo”, la que posteriormente –como era habitual en la época– fue publicada por la prensa, e, incluso, en un libro. En dicho texto (que tal como otras conferencias, puede ser leído como un ensayo), si bien exige la reforma urgente de lo que denomina el Código “(In)Civil” de 1855 que comprende a la mujer como un sujeto casi completamente carente de derechos, no reclama, e, inclusive, rechaza abiertamente las demandas femeninas por el derecho al sufragio, que considera una prerrogativa masculina: “[Aunque soy] feminista de hecho y no de palabra, puedo asegurar, sí, que no soy partidaria de que a la mujer se le concedan aún los derechos políticos” (“El feminismo y la política” 3). Se trata de la misma ambigüedad presente en las ideas iniciales expuestas por Barros: asistimos a la legitimación de un modelo feminista que va en estrecha sintonía con el ideal de la madre republicana propio de las letradas del siglo XIX, el cual, si bien reivindica un mayor radio de acción y la ampliación de derechos para las mujeres, rechaza la “intromisión” en espacios considerados ajenos al paradigma hegemónico de lo femenino como es la participación activa en la arena política.
Mirando en todo momento la situación de las sufragistas europeas, fundamentalmente a las británicas y reproduciendo los imaginarios oficiales que circulaban profusamente en la prensa de entonces (Denegri), Roxane adhiere a la opinión que caricaturizaba y condenaba la violencia “furibunda” de estas “innovadoras” feministas, quienes en su opinión equivocaron la dirección de sus reivindicaciones al pasar por encima de todo “orden y ley” (“Feminismo” 83). Si bien se reconoce como una mujer feminista, el feminismo liberal con el que se identifica es bastante más moderado que el de Barros: aunque expresa su apoyo a la obtención de derechos civiles y económicos para las mujeres, es enfática en remarcar la necesidad de respetar los “límites de la justicia y la cordura” para lograr esta conquista (83) –o concesión, si se observa desde otro punto de vista–, postura que en el fondo revela su intención de no incomodar ni trastocar mayormente el orden dominante masculino.
Para la autora, la evolución feminista que a partir del nuevo siglo comenzaba a experimentar la mujer tenía más relación con su desarrollo en el plano intelectual y espiritual que con el de sus reivindicaciones políticas.
Asumiendo a través de sus ensayos la representación de un colectivo femenino, le resta apoyo y cuestiona el interés y la lucha de las mujeres chilenas por ser agentes activos en el campo político. La razón de esta resistencia la explica en diversos textos: en lo fundamental, más que el rechazo al voto femenino en sí o a la participación de las mujeres en este espacio, la crítica es a la decadencia y al desprestigio en que estaba sumida la clase política masculina chilena, diagnóstico en el que coincide con todas las autoras aquí examinadas:
[Las mujeres] no estamos preparadas aún para la política chilena […] Para esa politiquería sin ideales, enconosa y mala […] En buena hora que no nos concedan esos derechos mientras los hombres de Chile no reaccionen. De ideales de bien público no puede hablarse porque los partidos políticos, agriados durante largos años de enconosa lucha, no albergan ya nobleza ni idealidad en sus programas. ¿Qué haría la mujer chilena en medio de ese volcán de odios, intrigas y mentiras? (“La mujer chilena y la política” 3)
El nuevo modelo de mujer que vindica Roxane debía cultivar su espíritu como requisito indispensable para ingresar en la “senda de la cultura y el progreso” propia de la modernidad (“Feminismo” 22). Empero, a pesar de la promoción de este moderno paradigma femenino, continuará supeditado a un modelo identitario tradicional, anclado en la familia y el ámbito de lo doméstico, lejos de las disputas propias del poder asociado a la esfera de lo masculino que no harían sino empañar la esencia naturalmente bondadosa del sexo: “Entre el hogar, las preocupaciones de la maternidad y el cultivo de su espíritu, la mujer tiene un campo más que suficiente para llenar una vida entera” (22-23).
Ahora bien, en su calidad de eximia cronista y, por tanto, de testigo privilegiada del trepidante acontecer urbano (por años se desempeñó como cronista de la sección “Vida social” en la revista magazinesca Zig-Zag, además de trabajar en organizaciones dedicadas a combatir los problemas sociales de la infancia), la autora estaba consciente de las transformaciones sociales que traía consigo el cambio de siglo, período de “agitación y de lucha”, en el cual se requería de forma urgente la activa participación de las mujeres en múltiples ámbitos. En esta dirección, demarca claramente los roles que la nueva mujer debía tener en lo público, que se traducían en el campo de la acción social: “Sin invadir los dominios del hombre, ni ofuscarse con ilusiones igualitarias, la mujer tiene en Chile una labor social inmensa” (23). Esta nueva mujer, representante de un “bien entendido feminismo” (23), debía enfocar y canalizar sus esfuerzos en organizaciones femeninas (veremos luego cómo Mistral y Labarca insistirán en esta idea) que contribuyesen a mitigar los graves problemas sociales que afectaban al país, entre ellos, las altas tasas de mortalidad infantil y los vinculados a las prácticas higienistas (ambos derivados del proceso de expansión de las ciudades y las consiguientes condiciones de hacinamiento y salubridad que afectaban a los sectores populares). De esta forma, como era común escuchar en la época, la mujer extendería su radio de acción benéfico más allá del hogar alcanzando al colectivo nacional 11 .
