December 2017 in Estudios internacionales (Santiago)
Cuba-Estados Unidos: la escenificación de la diplomacia y el orden
Resumen:
El restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba ha sido escenificado de manera constante desde que el 17 de diciembre de 2014, los líderes de ambos países anunciaran el inicio del proceso. El acto final de la obra teatral, en cambio, se produjo el 21 de marzo del 2016, con la llegada de Obama a La Habana. A lo largo del proceso de normalización, la diplomacia estatocéntrica ha servido para gestionar el extrañamiento entre las partes, produciendo y reproduciendo, a su vez, nuevos extrañamientos. De esta manera, se ha escenificado un orden concreto, excluyendo y ocultando toda relación diplomática que pudiera causar incertidumbre y desorden, desplazando, en última instancia, hacia los márgenes a los individuos.
«El escenario está listo», informaban en vivo desde el Gran Teatro de La Habana Jasmine Coleman y Ashley Gold, periodistas de la BBC el día 22 de marzo del 2016, a las horas. Las banderas de Cuba y Estados Unidos formaban el atrezo. El público, tanto en vivo como a través de las cámaras, aguardaba la aparición del actor principal. Media hora más tarde, y tras cumplir con la ceremonia de bienvenida, hacía acto de presencia Barack Obama, Presidente de Estados Unidos, quien afirmaba que Cuba y Estados Unidos han sido «como dos hermanos que han vivido separados durante años». A las 16.02 horas, Obama daba por finalizado el discurso ante los aplausos del público presente y la atenta mirada de Raúl Castro, Presidente de Cuba.
La visita de Obama a Cuba, que se iniciaba un día antes, cerraba de modo simbólico la representación1 del restablecimiento de las relaciones diplomáticas que dieron comienzo el 17 de diciembre de 2014. Más de medio siglo había transcurrido desde que el 3 de enero de 1961 el entonces Presidente de Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, declarara la ruptura de las relaciones diplomáticas (Eisenhower, 1961) entre ambos países. Durante este proceso de «reconciliación», cada uno de los pasos ha sido escenificado y representado mediante la diplomacia, creando y reproduciendo órdenes que legitimasen, a su vez, una concepción estatocéntrica de la misma. De esta forma, todo elemento externo, susceptible de crear desorden, ha sido excluido del proceso y toda relación que traspasase el marco estatal ha quedado subordinada y limitada.
Para disminuir las situaciones de desorden y desestabilización que pudieran surgir a raíz del proceso de normalización, los actores estatales -Estados Unidos y Cuba- han puesto en marcha la carga simbólica adscrita, en este caso, a los procesos diplomáticos para disminuir el rol que pudieran cumplir aquellos actores no estatales, creando un orden simbólico y material, y limitando de esta forma el potencial creador que posee el concepto de desorden2.
Por lo tanto y con la intención de problematizar el proceso de normalización y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas puestas en marcha por parte del gobierno de Cuba y Estados Unidos, durante este trabajo analizaremos las relaciones bajo el topos del theatrum mundi. Como afirma Erik Rignmar (2010: 2), «después de todo, todas las sociedades -tanto las domésticas como las internacionales- proporcionan marcos cuasi-teatrales, donde los actores sociales actúan en base a roles delante de varios públicos». Como lo argumentaremos, estos performances tienen tanto una función pedagógica como constitutiva.
El antropólogo y sociólogo francés Georges Balandier (1994: 15) establece un paralelismo similar al afirmar que, «tras cualesquiera de las disposiciones que pueda adoptar la sociedad y la organización de los poderes, encontraremos siempre presente, gobernando entre bastidores, a la ‘teatrocracia’. Es ella la que regula la vida cotidiana de los humanos, viviendo en colectividad: el régimen permanente que se impone a la diversidad de los regímenes políticos revocables y sucesivos». De igual forma, Costas Constantinou (1996: 101), en su trabajo On the way to diplomacy, establece una relación directa entre el concepto griego de theatron y la diplomacia. Durante la era Bizantina, por ejemplo, la performance dramática y la teatralización de la escena política y diplomática fueron orquestadas para que narraran las historias y la gloria de los imperios.
El topos de theatrum mundi, por lo tanto, nos permitirá, en primera instancia, analizar la puesta en escena del restablecimiento de las relaciones diplomáticas a través de las representaciones que han tenido lugar desde el inicio de las conversaciones. Por otro lado, la representación, como acto de producción y reproducción, nos permitirá problematizar la visión estatocéntrica de la diplomacia, pues el Estado, a lo largo de la historia, raras veces ha obtenido el monopolio de la misma. De la misma forma, las representaciones teatrales nos permitirán problematizar los conceptos, en principio antagónicos, de orden y desorden. Se afirmará que la diplomacia estatocéntrica produce y reproduce representaciones con los que jerarquizar, ordenar y definir conductas sociales en base a una clasificación donde el dualismo orden-desorden se instrumentaliza. De esta manera, los Estados establecen un orden estatocéntrico concreto y subvierten todas aquellas conductas sociales y relaciones clasificadas previamente como desordenes, intentando restablecer el monopolio sobre la práctica diplomática.
Por último, y sin la pretensión de realizar un trabajo normativo, se analizará la posibilidad de incorporar la potencialidad del individuo como actor diplomático para trascender las fronteras y el marco de la diplomacia estatocéntrica. El individuo, desde su subjetividad y singularidad, puede establecer relaciones con otros individuos, fortaleciendo, de esta manera, los procesos de normalización entre los países enfrentados.
Transcendiendo los límites de la diplomacia estatocéntrica
DIPLOMACIA (De diploma)
- 1. f. Ciencia o conocimiento de los intereses y relaciones de unas naciones con otras.
- 2. f. Servicio de los Estados en sus relaciones Internacionales.
- 3. f. coloq. Cortesía aparente e interesada.
- 4. f. coloq. Habilidad, sagacidad y disimulo.
Fuente: Real Academia Española.
Según la Real Academia Española, la diplomacia se puede entender desde dos campos semánticos diferentes. En primer lugar, se refiere a aquellas relaciones internacionales que llevan a cabo los Estados y las naciones y, en una segunda acepción, toma el significado de características en apariencia humanas, por tanto, externas a la figura etérea e impersonal del Estado o nación.
La palabra, como la mínima expresión dotada de significado del lenguaje, es una fuente de poder. Luego, el uso y desuso que se haga de esta condicionará la percepción y la visión del mundo que adopte cada individuo. En el campo académico, la acepción estatocéntrica ha prevalecido sobre la individual (Cornago, 2013: 8). De esta forma, como menciona Costas M. Constantinou en su artículo Diplomacy, grotesque realism, and Ottoman historyography, la visión clásica de la diplomacia ha intentado, bajo el pretexto de la ciencia, sedar y adormecer la diplomacia bajo teorías solemnes sobre ritos epistémicos y contemplaciones piadosas, asumiendo que no se puede parodiar, anecdotizar y teorizar al mismo tiempo (Constantinou, 2000: 213). En este ensayo se intentará aunar ambas acepciones. Por un lado, se analizará la diplomacia como institución y «como sistema que regula las interacciones y la comunicación oficial entre los Estados mediante procedimientos, rutinas, normas y leyes», pues mediante esta forma la diplomacia estatocéntrica oculta otro tipo de relaciones y actúa como rayson de systéme, produciendo y reproduciendo mediante las representaciones un ordenamiento concreto. Por otro lado, «la metáfora de la escena del theatrum mundi, que fue una forma común de darle sentido a la interacción social a principios de la Edad Moderna» (Rignmar, 2010: 11), nos permitirá analizar las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos al nivel de los individuos, es decir, de aquellos actores que hablan en nombre y a través del Estado.
Tras los Tratados de Westfalia de 1648, el Estado emergió como el único actor soberano constreñido exclusivamente por las acciones de otros Estados (Rignmar, 2010: 11). El sistema internacional, a su vez, se convirtió en un gran teatro mundial, donde los Estados componían una compañía teatral, en el que las actuaciones se regían por normas y leyes; las diplomáticas entre otras. En la actualidad, la metáfora toma más relevancia que nunca, pues en la era de la información y la comunicación, donde toda relación está «mediatizada por las imágenes» (Debord, 1967), las escenificaciones y las representaciones diplomáticas construyen y reconstruyen versiones-mundo ordenadas (Ibarra, Txakartagi, 2016: 20). En ellas toman un protagonismo relevante los líderes políticos.
Mediante las relaciones diplomáticas directas e individuales, los líderes políticos personifican de manera simbólica los Estados, por lo que la diplomacia actúa continuamente en el plano estatal e individual, con lo cual las dos acepciones antes presentadas se muestran indisociables.
La representación diplomática por escenas
En la actualidad, la presencia de los actores políticos en la esfera mediática es continua, pues estos existen únicamente en el momento en que se realiza la representación pública de su existencia y sus cualidades (Rodríguez, 1995:102). En la sociedad actual la existencia individual se conforma mediante el reconocimiento ajeno. El individuo y -en el campo teatral- el actor, no son tales sin el beneplácito del público, por lo tanto, la presencia en los medios y la ocupación de la esfera pública se hacen indispensables para aquel que quiera realizar una demostración dramática y teatral del ejercicio de poder (Rodríguez, 1995: 102). El espacio público se convierte, por tanto, en el escenario dramatúrgico donde se desarrollan las relaciones diplomáticas entre actores interestatales.
Los telediarios ofrecen continuamente información cotidiana del ejercicio que desarrollan los políticos. Estos, a su vez, ofrecen ruedas de prensa a través de las pantallas, convirtiendo al periodista en un consumidor de información más. Los grupos terroristas reivindican su lucha y las acciones mediante la imagen audiovisual. Las manifestaciones se llevan a cabo en los centros neurálgicos de las ciudades, acaparándose de esta forma del simbolismo y de la relevancia que ofrecen dichos lugares. La acción política, por tanto, busca la teatralidad de la misma para que esta tenga una mayor difusión mediática, haciendo que la realidad sea, más que nunca, una realidad creada y difundida al público mediante códigos dramatúrgicos. La simulación predomina (Braudillar, 1987), la teatralidad toma terreno y la realidad se disfraza detrás de la imagen proyectada al público. Las herramientas lingüísticas no son suficientes para la diplomacia (Cohen, 1987: 7), pues hoy día los actores políticos deben ser intérpretes de la televisión. «La imagen es el mensaje» (Cohen, 1987:7).
La diplomacia de la cumbre, acuñada en su día por Winston Churchill, elevó las relaciones directas entre los mandatarios hasta la cima, posicionando las demás relaciones diplomáticas por debajo de esta. Como afirma Jan Melissen, las «cumbres diplomáticas no son únicamente la expresión de los lazos directos entre los líderes y su gente: el líder político es también percibido como el jefe diplomático elegido» (2003: 13).
En cuanto al restablecimiento formal de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, este se materializó el 20 de julio de 2015, si bien la puesta en escena no se realizó hasta un mes más tarde, cuando el secretario de Estado de los Estados Unidos, John Kerry, izó la bandera estadounidense en la embajada de este país en La Habana. Anteriormente, el 20 de julio, día del restablecimiento formal de las relaciones diplomáticas, Bruno Rodríguez, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno cubano, llevó a cabo el mismo protocolo en la embajada cubana en Washington.
Si bien la escenificación y los rituales de restablecimiento tienen relevancia por sí solas, cabe destacar el predominio de los símbolos durante estos procesos. En el caso que nos concierne, se debe subrayar la presencia de las banderas. Las banderas, como bien afirma Turner, son símbolos clave, pues condensan múltiples significados y sentimientos. Su sacralidad, no obstante, viene marcada por el contexto. De esta forma, mediante el ritual de la izada de las banderas, ambos países unieron, constantemente, el pasado, el presente y el futuro. En el caso cubano, la bandera izada fue la misma que se arrió el año 1961, tras suspender las relaciones diplomáticas bilaterales. En el caso estadounidense, a falta de la bandera, fueron las mismas personas que en su día arriaron la bandera las responsables de izarla de nuevo, estableciendo, de esta forma, una linealidad y un continuum con el que representar un orden cuyo centro le corresponde al Estado. Mientras tanto, los individuos quedan en un segundo plano, como elementos que componen un todo, el Estado.