Las reflexiones de Roxane dan cuenta de la heterogeneidad de visiones que hacia 1910-1920 existían en torno al feminismo. En este sentido, siguiendo a Vasallo, el feminismo en tanto concepto y práctica quizás “nunca fue tan ampliamente debatido por mujeres de distinto espectro ideológico” como lo fue durante este período. Ello obedecía, en parte, a que “era aún un término inestable que no remitía a significados únicos, es decir, no constituía una doctrina o ideología definida sino más bien un conjunto de ideas y de prácticas que podían servir a fines diversos según el contexto político y social del grupo que reclamara la identidad feminista para sí” (182). De allí se comprende que la autora, por un lado, exponga y apunte hacia las falencias de lo que ella consideraba un feminismo tergiversado, equívoco, representando por los excesos de las sufragistas y de mujeres con pretensiones que transgredían los límites de su sexo-género, y por otro lado, legitime un modelo de feminismo representado por una nueva mujer que, sin abandonar un modelo identitario hegemónico que la vinculaba a la maternidad, el cuidado y el espacio doméstico, se desplaza e ingresa de forma paulatina en la esfera pública y la ciudad en vías de modernización a través de su activismo espiritual, el cual se reflejaría tanto en el campo cultural como en el campo de la acción social.
Como se revisará, si bien las concepciones de las escritoras respecto del sufragio experimentan cambios notables conforme avancen las décadas de 1920, 1930 y 1940 12 , inclinándose cada vez más hacia la exigencia de este y otros derechos –demandas que serán apoyadas por un número aún mayor de organizaciones feministas y femeninas provenientes no solo de todo el país, sino también de distintos estratos sociales–, estas reivindicaciones no renunciarán a un modelo femenino cuyas raíces se entroncan a una identidad de género convencional.
4. GABRIELA MISTRAL: EL SUFRAGIO FEMENINO COMO DERECHO INALIENABLE. LA SOSPECHA ANTE SUS IMPLICANCIAS PRÁCTICAS
A Gabriela Mistral se la ha reconocido y estudiado principalmente por su poesía, sin embargo, durante los últimos años ha comenzado a surgir un interés por su amplia y diversa producción en prosa, compuesta, entre otros, por textos pedagógicos, cartas, diarios íntimos, artículos, recados, ensayos, conferencias y cuentos infantiles. Esta producción textual alternativa fue por largo tiempo desestimada, o bien insuficientemente valorada por la crítica; no obstante, como señala Claudia Cabello, “su volumen, la calidad literaria y la relevancia cultural y política [vuelven] su estudio urgente para el campo de la literatura, la historia intelectual y los estudios de género latinoamericanos” (7).
En relación con el ensayo, uno de los géneros que Mistral cultivó más prolíficamente a lo largo de su vida (utilizando muchas veces el título de “recados”), estos abordan una heterogeneidad de temas entre los que predominan los de carácter social: la educación popular, la infancia, la situación que afectaba a las comunidades indígenas y campesinas y, en particular, a las mujeres, el pacifismo, la cultura, la preocupación por el devenir de la nación y la identidad latinoamericana, entre otros. En este sentido, Mistral forma parte de un grupo significativo de autoras chilenas y latinoamericanas que durante la primera mitad del siglo XX expresaron su preocupación y solidaridad por la condición de desigualdad que afectaba al sexo femenino; en su caso, poniendo énfasis en aquellos grupos subalternos de la sociedad. Dicho interés igualmente incluyó su apoyo –aunque lateral– a las demandas sufragistas exigidas por las feministas.
Nacida en 1899 en Vicuña (localidad emplazada en el Valle del Elqui), Mistral creció en un hogar de origen modesto: su padre y su hermana fueron profesores normalistas, oficio que tempranamente ella continuó a fin de contribuir al sustento económico del hogar. En paralelo con su trabajo como maestra rural, comienza a publicar sus primeros textos –poemas, artículos y ensayos– en los periódicos regionales La Voz del Elqui y El Coquimbo. Debido al tenor de estas colaboraciones iniciales, en las que defendía el derecho a la instrucción de la mujer y deslizaba sus críticas hacia el fanatismo religioso, se la sindica como pensadora anticlerical, hecho que habría incidido –según ella misma– en el rechazo a su admisión a la Escuela Normal de Preceptoras de La Serena (Mistral, Cuentos y autobiografías 90). Pese a no cursar oficialmente la carrera del magisterio, durante los años siguientes se desplaza por el país ejerciendo la docencia en diversos pueblos y ciudades, experiencia que le permite conocer a fondo la realidad de un Chile marginado y popular: es enviada a Los Andes, Traiguén, Antofagasta, Temuco y Punta Arenas. En esta última edita la revista literaria Mireya (1919).