Los actores que representan las escenificaciones antes mencionadas son de vital importancia, pues como afirma Murray Edelman (1991: 8), todo aquel actor que toma parte en un acto político forma, por un lado, su subjetividad y, por el otro, se convierte en símbolo para el público, ya que «representan ideologías, valores o posturas morales y se convierten en modelos de rol, puntos de referencia o símbolos de amenaza y maldad». De esta forma, tanto John Kerry como Bruno Rodríguez y, en mayor medida, Barack Obama y Raúl Castro, como líderes políticos de sus respectivos países, cumplirían el papel de «atajos cognitivos» para los ciudadanos (Platero, 2011: 46), comunicando al público, mediante las escenificaciones y representaciones, ciertas normas, valores y comportamientos que producen, en última instancia, un orden concreto (Death, 2011: 7).
«El término ‘líder’ evoca un tipo ideal. Los altos funcionarios públicos tratan de construirse a sí mismos adecuándose a él. En este sentido, el liderazgo es dramaturgia» (Edelman, 1991: 50). Los líderes políticos son, por lo tanto, los actores principales de la escenificación teatral. El escenario, en cambio, es la parte visible de un entramado mayor. En el teatro, la escenificación es el resultado del trabajo que se realiza anteriormente, en la sombra. De igual forma, en la diplomacia estatocéntrica lo oculto y lo mostrado, lo público y lo privado, se entrelazan3. En el caso de Cuba y Estados Unidos, la liberación por parte de Cuba de Alan Gross (un contratista de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, acusado y encarcelado por espionaje) y por parte de Estados Unidos de los «Cinco Héroes» o «Miami Fives» (encarcelados por espionaje y conspiración), la exclusión por parte de Estados Unidos de Cuba de la lista de los países que apoyan el terrorismo y la posterior reunión pública entre Obama y Castro durante la VII Cumbre de las Américas en Panamá, son ejemplos de prácticas políticas, de mayor o menor calado, más o menos publicitados, mediante los que se fue construyendo un marco o un contexto que facilitaría, a posteriori, acciones de mayor calado y relevancia.
La relación entre lo público y lo privado; lo publicado y lo oculto; lo sublime (Neumann, 2005) y lo grotesco; lo excepcional y lo cotidiano; lo espiritual y lo mundano, se ha escenificado continuamente a lo largo del proceso de normalización. El rol del Papa Francisco, quien el mismo 17 de diciembre del 2014, tras la declaración del restablecimiento de las relaciones mutuas hecha de manera simultánea por parte de Obama y Castro, afirmó que se complacía «vivamente por la histórica decisión de los Gobiernos de los Estados Unidos de América y de Cuba de establecer relaciones diplomáticas, con el fin de superar, por el interés de los respectivos ciudadanos, las dificultades que han marcado su historia reciente» (Santa Sede, 2016), es un claro ejemplo de la mito-diplomacia descrita por Der Derian. El Papa Francisco, dando su beneplácito y apoyo, tanto simbólico como material-estructural4, a las conversaciones y al restablecimiento de las relaciones, tomó la posición de mediador entre los individuos y Dios, arrogándose la capacidad de discernir entre el bien y el mal. De este modo, el Papa Francisco actuó como diplomático en dos planos distintos. Por un lado, en el plano horizontal, legitimando las relaciones entre dos Estados y, por otro, en el plano vertical, mediando entre el Estado y Dios o el Bien simbólico y, con su apelación a la ciudadanía, mediando entre los Estados y los individuos. El Papa, por lo tanto, de esta forma volvería a recuperar la función de mediación y arbitraje, en búsqueda, nuevamente, de la harmonía de la Respublica Christiana (Kerr, Wiseman, 2013: 25).
Ante la escenificación de lo sublime y lo excepcional, representado por el Papa Francisco, la asistencia de Obama y Castro, durante la visita del primero a la isla, al partido de béisbol que disputaron el equipo Nacional Cubano y los Tampa Bay Rays de Estados Unidos, ejemplifica la capacidad de la diplomacia estatocéntrica de producir y reproducir, a partir de lo cotidiano, subvirtiéndolo y cooptando su potencialidad, escenas de carácter extraordinario.
Como bien afirma Leonardo Padura respecto del hecho en cuestión, «sucede que -tampoco por casualidad- estos embajadores del béisbol profesional norteamericano llegan a la isla justo cuando ese deporte, que también es pasión y orgullo de los cubanos, vive uno de sus momentos más bajos en la nación caribeña, entre otras razones, precisamente por la salida casi masiva de talentos cubanos hacia ese y otros circuitos profesionales, donde los más afortunados y capaces llegan a firman contratos multimillonarios y otras decenas sueñan con hacerlo».
Es decir, todas aquellas relaciones más o menos directas que pudieran surgir entre Estados Unidos y Cuba, han sido descritas y analizadas en el plano estatal, como consecuencia de la visión puramente estatocéntrica de la diplomacia que se ha ido produciendo y reproduciendo tanto en el ámbito académico como en el político-social a lo largo de la historia.
La visita reciente de las satánicas majestades, es decir, The Rolling Stones, que en su día el gobierno cubano definió como lo vulgar, lo popular y mundano, ha servido como contrapunto a la pompa y el protocolo característicos de las relaciones diplomáticas estatales. El concierto, más allá de ser una demostración del cambio que vive Cuba, puede ser analizado en clave diplomática, pues estas visitas son, en gran medida, la primera relación directa y sin mediación geográfica entre dos visiones hasta ahora contrapuestas. Es decir, la relación directa entre la visión capitalista e individualista y la visión socialista y comunitaria.
El desfile de Chanel en La Habana y el proyecto de filmación de unas escenas de la película comercial Fast and Furious, son otros ejemplos de lo mencionado anteriormente. De esta forma, las celebridades se convierten en diplomáticos, mientras los políticos adoptan cada día más el papel de celebridades, pues la «importancia de los media y de la opinión pública en las cuestiones internacionales ha actuado como incentivo para que los líderes políticos se muestren más visibles antes sus electores» (Meliseen, 2003: 12).
La escenificación de la diplomacia, por lo tanto, da forma al orden internacional y al orden interno de los Estados en clave estatocéntrica. Durante el proceso de normalización de las relaciones diplomáticas, llevado a cabo entre Cuba y Estados Unidos, lo relevante no es el restablecimiento de las relaciones, sino su propia escenificación. Lo relevante no es el hecho en sí, lo fáctico, sino la apariencia, el nivel simbólico, su puesta en escena. Lo importante no es el cambio del orden, sino la apariencia del cambio, la escenificación de un nuevo orden.
Las relaciones diplomáticas entre los Estados se han venido desarrollando mientras sus relaciones han estado formalmente rotas y sus respectivas embajadas cerradas. Ahora, en cambio, cuando las relaciones diplomáticas se han restablecido, Estados Unidos sigue careciendo formalmente de la figura del embajador en Cuba, y las relaciones -pese a ser más fluidas- se encuentran frente a impedimentos legales. La ruptura, por tanto, no fue completa. Tampoco lo es el restablecimiento. A nivel simbólico, en cambio, tanto el alejamiento como el acercamiento son absolutos, pues no hay espacios intermedios.
Como bien afirma Costas Constantinou (2016), «es en este contexto donde se puede entender el nexo diplomacia-teatro: en términos no exclusivos de uso de palabras y promoción de ideas, sino por el uso de símbolos e imágenes que tienen potencial mediador, expresando y glosando ideas y valores que son valorados en la cultura local o global».
Por último, si bien el teatro diplomático estatocéntrico se ha opuesto, a lo largo de la historia, a la entrada en escena de aquellos individuos o grupos sociales que no hayan sido elegidos, en momentos concretos y de forma excepcional, para formar parte de la compañía teatral, hoy en día, en cambio, «la pluralización de la diplomacia implica, en suma, la pluralización y vulgarización del régimen estético (Cornago, 2013: 61)». Pese a los intentos continuos por parte de los Estados de dividir el teatro entre la escena y el público, arrogándose el papel de sujetos activos, mientras la ciudadanía ha sido relegada al papel de sujetos pasivos, «en la era contemporánea de los high-tech media, la característica principal de la práctica diplomática es la pluralización y privatización de las escenas. Ya no se trata simplemente de un espectáculo oficial centrado en el soberano y producido por agentes acreditados» (Constantinou, 1996: 102).
Por lo que el análisis de las racionalidades políticas que se encuentran tras las prácticas de ordenamiento, gestión y conducta que se producen a través de la diplomacia estatocéntrica toma mayor relevancia que nunca a la hora de comprender el proceso de normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.
La diplomacia estatocéntrica frente a la pluralidad diplomática
Para describir los orígenes de la diplomacia y de las prácticas diplomáticas, deberíamos echar la vista hasta la antigüedad. La diplomacia, en su concepción moderna y estatocéntrica, en cambio, viene de la mano con el Estado moderno. Como afirma Noé Cornago (2013: 71).
La territorialización de las relaciones diplomáticas se consiguió a costa de silenciar diversas prácticas y voces que en el pasado formaron una comprensión más amplia de la diplomacia como experiencia de encuentro y trato con la otredad. Debido a este desarrollo, el significado convencional de la diplomacia se vació de todo desarrollo social relevante, tratándolo exclusivamente como un elemento formalizado y rígido dentro de la maquinaria del Estado soberano.
La diplomacia, por lo tanto, se convirtió en una institución que, más allá de regular las relaciones entre Estados, gestionaba y regulaba las relaciones entre los individuos integrados en dichos Estados. De esta forma, la diplomacia se convirtió en doxa (Bourdiem 2014: 163), una institución cuya existencia no se ha de justificar, pues no se pone en duda en ningún momento. Debido a ello, las prácticas diplomáticas, sus normas, leyes y protocolos pasaron a formar parte del sistema internacional aparentemente de forma natural.
La diplomacia como mediación del extrañamiento entre distintos grupos sociales e individuos quedó oculta bajo la diplomacia estatal. De esta forma, la diplomacia vino a entenderse, teorizarse y practicarse como mecanismo de mediación y disputa entre los distintos Estados dentro de un sistema anárquico, en el que los individuos eran agrupados dentro de una entidad estatal, con los límites geográficos, de identidad, de valores y de pertenencia, heredados de aquella entidad en la que eran englobados.
Desde este punto de vista, las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos dependerían de una racionalidad política, cuyo objetivo último sería maximizar y fortalecer la posición de cada Estado, respetando o no normas, valores y leyes comunes. En este contexto, los individuos y sus respectivas relaciones quedan subsumidas a las relaciones estatales.
Como comenta Carlos Alzugaray, «de hecho, los Estados Unidos y Cuba no han tenido relaciones ‘normales’ desde que los Estados Unidos interviniera, en 1898, para acabar con el gobierno de España», si bien las relaciones diplomáticas no se rompieron entre ambos países hasta pasada la revolución dirigida por Castro. Desde entonces, la diplomacia, en mayor o menor medida, ha sido una herramienta al servicio de la política exterior y de los intereses nacionales, rompiendo, en algunos momentos, las relaciones bilaterales de manera pública, pero manteniendo relaciones «ocultas» donde se discutían cuestiones prácticas relevantes, pues ambos países comparten frontera y mar y, en otros momentos, escenificando una distensión de las relaciones.
Más allá de la visión estatocéntrica, en cambio, se encuentra aquella que define la diplomacia como «la mediación del extrañamiento entre individuos, grupos o entidades», afirmando la pluralidad de la diplomacia ante la visión reduccionista y monista que prevalece entre aquellos que lo ven como una herramienta práctica o como institución en manos de los Estados de manera exclusiva.
A nivel individual, las relaciones entre Estados Unidos y Cuba han sido continuas. Si bien es cierto que el mar que divide a ambos países ha dificultado las relaciones que florecen en los espacios transfronterizos entre aquellas personas que habitan distintos lados de las fronteras, ello no ha sido obstáculo para que distintas formas y prácticas diplomáticas hayan tenido lugar continuamente. Desde la diplomacia académica a la diplomacia del béisbol5, pasando por las relaciones siempre continuas entre aquellos que decidieron abandonar la isla y sus familiares que se quedaron, hasta las relaciones individuales que surgen entre aquellos funcionarios que comparten tareas, el contacto ha sido continuo. Por ello, «a pesar de que las élites que gobiernan intenten controlar la diplomacia y su ejercicio, las investigaciones históricas demuestran una plétora de ‘modos de acción diplomática popular’, que siempre tratan de escapar de estos intentos de monopolio» (Cornago, 2013: 10).