Tras haber ganado el certamen poético de Los Juegos Florales (1914), tanto sus versos como su carrera docente comienzan a recibir reconocimiento. En este marco, en 1922 es invitada por el entonces ministro de Instrucción Pública de México, José Vasconcelos, a participar de la reforma educacional de dicho país. A pesar de que este nombramiento determinará el inicio de su trayectoria intelectual trashumante, su conexión con Chile, lejos de desaparecer, permanece y se afianza a través de la escritura. Esta preocupación se advierte especialmente en sus ensayos.
En un contexto marcado por los debates y las movilizaciones en torno a la demanda por los derechos de las mujeres chilenas (discusiones que como se ha referido estaban igualmente presentes en la opinión pública a nivel transcontinental), en junio de 1928 Mistral publica en el diario El Mercurio un ensayo en donde reflexiona sobre el sufragio femenino. A su juicio, resultaban estériles las discusiones respecto de la obtención de este derecho, que le parecía “cosa siempre naturalísima”, inherente al “género humano” sin distinción de sexos (“El voto femenino” 57). Su apoyo, si bien lateral, no implicaba –como sí acontecía en el caso de una madura Martina Barros– la idealización de este derecho, especie de victoria última en la lucha por la igualdad femenina. Tampoco representó una expresión de apoyo explícito a las organizaciones feministas que exigían, entre otros requerimientos, el derecho a voto. De hecho, los vínculos de Mistral con aquellas organizaciones de mujeres, en general, estuvieron permanentemente marcados por tensiones. Tal como confiesa en este ensayo, su intención es contestar, tras su decisión de mantenerse en silencio, a las imputaciones que la asociaban equívocamente con estos movimientos. De allí que apunte, por una parte, a “las bravas feministas” que la acusaban de promover “una división del trabajo a base de sexos” 13 , calificándola de “señora medieval que nunca ha trabajado, que en su pereza hace sistemas de estética y traiciona a las obreras escribiendo contra sus intereses más vitales”, como por otra, a las feministas y otro/as intelectuales de izquierda que veían en ella a una “estupenda líder de barricada”, influyente aliada comunista y anticlerical (57).
Su apoyo lateral al voto femenino también obedecía a una actitud de desconfianza ante la clase política masculina. Tomando como ejemplo el caso de España e Italia 14 , cuyos líderes habían concedido ciertos espacios de participación política a las mujeres sin que estas tuvieran que bregar mayormente por la obtención de estas prerrogativas –a diferencia, como señalaba, de “las pobres inglesas” que conquistaron ese derecho tras librar una dura batalla contra el parlamento británico–, denunciaba el aprovechamiento político de la derecha y la izquierda en relación con la causa feminista: “Ni las derechas han sido siempre feministas, sino que lo son ahora, a la desesperada, ni las izquierdas han sido sinceras en su campaneada adhesión al sufragio femenino. En la hora oportuna ambas usan esa banderola en su provecho” (58). Refiriéndose al contexto chileno, en especial, al proceso de elaboración de la nueva Constitución Política de 1925, Mistral denunciaba la inexistencia en esta de una real representatividad política. Quienes participaban en los espacios oficiales de poder, a su juicio, no tenían intención de cambiar el estado de las cosas debido a su prácticamente nulo conocimiento de la realidad social, de allí la necesidad imperativa de atender a las voces de los sujetos excluidos de estos espacios:
Yo oiría con gusto a una delegada de las costureras, de las maestras primarias, de cada una de las obreras de calzado o de tejidos, hablar de lo suyo en legítimo, presentando en carne viva lo que es su oficio… [Sin embargo] la corporación confusa de hoy en que nadie representa a nadie no me interesa aun cuando contenga la mitad de mujeres. (60)
En otro ensayo titulado “Sufragio femenino”, de 1932, retoma las críticas y reinstala las sospechas contra la clase política que ha cedido a las demandas sufragistas al conceder a las mujeres el derecho a voto en las elecciones municipales; no obstante, su visión respecto de las mujeres y el voto experimenta algunas variaciones. Sugiere que esta concesión no obedece tanto a la presión internacional de los movimientos sufragistas metropolitanos que conquistaron, luego de intensas disputas, sus derechos políticos, sino más bien a los intereses partidistas de los miembros de la clase política, quienes advirtieron en las mujeres un nuevo y potencialmente estratégico electorado. El derecho a sufragio femenino, por tanto, le despierta sospechas en la medida en que percibe que este es concedido casi complacientemente con el propósito de satisfacer los intereses políticos masculinos. En este sentido, es enfática en advertir a las mujeres que voten a conciencia, y no a modo de réplica de los hombres, planteando de esta forma la necesidad de “feminizar” la democracia:
Nos llega el sufragio como victoria de largas demandas [y ahora] las mujeres chilenas podemos votar. Lo elemental es que votemos no como adláteres, sino como mujeres que anhelan aportar algo de feminización a la democracia… Ahora ya no le damos un amén servil a ese pregonado monopolio de la inteligencia viril: hemos constatado tantos casos de mujeres a la par o por encima de varones reconocidamente “ponderados”, que ya no se nos puede tratar como a criaturas desvalidas, o dulcemente taradas, con el seso a medio desarrollar. Prueba de ello es que nos han otorgado el derecho masculino a votar, que yo siempre consideré que era nuestro por zoología… Pero en el clima de las asambleas políticas de hoy, a las cuales irá la mujer a decir lo suyo, problemas, necesidades, tragedias subterráneas, ella corre peligro de abandonar su alegato propio, más el del niño, y quedarse en una inútil duplicación del hombre. ¿Para qué tanto afán por entrar a esas revueltas salas si no ha de participar en los debates o los ha de seguir como oveja querenciosa? (“Sufragio femenino” 77)
Mistral creía que la participación femenina en la política debía orientarse hacia la protección de la familia, y en particular, de la mujer y la infancia, apuntando a esta última como un asunto tradicionalmente ignorado por el orden patriarcal. Aquí se asiste, nuevamente, a uno de los vaivenes característicos del pensamiento mistraliano. Ya que si bien, por un lado, aplaude la obtención del voto político femenino, por otro, perpetúa una mirada esencialista en torno a la mujer que la resitúa en una identidad de género convencional: la de madre. Este gesto –que en una primera instancia se podría calificar como contradictorio– va a ser transversal a gran parte de las escritoras latinoamericanas de la primera mitad del siglo XX. La apelación a la maternidad, como ha quedado demostrado –con su alta valoración e impacto a nivel social– devino en una estrategia que les permitió a las mujeres en general, así como a las ensayistas en particular, exigir mayores espacios de reconocimiento en materia de derechos. En este caso, políticos: se creía que del bienestar de la madre y del hijo dependía el futuro y bienestar de la nación.
El llamado de la autora, asimismo, resulta interesante en la medida que aspira a que las mujeres, por medio del sufragio, expresen una voz propia que ya no repita el monólogo masculino (“esta es la hora de que, lado a lado de ese hombre que nos ‘representaba’, nos representemos nosotras mismas, en cuerpo y alma” 78), lo que incluía a las mujeres de todas las clases sociales. Esta toma de posición política constituiría parte de un “feminismo actuante”, es decir, de un feminismo de carácter práctico y ya no meramente discursivo (esta ausencia de pragmatismo constituyó otra de sus críticas). En este sentido, la organización, educación y preparación política de las mujeres resultaba fundamental para el éxito de la empresa sufragista. Lejos de contentarse con ejercer su derecho en las urnas votando por los sujetos de siempre –asegurando así la continuidad en el poder de la clase política dominante–, estas debían asumir el “timón de mando” y presentar candidaturas femeninas al Senado (y en un futuro –avizora con lucidez– a la Presidencia). De allí que el modelo femenino que propone Mistral sea la leader que, sin descuidar sus deberes y familia, sale al espacio público y se incorpora a la esfera política para desde ahí “defender la patria de sus hogares, la de sus maridos, parientes y amistades: equilibrando con su sensibilidad de mujeres, el Chile que se estaría haciendo solo con decisiones viriles”, perdido en discusiones estériles y tensiones ideológicas que no solucionaban los problemas del país (78).
Como se puede ver, hay una evolución en el pensamiento mistraliano: de criticar el oportunismo político masculino en materia de sufragio femenino y la falta de representatividad en las instituciones, en especial, de las mujeres de clases populares, pasa a defender la organización política de las mujeres y su participación en el rol de electoras y candidatas, no obstante, siempre y cuando su agencia pública y privada esté en sintonía con los roles de género convencionales donde la mujer-madre haga de la “patria un hogar grande” (78).
5. AMANDA LABARCA: EL VOTO FEMENINO COMO PRIMER PASO HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UNA SOCIEDAD MÁS DEMOCRÁTICA
Amanda Labarca, fue, además de eximia escritora y educadora, una destacada activista feminista que tuvo un papel clave en la obtención del derecho a voto y en otras conquistas legales de las mujeres chilenas. Nacida en Santiago en 1886, en una familia de clase media, estudió en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde se tituló de Profesora de Estado en Castellano en 1905. Ejerció la docencia en una serie de instituciones educacionales públicas hasta que en 1910 recibió una beca para estudiar en los Estados Unidos; posteriormente parte a París a especializarse en educación escolar en la Universidad de la Sorbonne. Como sostiene Diamela Eltit, estos viajes tempranos van a dejar profunda huella en ella por cuanto le permiten ser testigo de las transformaciones sociales y las discusiones en torno al rol de la nueva mujer en la sociedad que por entonces se daban en estos centros metropolitanos. Tras retornar a Chile, Labarca pronuncia una serie de conferencias orientadas a difundir los avances y conquistas de las mujeres norteamericanas. A partir de estas conferencias dictadas en la Universidad de Chile se publica su libro de ensayos Actividades femeninas en los Estados Unidos (1914), donde repasa sus impresiones y experiencias en el país del Norte.
Influenciada en gran medida por el favorable impacto que le produce la sociedad norteamericana, especialmente, la organización política, social y cultural de sus mujeres y su desarrollado sentido de asociatividad, funda en 1915 la primera institución cultural femenina en Chile: el Círculo de Lectura, inspirado en el modelo de los reading clubs estadounidenses. En este espacio Labarca invitaba a las mujeres a un ejercicio de “aproximación colectiva a la lectura de los textos en estudio”, resaltando, en particular, “la importancia de la asociación y colaboración mutua entre [ellas] en función de su emancipación” (Stuven 25). También participó del ya mencionado Club de Señoras, en cuyas veladas culturales también tuvo un rol destacado.
Uno de los hitos claves en su trayectoria política –relacionada con su defensa de la asociatividad femenina–, será su participación en la fundación del Consejo Nacional de Mujeres. Creada en 1919, esta institución –de la cual Labarca fue presidenta– abogaba por lograr una mayor justicia social para las mujeres y la obtención de sus derechos civiles, sociales y políticos. Cabe mencionar que la creación del Consejo Nacional de Mujeres fue una iniciativa que durante esos años no solo tomó forma en nuestro país, sino también en diversos países de América Latina, Europa y los Estados Unidos. La idea, impulsada originalmente por el Consejo Internacional de Mujeres (International Council of Women, ICW) buscaba convocar al mayor número posible de organizaciones femeninas en el mundo, independiente de su filiación política, ideológica o de clase, con el objetivo de aunar fuerzas para luchar contra la desigualdad de género y la obtención de derechos 15 . En este sentido, resulta de interés lo propuesto por Vasallo, quien –aunque se aboca al caso particular argentino, sus observaciones bien pueden ser aplicadas al contexto hispanoamericano en general– postula que la fundación de numerosas organizaciones femeninas durante fines del siglo XIX y principios del XX representa “una respuesta de las mujeres a las restricciones de la política formal definida como exclusivamente masculina” (174-75). Es decir, a pesar de que las mujeres estaban privadas del ejercicio de la ciudadanía, aún así a través de estas tomas de posición –como la asociatividad y organización– estarían redefiniendo “los significados de la participación y la representación” a la vez que “ejercita[ndo] su derecho a ser actores activos en las políticas del Estado y artífices de las narrativas de la nación” (175).
Se suma a este rol pionero que cumple Labarca en el Consejo Nacional de Mujeres, a inicios de la década de 1920, el ejercicio como catedrática en la Universidad de Chile inaugurando así el ingreso de las mujeres en la docencia universitaria en el país y Latinoamérica; por esos mismos años participa como colaboradora de la revista Acción Femenina (1922-1939), publicación vinculada al Partido Cívico Femenino que promovía a través de sus artículos el despertar de una conciencia feminista (Montero). En paralelo, participará en diversas organizaciones de mujeres asumiendo muchas veces su representación en congresos y asambleas a nivel nacional e internacional, llegando incluso a ser nombrada en 1945 delegada oficial ante la Organización de las Naciones Unidas.
Volviendo a su producción literaria, la autora incursiona en diferentes géneros destacándose particularmente en el cultivo del ensayo, género del cual fue una de las exponentes más relevantes de la primera mitad del siglo XX en Chile. Una mirada a su producción ensayística, y más específicamente, a su amplio corpus de ensayos de género, da cuenta de la evolución que experimentaron sus ideas en torno a la situación de la mujer: desde una mirada más conservadora y aún titubeante que reflexionaba en torno a la cuestión femenina, a una que se desplaza políticamente a la cuestión feminista. En este sentido, son reveladores los títulos de sus libros ensayísticos para constatar este progresivo empoderamiento: Actividades femeninas en los Estados Unidos (1914), ¿A dónde va la mujer? (1934) y Feminismo contemporáneo (1947). Al respecto Patricia Pinto señala que
Si atendemos a los títulos, podemos percibir el proceso de constitución de dicha sujeta. Además de la obvia perseverancia en el tema de la reflexión, los matices significativos que se plasman en los vocablos que designan el objeto de la preocupación revelan un proceso de perfilamiento y una paulatina radicalización de la sujeta en tanto hablante feminista. (60)
No obstante, a pesar de este proceso de toma de conciencia política gradual, se debe comprender a Labarca como una representante del denominado “feminismo compensatorio”, el cual, siguiendo a Lavrín, fue habitual entre las feministas del Cono Sur durante la primera mitad del siglo XX. De manera que, mientras se apostaba por la igualdad legal con el hombre en materia de derechos civiles y políticos, se velaba, a su vez, “por la protección de la mujer a causa de su sexo y las funciones precisas de este” (19).