No obstante, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas formales escenificadas en clave estatal con la inclusión de formas populares bajo la supervisión y legitimación de los Estados, representa las relaciones internacionales como una esfera donde «los Estados son la auténtica expresión de la soberanía popular y las naciones la auténtica expresión de la identidad cultural popular» (Sharp,1999: 51). Para superar esta visión estatocéntrica y conseguir una verdadera normalización, «ya que en realidad el restablecimiento de relaciones diplomáticas no terminaría de normalizar las relaciones bilaterales» (Llorente, D. y Cuenca, I., 2015), deberemos incidir en el aspecto representacional de la diplomacia y no analizarla, únicamente, como una herramienta substantiva de la política exterior. De esta manera, veremos la expresión «de una condición humana que precede y transciende la experiencia de vivir en un Estado territorial y soberano de los últimos años. Más allá de ver la diplomacia como una institución del sistema de Estados moderno, la práctica y el contexto deben verse como respuesta al problema común de vivir de forma separada y el deseo de hacerlo de tal manera, debiendo mantener relaciones con otros» (Sharp, 1999: 51).
Antes de analizar de qué manera puede negociarse el extrañamiento y la otredad a partir de la diplomacia, como una forma de conocer, reconocer y comprender el otro a partir del conocimiento y comprensión de uno mismo, analizaremos la relevancia y capacidad de la diplomacia estatocéntrica a la hora de re-presentar y re-presentar un orden y un desorden, como dualismos antagónicos que permiten controlar, gestionar y conducir las relaciones entre Estados y, sobre todo, la conducta de las sociedades e individuos.
La diplomacia y la producción del orden y el desorden
«Por lo tanto, o en todo caso, un ordenamiento auto-reflexivo depende de la representación. Es decir, depende de cómo ese agente representa su ser y su contexto a ellos mismos. El argumento, entonces, es que la representación forma, influye y participa en la práctica del ordenamiento; que el ordenamiento no es posible sin la representación» (Law, 1994: 25).
El orden se produce y se reproduce. No hay un orden como tal, sino procesos de ordenamiento. El sistema de Estados actual y, con ello, la visión diplomática se sustenta en los acuerdos de paz firmados el año 1648 en Westfalia. La diplomacia estatal, como tal, en cambio, se dotó de una estructura legal durante el congreso celebrado en Viena el año 1815.
Las teorías positivistas sobre la diplomacia, desde Nicolson a Watson o Berridge, han analizado la diplomacia como procesos de negociación y comunicación entre Estados sobre cuestiones de alta política, fortaleciendo una concepción de la diplomacia que cosifica y refuerza las prácticas diplomáticas. De igual forma, la visión racionalista de la diplomacia «privilegia la posición del Estado como actor en el sistema internacional sobre otro tipo de actores» (Kerr, Wiseman, 2013: 78).
«El poder se legitima en el orden, construye una realidad social en la cual transmuta el orden en poder; se legitima a sí misma, pues ya es poder y orden», afirma Ávila Pacheco (2002: 6). En este sentido, a lo largo de la historia, el orden se ha sustentado y legitimado sobre distintas visiones del mundo, a saber: un orden imperial, religioso, de valores, económico, ideológico, etc. «Es decir que el orden lleva implícito la pretensión de ser reconocido como correcto y justo. En un sentido más técnico, el orden busca la pretensión de validez, que no es más que la legitimidad» (Ávila, 2002:13).
En el caso que nos concierne, la visión estatocéntrica legitima los Estados a la hora de usar la diplomacia como herramienta de mediación y confrontación, con el objetivo de defender los intereses nacionales. Debido a la desigualdad en cuanto a recursos, poder e influencia a nivel internacional, las relaciones entre Estados Unidos y Cuba han dependido, en gran medida, del primero de ellos, mientras el segundo ha ejercido, continuamente, de contrapunto.
Estados Unidos, al romper las relaciones diplomáticas con Cuba y al incluir a este entre los países que patrocinaban el terrorismo, impuso una clasificación del bien y el mal, del orden y el desorden, en el que Cuba quedó excluida y aislada del sistema internacional. La política común europea respecto de Cuba y las sanciones impuestas por parte de Estados Unidos a aquellos países, empresas, bancos e individuos que infringieran las leyes y el embargo impuestos, fueron herramientas de ordenamiento. De esta forma, Estados Unidos pretendió derrocar al gobierno cubano e imponer un cambio en la isla, usando para ello lo que Der Derian (1987: 136) definió como la anti-diplomacia. Es decir, «mientras el propósito de la diplomacia es mediar entre relaciones de extrañamiento, el propósito de la anti-diplomacia es transcender toda relación de extrañamiento». Mientras la diplomacia ejerce en la alteridad, la diferencia y el desorden, pues se trata de «un conjunto de prácticas, luchas de poder y verdades contestadas, que se vuelven en discursos dominantes sobre cómo relacionarse con el otro» (Constantinou, 1996: 110); la anti-diplomacia pretende borrar toda diferencia y establecer un orden homogéneo.
Comenzando con la guerra declarada a España tras la explosión del buque de guerra USS Maine, continuando después con la Doctrina Monroe, con que Estados Unidos se autoasignó la tarea de mantener el orden en el continente americano (Kissinger, 2016: 225), pero, sobre todo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la desintegración de la Unión Soviética, Estados Unidos ha tratado de establecer un orden particular en el sistema internacional. Basándose en la defensa y promoción universal de unos valores propios y mediante el uso de acciones de coerción, aisló todo aquel país que no se integrara en el orden.
Como afirman Kerry, Priztker y Lew, en este sentido, «los esfuerzos por parte de Estados Unidos de aislar a Cuba han comenzado a tener el efecto contrario de aislar a Estados Unidos, sobre todo en el Hemisferio Occidental. Mientras tanto, los líderes cubanos han usado esta postura como fuente de propaganda, para justificar políticas que no tienen lugar en el siglo XXI» (Estados Unidos, 2016). En este sentido, el orden establecido por los países occidentales y, sobre todo, Estados Unidos «se encuentra en un punto de inflexión» (Kissinger, 2016: 364). Estados Unidos ya no es capaz, como dijera el Presidente Truman, de derrotar por completo a los enemigos y luego traerlos de vuelta a la comunidad de naciones (Kissinger, 2016: 13), es decir, de señalar el desorden e integrarlo en el orden establecido.
Cuba, por su lado, como todo país donde se da lugar una revolución que muestra aspiraciones universales y que pretende cambiar el sistema internacional en su conjunto, mostró la intención de acabar con todo aquel extrañamiento que tuviera lugar entre los países, promocionando una revolución internacional socialista que suprimiera las diferencias y desigualdades entre distintas clases sociales. Mediante el uso de la anti-diplomacia, Cuba intentó «mediar la alienación universal de la humanidad» (Der Derian, 1987: 136). En cambio, una vez asentada la revolución y dada la incapacidad de acabar con el orden, estas mismas fuerzas revolucionarias, siguiendo razonamientos funcionales y normativos, se adecuan a la visión y prácticas diplomáticas que querían superar en un inicio. De esta forma, fortalecen los logros obtenidos y consiguen el reconocimiento y legitimidad internacional (Cornago, 2010: 1109). Los cambios tanto a nivel económico como político que han tenido lugar en la isla y el proceso de normalización con el país definido, en su día, como el enemigo, son muestras del cambio y la adecuación a la estructura diplomática estatocéntrica.
La diplomacia estatocéntrica entendida como la institución central en las relaciones internacionales, que se sustenta en valores y prácticas compartidas por los actores que forman parte del teatro, debe ser analizada como sucesivas performances que, en última instancia, se convierten en rito. La entrega de la acreditación diplomática, el protocolo, las visitas de los jefes de Estado, las cumbres diplomáticas y las negociaciones internacionales implican episodios ordenados, como una sucesión de fases o actos en las que se asocian de manera específica símbolos, íconos, palabras y actividades, formando procesos adaptados a un fin. La diplomacia estatocéntrica, por lo tanto, como rito permite crear una cultura diplomática o un habitus (Bátora y Hynek, 2014: 28), mediante la cual los Estados «persiguen una estrategia resiliente, que se apoya en la naturaleza de la ley internacional, el progreso de organizaciones intergubernamentales y la fuerza militar de los Estados» (Kerr, Wiseman, 2013: 99), integrando y subvirtiendo el desorden que aparece en todo rito
«explícitamente político» (Balandier, 2003: 34), uniendo órdenes distintas y acomodando (Bátora y Hynek, 2014), instrumentalizando o cooptando (Kerr y Wiseman, 2013: 98) todo actor no estatal que cuestione el orden establecido.
De esta manera, los Estados a través de la diplomacia crearían un sistema que es capaz de reproducirse y mantenerse, pues la diplomacia, como práctica o institución que media entre Estados y seres humanos, forma parte de la construcción discursiva de la política (Constantinou, 1996: 112), permitiendo crear, a su vez, imaginarios públicos (Banai, 2014) que influyen en las relaciones a mediar. Realizando una analogía con la biología, podríamos determinar que la diplomacia se convierte en una práctica autopoética para los Estados. Es decir, que «mediante la combinación de mecanismos legales e institucionales particulares -ya sea a nivel doméstico o internacional-, los Estados pretenden producir lo que se conoce como la ‘normalización’ de expresiones diversas de pluralismo en el campo diplomático, en el sentido avanzado por Foucault» (Cornago, 2013: 120), para, de esta forma, gestionar, controlar y conducir la conducta de los individuos, creando un marco de acción.
No obstante, los procesos de ordenamiento y normalización, más allá de ser limitados (Law, 1994: 22), están siendo cuestionados continuamente por otros procesos del mismo carácter. Estados Unidos, por ejemplo, ha visto cuestionada su posición a partir del gobierno de George W. Bush. El ordenamiento del mundo mediante la clasificación binaria del bien y el mal imposibilitó cualquier punto intermedio entre ambos polos. La unilateralidad y la fuerza como herramientas diplomáticas desarrolladas por la administración Bush, negaron la alteridad y la otredad. De esta forma, Estados Unidos estableció un ordenamiento que pretendía ser exclusivo; el único posible, al que los Estados debían integrarse.
Como dice John Law (1995: 116), «cuando un modo de ordenamiento individual reclama ser el orden, es cuando contemplamos la pureza horrible, la marginalización de otras formas de ser».
El mundo, no obstante, no entiende de absolutos. «La naturaleza no es lineal», nada es simple, el orden se oculta tras el desorden, lo aleatorio está siempre en acción, lo imprevisible debe ser comprendido» (Balandier, 2013: 9). De este modo, los países latinoamericanos, rechazando el orden establecido por los Estados Unidos, ejercieron presión para acabar con el aislamiento cubano, «una actuación concertada que se inició en 2008 y que se ha mantenido de forma sostenida desde entonces» (Alda, 2015: 2). Esta política conjunta dio sus frutos durante la VII Cumbre de las Américas en la que Cuba participaba por primera vez y que sirvió para establecer el primer contacto entre Castro y Obama. De este modo, Obama reafirmaba las bases del multilateralismo y cooperación, como parte de su política exterior, y los países latinoamericanos, con Cuba a la cabeza, empezaban a no mirar al vecino del norte con suspicacia (El País, 2016). Por lo tanto, la diplomacia permite producir y reproducir órdenes que pueden entrar en disputa. De esta forma, la diplomacia puede ser una herramienta de negociación o coerción, de gestión o de control, y de contestación o subversión.
Respecto de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, ambos países han limitado y gestionado la participación de la ciudadanía y de los actores no estatales en el restablecimiento de las relaciones. El proceso de normalización se ha desarrollado de forma vertical. Ambos Estados, hasta épocas recientes, le han negado al otro formar parte de su concepción de orden de forma pública. Mientras tanto, eran los individuos quienes mantenían la relación de manera informal. Ahora que los Estados han decidido llevar a cabo el proceso de normalización, esta diplomacia informal queda oculta, pues las relaciones diplomáticas entre los Estados establecen un orden excluyente. La diplomacia individual en la que los actores no estatales predominan ha quedado invisibilizada ante la espectacularidad del teatro diplomático. Pero como afirma Hussein Banai, «el confinamiento de las prácticas diplomáticas dentro del dominio de los poderes soberanos limita las capacidades potenciales de la diplomacia, para mediar de manera efectiva entre públicos extraños» (Banai, 2014: 466). Es innegable que el proceso de normalización es un paso adelante en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, pues, como afirma Sharp, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas implica el reconocimiento del otro como actor internacional, aceptando, de esta forma, la alteridad y la diferencia. De igual manera, la escenificación de las relaciones diplomáticas ha posicionado de nuevo a ambos en el teatro mundial, pues «el mundo es un escenario y el Estado se convierte en real, únicamente cuando aparece en este escenario mundial» (Ringmar, 2015).