Ahora bien, si se examinan las ideas de la autora en torno al sufragio femenino es posible comprobar de qué manera se plasmó dicha transformación. En efecto, sus ensayos tempranos revelan que, si bien Labarca apoya las demandas sufragistas de las norteamericanas y británicas, las desaprueba en el contexto chileno. A diferencia de la posición taxativa de Roxane, en su opinión aquí no estaban desarrolladas las condiciones de modernización propias de los grandes centros urbanos metropolitanos que posibilitaban la exigencia y concreción de dichas demandas:
No soy feminista militante, ni menos sufragista, porque ante todo soy chilena, y en Chile hoy no cabe una cuestión sufragista. Pedir el voto aquí sería tan absurdo como si para vestir al desnudo principiáramos por ofrecerle una corbata de seda. El feminismo militante y el pacífico [constituyen] el resultante de un estado de civilización. Las mujeres que lo advocaron en sus comienzos no lo hicieron porque les pluguiera más, sino porque la dura necesidad les obligó a salir a buscar el sustento en las fábricas y la educación en las universidades, y ya en la fragorosa arena de la competencia por el pan, hubieron de convencerse, muy a su pesar, de que estaban indemnes y desarmadas, y que necesitaban del derecho a sufragio, que en una democracia es el instrumento indispensable para la propia defensa y para ejercitar un verdadero influjo en la comunidad. (Actividades 120-21)
Según Labarca, en la sociedad chilena aún existían fuertes resabios premodernos que hacían imposible la materialización de este tipo de demandas políticas. Las condiciones de desarrollo industrial propias de los centros euro-norteamericanos y las consiguientes transformaciones en el mundo del trabajo habrían afectado de forma directa las relaciones de sexo-género; esto impulsó a las mujeres a salir del hogar, ingresar al espacio público y al sistema de trabajo asalariado: la lucha por conseguir mejores condiciones laborales y educativas, derechos civiles, jurídicos y políticos fue la consecuencia lógica de este nuevo orden de cosas, lo que no acontecía en Chile.
Desde su juventud, Labarca mantuvo una relación muy cercana con las feministas y sufragistas norteamericanas 16 . Y aunque es cierto que toma distancia respecto del modelo representado por las británicas, en oposición a autoras como Roxane y otra/os intelectuales de la época (nacionales y extranjeros), va a comprender y, en parte, justificar su radicalismo, si bien ello no necesariamente signifique su simpatía con estas formas de expresión. Conocedora de las luchas llevadas a cabo por las suffragettes, es consciente de la campaña de violencia y persecución ejercida contra ellas, a quienes la indiferencia, el menosprecio y la indolencia de la clase política inglesa no les dejaron otra opción para manifestar su descontento. Y agrega:
Unas [las norteamericanas] buscan en el sexo fuerte sus cooperadores y tratan de conquistarlo a su causa antes que imponérsela con la fuerza de sus propias convicciones; otras miran en él al eterno enemigo y se aprestan a entrar en lucha y combatirlo. Es así como los sufragismos yanquis e ingleses, por ejemplo, son totalmente opuestos en sus procedimientos […] ¿Quiénes son los culpables del estado de revolución en que [las militantes inglesas] se han declarado? Durante más de veinte años han pedido en vano las franquicias electorales y creyendo agotados los recursos pacíficos, han iniciado una lucha que desde lejos parece antipática y ridícula, pero que desde cerca tiene caracteres alarmantes y trágicos. (Actividades 167)
A modo de ejemplo, menciona el caso de la suffragette Sylvia Pankhurst, hija de la famosa líder Emmeline, quien fue arrestada y encarcelada junto a otras compañeras por alterar el orden público. Para ello cita fragmentos del testimonio de la activista inglesa, quien narra las dramáticas torturas y vejaciones que sufrió estando en prisión por parte de la policía inglesa y la complicidad del estamento político masculino. Labarca, sensibilizada por la situación que afectaba a las británicas, destaca su tesón y valentía, para luego establecer una comparación respecto del sistema norteamericano, que considera más evolucionado:
Para que estas crueldades sean posibles en nuestro siglo, para que se hayan repetido a diario por decenas de mujeres que no encontraban otro medio que la revuelta para hacerse oír, sabiendo que tras la piedra lanzada a la ventana les esperaban los días de trabajo forzado y la huelga de hambre con todos sus horrores, tendremos que aceptar que en el feminismo inglés hay circunstancias que le separan por completo de otros movimientos similares. Este contraste es violento si le comparamos con el yanqui, que más parece la evolución natural de una idea que una tendencia revolucionaria. (167-69)
Como se ha dicho, a inicios del siglo XX los debates en torno al voto femenino comenzaron a circular entre la opinión pública en casi toda Latinoamérica constituyendo una materia polémica sobre la que pocas veces, incluso entre las mismas feministas, existía consenso (Denegri; Barrancos; Vignoli). Estas discrepancias también se aprecian en las ideas de algunos connotados intelectuales de la época, varios de ellos representantes de sectores políticos e ideológicos progresistas, quienes, en un gesto monológico y derechamente antisufragista, desarrollaron diversas estrategias a fin de exponer a las mujeres que bregaban por este derecho a la vergüenza del escarnio público 17 .