En este sentido, Cuba ha pasado de ser un país patrocinador del terrorismo y con un marcado carácter revolucionario y de lucha, a convertirse en un Estado donde tienen lugar negociaciones de paz entre Estados y grupos revolucionarios, como es el caso de Colombia y las FARC, o el espacio donde se ha dado por primera vez una reunión entre los líderes de la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa, es decir, entre el Papa Francisco y Cirilo. Mientras tanto, Estados Unidos ha pasado de ser un país con una marcada tendencia al unilateralismo y al uso de la fuerza, justificando sus intervenciones con pretensiones mesiánicas que buscaban, como objetivo, expandir los valores occidentales y liberales sobre la tierra, a negociar con aquellos países que en su día fueron clasificados y agrupados bajo el nombre del «eje del mal». Como afirma Iver Neumann, «los eventos (diplomáticos) dependen del lugar. El lugar forma el evento y el evento forma el lugar» (Neumman, 2016).
En resumen, las prácticas diplomáticas durante el proceso de normalización entre Estados Unidos y Cuba han creado y subvertido órdenes; aislado y comunicado países e individuos; visibilizado y ocultado relaciones. Como afirma Paul Sharp (1999: 37), «la diplomacia es uno de esos términos al que es mejor aproximarse considerando sus usos, en lugar de intentar afirmar o capturar un significado preciso, fijo o autorizado».
No obstante, la verdadera normalización -aquella que afecta a la ciudadanía directamente- deberá superar la escenificación y representación estatocéntrica de la diplomacia, haciendo público lo privatizado, visible lo invisibilizado y mostrando lo oculto. Para ello es imprescindible analizar la diplomacia de forma plural, destacando la potencialidad del individuo como actor activo frente a la visión monista de la diplomacia estatocéntrica, que trata al individuo como un actor pasivo.
La diplomacia individual hacia una verdadera normalización
«La globalización está cambiando el orden mundial. Los Estados soberanos han perdido el monopolio del poder y los actores no estatales están convirtiéndose en jugadores importantes en la política mundial, aunque los Estados todavía se inclinan en verlos como invitados no deseados e incluso como intrusos. El orden global emergente incorpora un nuevo conjunto de relaciones, o lo que puede llamarse relaciones intersociales, entre personas, grupos y Estados soberanos» (Kerr y Wiseman, 2013: 85).
Como afirma Costas Constantinou (2000: 213), los principios diplomáticos establecidos en 1815 y, posteriormente, en 1961, durante el Congreso de Viena, han servido de refugio para el ejercicio del poder, concediendo el monopolio del mandato diplomático a los Estados. De igual forma, los teóricos positivistas, aquellos que son la corriente principal en las Relaciones Internacionales, intentan delimitar el campo de estudio mediante definiciones que forman sujetos estables dispuestos para el estudio científico. «Pero las fronteras disciplinarias son porosas, y el tema de discusión no es ni puro ni estable» (Constantinou, 1996: 73).
La definición estatocéntrica de la diplomacia, aquella que ha prevalecido a lo largo de los años, carece de realismo en la actualidad, pues como afirma Der Derian (1987: 42), «la diplomacia debe ser entendida como el intento de mediar el extrañamiento entre los humanos mediante el poder simbólico y las restricciones sociales». Es decir, la diplomacia es una práctica individual antes que estatal, pues son los seres humanos los que dotan de cierto carácter material al propio Estado. Para que algo exista este debe retractarse, mostrarse (Constantinou, 1996: 34). Es mediante la representación diplomática ejercida por los líderes políticos, ergo individuos, de Estados Unidos y Cuba durante el proceso de restablecimiento de relaciones y normalización, como los respectivos Estados se han manifestado y han adquirido una existencia metafísica (Constantinou, 1996: 34).
En la actualidad, la segunda acepción adscrita a la diplomacia por parte de la Real Academia Española de la Lengua, aquella que hace mención al individuo y sobre el que hemos hablado al principio, está tomando mayor relevancia. De esta forma, la diplomacia está siendo analizada desde la pluralidad (Cornago, 2013).
Como bien afirma Noé Cornago (2013: 91), la pluralización de la diplomacia refleja la transición desde una arquitectura funcional y simbólica limitada territorialmente y básicamente no-controversial, hacia un terreno diplomático cada vez más contencioso, presentado continuamente por nuevas fuerzas des-territorializadoras y re-territorializadoras, y expresión de muchas ambiciones y legitimidades en competición, dispuestos a producir intervenciones múltiples y significativos en la arena global.
La diplomacia, por tanto, debe comprenderse como un concepto plural, en el que el individuo debe jugar un papel relevante. En el proceso de normalización entre Estados Unidos y Cuba, proceso que debe afectar, en última instancia, a los individuos, estos no pueden quedar ocultos y excluidos. No pueden ser mencionados, únicamente, como sujetos pasivos de una diplomacia pública, cuyo objetivo último es fortalecer al Estado a través de una relación más o menos directa con la población6. La diplomacia pública, como afirma Manuel Castells (2008: 91) debería ser la «diplomacia del público, que es la proyección en la arena internacional de los valores e ideas del público». Con ello no queremos afirmar que la participación ciudadana, a través de las prácticas diplomáticas durante los procesos de normalización, suprimiría de inmediato todo conflicto entre las partes, pues, como afirma Carlos Alzugararay (2000: 8), la normalización entre Estados Unidos y Cuba no excluirá la permanencia de los conflictos entre ellos. Pero «limitando la práctica de la diplomacia a los dominios del poder soberano, se limitan las potenciales capacidades de la diplomacia para mediar de manera efectiva entre públicos extraños entre sí”(Banai: 2014: 466).
La diplomacia estatocéntrica y su visión monista juega con los dualismos antagónicos y clasifica los Estados y sus habitantes en base a definiciones como: nosotros o ellos, amigos o enemigos, aquellos que están insertos en el orden o aquellos que quedan excluidos, etc. Mientras tanto, una visión más integradora y plural de la diplomacia establece puntos intermedios entre los polos, permitiéndonos, de esta manera, «vivir juntos en la diferencia» (Constantinou, 2013: 142). Una diferencia que no se muestra exclusivamente a nivel estatal, pues el extrañamiento es ubicuo y multidireccional.
En el caso que nos concierne, las diferencias son palpables entre Estados Unidos y Cuba, pero, más allá, dentro de cada Estado existen múltiples extrañamientos, tanto horizontales como verticales. A nivel horizontal, entre los individuos que habitan los Estados, las relaciones son igualmente conflictivas, y lo mismo de forma vertical, entre los individuos que habitan los Estados y los propios Estados.