Sin embargo, no toda la opinión pública estaba en pie de guerra contra esta demanda. Ciertos sectores, tal vez conscientes del avance que implicaba la concesión del voto en materia de igualdad de derechos, o bien, calculando los alcances políticos de un potencial –y aliado– electorado femenino, decidieron apoyar la iniciativa. Respondiendo a estos gestos de respaldo público masculino, en un ensayo de 1917 Labarca celebraba el que ese año una fracción del partido conservador presentara por primera vez un proyecto de ley para conceder derechos políticos a las mujeres chilenas, mientras que, por otro lado, los sectores radicales propusieran uno sobre el divorcio (“Nosotras”). Aunque ninguna de las dos iniciativas prosperara (las chilenas conseguirían el voto político universal solo en 1949, en tanto la ley de divorcio se aprobó, increíblemente, más de un siglo después: el año 2004), la autora consideraba que la instalación de estos temas en la agenda pública ya constituía un paso significativo para el progreso social, y en particular, en materia de derechos femeninos: “los dos [proyectos] han levantado discusiones que han servido para dar a las mujeres conciencia de su precaria situación, y –lo que es mucho más importante– para ponerlas de acuerdo sobre puntos capitales que van a ser la plataforma de las aspiraciones femeniles en un futuro cercano” (“Nosotras” 125-26). Quizás estableciendo un paralelismo con el sistema político norteamericano, sostenía que históricamente la clase política chilena había sido más bien receptiva a los reclamos por los derechos femeninos: “aquí los estadistas superiores, lejos de combatirnos, han sido nuestros eficaces paladines. Entre los chilenos, se diría que existe una tradición histórica de gentileza respecto a la mujer” (“Emancipación civil” 167). Sería debido a esta “gentileza” que el movimiento sufragista chileno habría adoptado una actitud de “no-agresividad”, alusión que refería al antimodelo que representaban las inglesas cuyo cuestionado activismo constituyó una respuesta a su contexto histórico y político particular (167-68).
En su último libro de ensayo de género, titulado Feminismo contemporáneo (1947), Labarca postula una mirada retrospectiva tanto sobre los avances y logros, así como sobre los obstáculos que ha experimentado el movimiento feminista en Chile y el exterior, al mismo tiempo que propone una línea proyectiva. Para entonces ya existía una amplia diversidad de partidos políticos y organizaciones de mujeres que tenían una participación visible, sistemática y relevante en la sociedad. En 1925, por iniciativa e influencia del Consejo Nacional de Mujeres, se reformuló el Código Civil a través de un decreto-ley que les permitió a las mujeres obtener mayores derechos civiles, entre ellos, el de propiedad y custodia de los hijos: “este decreto-ley fue un pórtico y anunciación” que impulsaría definitivamente la organización femenina en la lucha por la conquista de derechos (Labarca cit. en Eltit 75). En este sentido, cabe mencionar que en 1934 las mujeres obtuvieron el derecho a voto en las elecciones municipales, lo que les posibilitó no solo ser votantes, sino también acceder a cargos de representación popular. A ello se suma la creación de agrupaciones históricas para el desenvolvimiento del movimiento feminista en Chile como el MEMCH (Movimiento Pro Emancipación de la Mujer, 1935) y la FECHIF (Federación Chilena de Instituciones Femeninas, 1944), esta última liderada por Labarca, entre otras organizaciones –y publicaciones feministas como es el caso de la revista La Mujer Nueva 18 –, que marcaron la pauta en la lucha por el mejoramiento de las condiciones de vida de las mujeres y la conquista de sus derechos. Este liderazgo que asume Labarca, sobre todo a partir de la década de 1930, la convierte en una de las principales impulsoras del sufragismo en Chile, reclamo que se concretaría finalmente hacia finales de la década de 1940.
Escrita su producción principalmente durante el período de entreguerras (Primera y Segunda Guerra Mundial, Guerra Civil Española), la autora aboga por el pacifismo y la democracia como pilares de la sociedad. Y para fortalecer la democracia resultaba imperativo aumentar el voto político. En este sentido, era vital que las mujeres pudieran acceder al sufragio político universal: “hoy las mujeres sufrimos las consecuencias de una politiquería pequeña en la que no participamos” (“¿Por quién votan las chilenas?” 153). De este modo, argumentaba que para establecer una cultura verdaderamente democrática resultaba imprescindible la participación y cooperación entre todos los actores sociales, hombres y mujeres.