Bertrand Badie ha denominado como relaciones intersociales al conjunto de relaciones que se dan entre las personas, grupos y Estados soberanos. Relaciones y extrañamientos que el proceso de normalización deberá tener en cuenta y que, por el contrario, la visión estatocéntrica de la diplomacia oculta. Los dirigentes políticos, en general, han fortalecido la diplomacia interestatal a expensas de la diplomacia intersocial. «La diplomacia interestatal, basada en la diplomacia del club, desplaza la diplomacia intersocial a los márgenes o a las posiciones de protesta» (Kerr, Wiseman, 2013: 100). La diplomacia individual puede ser una herramienta válida, por tanto, para superar la visión monista y limitada de la diplomacia e integrar las visiones e intereses individuales en los procesos de normalización y en las relaciones en general.
De esta forma, cada individuo pasará a convertirse en un elemento contencioso más a tener en cuenta a la hora de llevar a cabo el proceso de normalización. Para ello, los individuos deberán tomar una conciencia basada en la diplomacia, mediante la cual adquirir conocimiento y comprender su subjetividad y, a partir de esa posición, analizar la forma de ser del otro. Esta posición intermedia entre el yo y el otro nos permitiría asumir la diferencia y la alteridad, mantener la comunicación y relacionarnos con otros de manera continua, superando la gubernamentalidad y los procesos de ordenamiento desplegados a través de la escenificación de la diplomacia estatocéntrica.
Mediante esta visión diplomática no se pretende glorificar al individuo ni se busca establecer un nuevo orden donde los Estados, debido a su pérdida de poder, queden subordinados a los intereses de los actores no estatales. Si bien, en la actualidad, los Estados están compartiendo el poder con múltiples actores privados, su relevancia es incuestionable. Ni los Estados ni la diplomacia estatocéntrica desaparecerán ante el auge de los actores no estatales. Los individuos tampoco serán la panacea para evitar conflictos y culminar con éxito los procesos de normalización. Como afirma Badie (Kerr, Wiseman, 2013: 100), la diplomacia intersocial y los individuos que la componen, al verse desplazados a los márgenes, «están adoptando un rol autónomo y operando sin reglas y limitaciones, convirtiéndose cada vez en más radicales y desencadenando un orden mundial de turbulencia». En este sentido, «la transformación del orden mundial está haciendo que ambas diplomacias -la intersocial y la interestatal- compitan» (Kerr, Wiseman, 2013: 96). La diplomacia tampoco puede verse como una institución y práctica carente de problemas. La diplomacia gestiona las consecuencias del extrañamiento y la separación. Pero, de igual forma, a través de esa mediación, reproduce las condiciones de donde parten dichas consecuencias.
No hay soluciones simples a procesos de carácter complejo. La escenificación diplomática del proceso de normalización entre Estados Unidos y Cuba, a pesar de ser un proceso que invisibiliza muchos espacios de contienda y extrañamiento, es un proceso que está permitiendo desarrollar relaciones hasta ahora impensables. Pero, como afirma Paul Sharp (Kerr y Wiseman, 2013: 66), entendemos que es importante cuestionar y problematizar las visiones hegemónicas desde el campo académico para «tratar de desenganchar al resto de la obsesión de imponer un orden dominante sobre el mundo -ya sea conceptual o real- para hacernos sentir más cómodos viviendo en él, explorando formas de vivir en él, condiciones cada día más ambiguas y desorganizadas; resumiendo, para ayudar a cada uno de nosotros a tomar conciencia de la dimensión diplomática de nuestras vidas y convertirnos en mejores diplomáticos».
En este sentido, la diplomacia individual permite cuestionar y problematizar la visión hegemónica de la diplomacia, no para acabar con ella, pero sí para integrar otra variable más en procesos y prácticas de por sí complejas.
Conclusiones
La escenificación de las negociaciones entre Estados Unidos y Cuba ha hecho avanzar el proceso al máximo posible, aunque no alcance, todavía, lo máximo deseable. Es indiscutible que el restablecimiento de las relaciones diplomáticas es un gran paso en el proceso de normalización, aunque sea más un hecho escenificado que fáctico, pues esta normalización no alcanza todavía, en su totalidad, a la población.
La representación estatocéntrica de la diplomacia, por tanto, permite mediar extrañamientos, pero -a su vez- los produce y reproduce. En este sentido, la escenificación o la teatralización de las relaciones estatales excluye u oculta los elementos individuales, creando un orden en el que no se permite la entrada a aquellos actores no estatales que pudieran desordenarlo. Es más, la visión de la diplomacia estatocéntrica se convierte en una práctica con la cual gestionar, controlar y conducir los comportamientos de los individuos, enmarcando y delimitando el campo de acción. El desorden se subvierte de esta forma, intentando fortalecer el propio orden.
El mundo actual, en cambio, es un espacio en constante movimiento, donde el orden y el desorden se mezclan, donde los actores no estatales y los individuos, concretamente, disputan los espacios de decisión y gestión a los Estados, donde el poder se encuentra disperso.
En este contexto, los procesos de normalización o restablecimiento de relaciones no pueden limitarse de forma exclusiva a los Estados, pues el factor individual es intrínseco a la diplomacia. Es por ello necesario aunar la visión monista de la diplomacia, aquella que da prioridad al Estado y establece un orden en apariencia inmutable, y la visión plural, aquella que asume la existencia de un desorden donde la pluralidad de voces implica la presencia de intereses, valores y extrañamientos en continua disputa, que transcienden las relaciones estatales.
Por último, en cuanto a las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, dar visibilidad a las relaciones diplomáticas individuales que se han desarrollado de forma histórica permitiría avanzar en los procesos de normalización. Estas relaciones individuales no han sido elementos decorativos o relaciones que se han desarrollado en los márgenes de los Estados. En muchos casos y momentos, estas relaciones individuales han sido las que han sustentado las relaciones estatales. Es por ello relevante que los individuos formen parte del teatro mundial y de las relaciones diplomáticas que en él se escenifican y representan. Esto no conllevará de forma directa la supresión del extrañamiento, pero sí permitirá manejarlo de forma pública e inclusiva.
Resumen:
Transcendiendo los límites de la diplomacia estatocéntrica
DIPLOMACIA (De diploma)
La representación diplomática por escenas
La diplomacia estatocéntrica frente a la pluralidad diplomática
La diplomacia y la producción del orden y el desorden
La diplomacia individual hacia una verdadera normalización
Conclusiones