Si bien las mujeres comenzaron a votar y ser elegidas en las elecciones municipales de 1935, favoreciendo con su voto principalmente al Partido Conservador (tendencia que se irá reduciendo progresivamente conforme avance la década de 1940), lo cierto que es que el número de votantes fue más bien escaso si se consideraba el padrón electoral femenino. Ante este panorama Labarca acusaba la falta de cultura cívica de la mujer chilena, quien no dimensionaba ni valoraba el impacto y la trascendencia del voto político, en parte –argüía–, porque los partidos políticos no se habían interesado realmente en ellas. Por esta razón hace un llamado a las mujeres –apelando a una supuesta naturaleza femenina– a actuar colectivamente y participar de forma activa en la res pública, colaborando así con el fortalecimiento de la democracia:
Hay entre nosotras un gran potencial de energía […] una gran pasión de caridad, de hermandad, para redimir al que sufre, para aliviar los dolores que afectan a la familia de todos, y cuando las mujeres comprendamos que para obtener frutos de solidaridad es indispensable actuar colectivamente y participar en la gestación de los poderes públicos, se sacudirán de prejuicios e irán a las urnas a defender los postulados que les parezcan superiores y los planes de acción que juzguen más eficaces. (“¿Por quién votan las chilenas?” 152)
El llamado de atención de Labarca se concretaría finalmente tras la promulgación de la ley del 8 de enero de 1949, que concedía la plenitud de derechos políticos a las mujeres, quienes pudieron participar por primera vez como votantes en las elecciones presidenciales de 1952. Aunque la conducta electoral femenina no fue la esperada, puesto que solo concurrió a las urnas un tercio del potencial de votantes, como señalan Gaviola et al., con este logro “se inauguraba una nueva etapa en la historia política de las mujeres” (38), quienes comenzaron a tener un rol cada vez más protagónico ya no solo en el campo intelectual, sino en el campo político y del poder.
6. CONCLUSIONES
A partir del examen de los ensayos de género de cuatro escritoras chilenas que reflexionaron sobre la situación de las mujeres durante las primeras décadas del siglo XX, se logró observar las diferentes visiones que tuvieron respecto del avance de los movimientos feministas y, en particular, en torno al reclamo por el derecho a sufragio femenino. Si hacia fines de la década de 1910 se advierte que la resistencia ante esta idea era generalizada, apreciándose en autoras como Roxane, quien consideraba innecesaria la lucha por la obtención de los derechos políticos, en Labarca, en cambio, asistimos a una negativa que, si bien no es categórica, se justificaba señalando lo inapropiado que resultaba todavía para el premoderno contexto chileno. En una ya madura Barros, por el contrario, se aprecia un gesto de apoyo y demanda explícita, adhesión que compartirá –con sus matices– Mistral. Estas ideas irán evolucionando conforme se consolide el feminismo en tanto discurso y movimiento político social. De allí que hacia la década de 1930 Labarca sea una de las principales promotoras del sufragismo y que reivindique los derechos civiles y políticos para las mujeres.
Pese al diverso origen social de estas autoras –provenientes tanto de la élite como de sectores medios y populares–, todas ellas, independientemente de su posición en torno al voto femenino y su opinión respecto de los movimientos extranjeros que encabezaban esta campaña, coincidieron en su visión negativa de la política chilena tradicional, la que consideraban corrupta por el egoísmo, los intereses partidistas y la desidia masculina. De esta manera, es posible ver cómo estas figuras no solo participaron activamente y de manera pionera en el campo intelectual a través de su amplia producción y gestión cultural, sino que también tomaron parte, por medio de su escritura ensayística, en las discusiones relacionadas con la participación femenina en lo público y, más específicamente, en los asuntos políticos. En este sentido, su intervención se entendió como una forma urgente de “limpiar”, o como señalaba Mistral, de “feminizar” esta esfera, y con ello, participar en calidad de sujetos agentes en el proceso de democratización y progreso de la nación.
Resumen:
1. EL ENSAYO DE MUJERES COMO UNA FORMA DE INTERVENCIÓN EN EL CAMPO POLÍTICO Y CULTURAL DE AMÉRICA LATINA
2. MARTINA BARROS: UNA PIONERA DEL FEMINISMO Y EL SUFRAGISMO
3. ROXANE: LA DEFENSA POR LOS DERECHOS CIVILES DE LAS MUJERES Y EL RECHAZO DE LA INTERVENCIÓN FEMENINA EN MATERIA POLÍTICA
4. GABRIELA MISTRAL: EL SUFRAGIO FEMENINO COMO DERECHO INALIENABLE. LA SOSPECHA ANTE SUS IMPLICANCIAS PRÁCTICAS
5. AMANDA LABARCA: EL VOTO FEMENINO COMO PRIMER PASO HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UNA SOCIEDAD MÁS DEMOCRÁTICA
6. CONCLUSIONES